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¿Hay que ver Gran Hermano?

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Mariana Moyano

El programa más exitoso del momento marca el ritmo de las conversaciones sociales. Una mirada sobre la televisión, contra los «policías de consumos ajenos».

Foto: Adrián Díaz Bernini

Con el correr de los días pararon, pero al principio fue agotador, sofocante y notable. Se habían convertido en hordas. Quienes en teoría abrazan las ampliaciones, se habían transformado, otra vez, en policías de los consumos ajenos. En un tuit puede resumirse el espíritu de un sector amplio que, ¿paradójicamente?, debería bregar por la libertad de elección. «Yo estoy rezando para que pase algo y se suspenda Gran Hermano, Qatar, todo. La justicia liberó a toda una banda de terroristas y nadie se enteró, a nadie le importa un pomo», decía el posteo.
Alguien puede decir que es solo un tuit. Claro, alguien no atento a qué son, como extensión y parte de la sociedad, las redes. Alguien distraído sobre este debate que en el progresismo lleva décadas. Porque en general no aparece la pregunta sobre cómo hacer para generar mayor cercanía con los sectores populares, sino el enojo porque el que no se acerca es el otro. La culpa, la responsabilidad, la ignorancia y el error es del otro. Siempre es el otro.
¿Qué comparten Gran Hermano y el mundial? Que se trata de fenómenos populares, masivos y de otra escala. ¿Hay que, por esas características, celebrarlos acríticamente? De ninguna manera. Las lecturas lineales nunca son el camino. Pero que ciertos sectores políticos y culturales que se dicen nacionales, populares y progresistas sean los que apuntan de modo policíaco contra esos consumos habla bastante más de la cerrazón y el sectarismo de esos espacios, que de los propios consumos.

La industria, de frente
Gran Hermano no es un programa de TV; es la industria viniendo de frente. ¿Por qué un formato de inicios de siglo sigue tan en pie? ¿Por qué a los «iluminados» los irrita tanto?
«Fue un punto de inflexión para el programa, pero también para lo que es la tele. En ese momento fue importante. Y mirá a dónde hemos llegado. Hoy sos tapa de revista si decís que te gustan las minas más o menos. No es un issue», dice Gastón Trezeguet, el nombre que ya es un genérico a la hora de denominar a un jugador de Gran Hermano. «Fue la primera vez de una mirada amorosa hacia la comunidad LGBT en la televisión y sin el estereotipo de burla», le dice Florencia de la V.
Esto se dice en la tele. En un soporte que hoy está incómodo porque las redes sociales y el mundo on line y de streaming le dieron una trompada a lo Tyson. Pero no se trata aquí de discutir la televisión o de entrar en esos debates ucrónicos y eternos de si va a morir a manos de Internet o no. Se trata de debatir qué les ocurre a los movimientos populares con los fenómenos populares e, incluso, qué les pasa con la TV.
Porque con cierto atraso en el diagnóstico le siguen otorgando a la televisión un poder supramental, pero cuando un acontecimiento hipermasivo aparece en ella, en lugar de pensarlo, lo cancelan. O lo que es peor, cancelan a las personas que lo ven sin escudriñar por qué lo ven y qué sucede con ese fenómeno. ¿Cómo los movimientos que se dicen nacionales y populares se enojan tanto con lo que es popular?
Este debate no es nuevo. Tenemos hitos como la polémica entre Georg Lukács y Bertold Bretch y toda la discusión de ellos dos y Theodor Adorno y Walter Benjamin en torno del realismo. O las novedades que introdujo el siempre enorme Antonio Gramsci en el concepto de cultura. Hasta encuentros en la propia pantalla de TN.
Pero estamos viviendo una época absolutamente excepcional en la que hasta el paradigma comunicacional sobre el que giró el mundo por casi dos siglos está siendo modificado, y por eso asusta que muchos que se ponen el traje de analistas se aferren tanto a clichés, eslóganes y frases vulgares.

La aguja hipodérmica
Lo que más se ha leído de sectores progresistas que dicen entender de comunicación es que Gran Hermano funciona según el modelo (viejo, vetusto, jamás respetado pero siempre usado) de la aguja hipodérmica. Ese que funciona como un líquido que pasa del instrumento a un recipiente y contagia al receptor con un mensaje lineal. ¿Toda la complejidad de una sociedad? A la basura.
Hablar de la TV y ver TV es una manera también de ver en qué andan las conversaciones sociales y llamarle televisión y nada más a un formato de distribución achica la pregunta sobre cómo es una sociedad y de qué anda hablando.
El éxito de GH quiere decir algo. Eso lo sabemos todos. Pero en lugar de preguntarse qué quiere decir, muchos se irritan y dan un portazo. Esta edición generó algo más. ¿Qué? El rating acompañó al programa de entrada, pero la duda era si iba a ser una explosión inicial o si iba a sostenerse. Se sostuvo. ¿Entonces?
Lo primero que hay que reconocer (siempre) a GH es el casting: la amalgama de personas-personajes para lograr identificación y enemistad en el espectador. En esta temporada quien generó la condena inmediata de los usuarios de redes más «progresistas» fue una chica que habló de modo despectivo de la bisexualidad. No habían pasado ni dos horas cuando ya había una catarata de pedidos de expulsión por discriminadora. Lamentablemente se ha vuelto algo recurrente en los espacios que se dicen emancipatorios: se han convertido en policías culturales con más velocidad que los autoritarios. Creen que suprimir al otro porque ellos creen que es malo es un acto de justicia y no un acto de censura.
Algunos nuevos modos de politización, algunos nuevos politizados y algunos viejos politizados en los nuevos tiempos comparten un problema: le piden a la sociedad que sea de una manera que ellos quieren que sea. No invierten la pregunta sobre por qué no es como ellos quieren, sino que se enojan. Se irritan con la sociedad real y lo que proponen huele a obsoleto y es aburrido. ¿Qué capacidad de vínculo se puede establecer si el primer paso es el rechazo al otro?
El banquillo moral siempre expulsa, pero muchísimo más en tiempos excepcionales en que un paradigma de comunicación no termina de morir y el nuevo no termina de nacer. En tiempos de intersección, la escucha y el oído en el asfalto son la única ruta posible.
Hay que hablar de GH porque hablar de los productos culturales masivos es el primer modo de hablar de política. Los iluminados creen que no, creen que el alejamiento les dará perspectiva cuando lo único que les regala es encierro. Y lo que es peor, alejan y en ese alejamiento crece la reacción; la que crece al calor del desprecio que se le muestra.
¿Cómo pretenden estos sectores hacer la revolución si no conocen a la sociedad? La batalla cultural no es un eslogan. Es, ante todo, un llamado a ingresar a lo incómodo. Ir a lo incomodo y ser eficaz debería ser el desafío y la tarea. Las certezas anquilosadas son el puro calambre

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1 comentario

  1. Tengo la satisfacción de ni siquiera saber en que canaleta la pasan y tampoco la hora. Tengo recien 85 años, no tengo tiempo de sobra. Tal vez para crítica puede ser necesario, pero no puedo ni mirarla un minuto. Saludos. Tobías

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