Deportes | LO QUE LAS SAD INVISIBILIZAN

Detrás está la gente

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Ariel Scher

Desde participar de la vida institucional hasta acariciar el carnet todos los días, socios y socias narran su fecundo itinerario en los clubes. Creencia y pasión en tiempos de negocio e individualismo.

Lanús. Frente de uno de los espacios deportivos que ofrece la entidad del sur, de las que me creció en las últimas décadas.

Foto: Mauro Torres

En el rincón donde la vida la sitúe, Silvia Salcedo acaricia un carnet granate. «Por sangre, por herencia familiar, por amor a este color tan particular», dice como se dicen las cosas que no se pronuncian sólo con las palabras. Ella es una entre miles y miles que forman, que cimentan, que respiran, que son Lanús. Y Lanús existe por esos miles y por ella. «Soy socia desde 1968. O sea, hace 56 años», suma desde las matemáticas y, sobre todo, desde la pila de sueños que proyectó y ejerció antes como dirigente en las subcomisiones de los deportes practicados por sus hijos y ahora presidiendo el Departamento de Cultura del club. Club. Esa es la palabra. Lo sabe Silvia: su historia tiene las singularidades propias de cualquier historia, pero se parece no sólo a las de quienes también lucen carnets granates sino a las de socias y socios de incontables clubes. A veces, en los vértigos que signan esta era, y más veces, en esta época de avanzada del gobierno argentino para que los clubes puedan tornarse en sociedades anónimas, hay millones de existencias como las de Silvia que quedan invisibilizadas: un club es sus equipos, sus resultados, sus colores, sus alegrías, sus paredes, sus frustraciones e, inclusive, su nombre retumbando en el centro de la industria del espectáculo y de la industria del entretenimiento, pero, más que nada, es una referencia tangible constituida por gente, gente que de a uno y de una, a través de muchos decenios, modela un todo, una identidad colectiva hecha de cien propósitos. Cien propósitos, pero uno no: el lucro. 

Narrar a los clubes implica, entonces, narrar a las personas y a lo que en los clubes, de modo diverso, palpitan esas personas. Personas como Hernán Gliniecki, vitalicio de Racing, otro que suelta la voz para enunciar más que palabras: «Me hice socio cuando cursaba segundo año de la escuela secundaria, en 1984. Me hice socio por el amor que me inculcó mi madre por Racing y porque por entonces, mientras en el fútbol andábamos en la B, ella me decía que en los momentos difíciles es cuando más hay que estar. Y la mejor manera de percibir pertenencia, de vivirlo, de conocer al club, es hacerse socio para sentirse parte de su corazón. Soy el presidente del Departamento de Personas con Discapacidad de Racing: Racing Integrado. Desde hace 29 años, somos el primer club Inclusivo del mundo, cuando posibilitamos el derecho a la participación de este segmento social».

Ser con otros
La lógica que detallan Salcedo y Gliniecki hereda una larga tradición. Entre el fin del siglo diecinueve y, mucho más decididamente, el despertar del siglo veinte, la Argentina cristalizó un fuerte movimiento asociativo que generó bibliotecas populares, sindicatos, partidos políticos, sociedades de fomento y, por todos lados, clubes. La edificación de una cultura: ser con otros y con otras. Ser con otros y con otras, en el caso de los clubes, alrededor (o con el pretexto) del deporte, o sea del juego, o sea de un trazo que humaniza lo humano.

Todos juntos. Clase recreativa con niñas y niños de la escuela de Lanús.

Foto: Mauro Torres

En esa cultura, entregar y recibir no suponía -ni supone- vínculos con la ganancia. Pero en la sociedad de consumo, en la sociedad del rendimiento, en la sociedad de la hiperproducción, en la sociedad del agotamiento, en la sociedad que estimula mutar de actores a espectadores, en la sociedad que es esta sociedad, esos rasgos migraron, en alguna dimensión, de cultura a contracultura. Lo padecieron múltiples clubes en la imposición neoliberal que reconfiguró al país: la exaltación de lo privado y de lo privatizado provocó que se les complicara la escena. No obstante, la fuerza histórica del fenómeno logró algo extraordinario: si otras organizaciones desembocaron en propiedades privadísimas de capitales transnacionalizados, los clubes resistieron, mejor o peor, todas las embestidas y, con el aval explícito de su masa societaria, persistieron como espacios comunitarios.

Parte de esa fortaleza, igual que sucede con otras fortalezas, reside en la memoria. Le late potente al médico Fabián Spinelli, a los 14 años ya socio de Vélez: «Soy nieto de abuelos inmigrantes que pisaron Villa Luro y se enamoraron del club. Padre y madre, hinchas. Yo, tercera generación. Iba desde mi adolescencia a la pileta. Y, por supuesto, a la cancha con mi viejo. Trabajé 30 años en el Departamento Médico y en el Departamento de Básquetbol y siete años en fútbol infantil: pertenencia, pasión por la V azulada». Los abuelos y las abuelas de Spinelli -y otras abuelas y otros abuelos-, el papá y la mamá de Spinelli -y tanto papá y tanta mamá- y Spinelli, ¿qué cara dibujarían o dibujan cuando surge un ministro o un jefe de Estado y les anuncia que si un aportante externo al club pone plata -mucha plata- se volverá dueño del club o de parte grande del club? ¿No saben esos señores que los socios y las socias contribuyeron toda la vida al club sin que eso les confiriera ser más propietarios del club que otros socios y otras socias? ¿De qué hablan ese ministro, ese jefe de Estado y los presuntos inversores? ¿De que en la supremacía del mercado todo es mercancía y esto, los clubes, labrado con sustancia no mercantil aunque en torno suyo escale un campo gigante de negocios, también lo es? ¿O que, justamente, los clubes no sean mercado o puro mercado en la era hegemónica del mercado es no sólo una tentación sino, también, un problema, para los mercaderes de toda mercadería?


Lo simbólico
«Desde los siete años, con idas y venidas, soy socio de San Lorenzo», precisa Manuel Maschi, hoy en la frontera de los 30. Y añade: «Elijo seguirlo siendo, en un principio, por una cuestión pragmática: puedo hacer un deporte e ir a la cancha del club que soy hincha por un costo menor en comparación a otras opciones. La verdad que conviene. Por otro lado, desde un punto de vista más emocional, hay algo en lo simbólico de ser socio y aportar al club que trasciende al tipo de gestión más práctica del día a día, de elegir las autoridades o de pagar por un servicio. Ser socio del club es también es estar con los otros, estar en el barrio y compartir aunque sea el olor a chivo en el vestuario». Algo semejante atraviesa a Oscar Leguizamón, quien, hacia finales de la década del cincuenta, antes de cumplir los dos años, reviste como socio de Ferro, un club emblemático que sufrió el impacto de los sacudones sociales de los noventa, devino en la quiebra y encontró caminos para emerger.

Vóley. Atlanta, uno de los tantos clubes con una intensa actividad deportiva y social.

Foto: Federico Imas

«Antes -evalúa- pasábamos el día entero en el club. Ahora parece que todo es más apurado. La aparición de los gimnasios privados y cosas así también trajeron cambios en su momento. Necesitamos retomar esos espacios. Yo voy con mi pibe a jugar al tenis, a hacer gimnasia, a la cancha, a trabajar en la Subcomisión de Derechos Humanos. Me reúno en el club para comer asados con compañeros y somos muchos: festejamos cumpleaños, charlamos de la vida. Un buen dato de la actividad social: ahora hay mucha demanda y hasta hace falta pedir turno para las parrillas».

Uno de los puntos que destaca Maschi retumba tan evidente como poco citado: al no haber objetivo de acumulación económica, la participación en cualquier iniciativa en el club exige desembolsos mucho menores (o hasta ninguno) que la contratación de una prestación parecida en otro lugar. Y uno de los puntos que enfatiza Leguizamón convoca a ensanchar los argumentos de defensa de los clubes: en una sociedad que desvaloriza a las construcciones compartidas y, desde sus altavoces dominantes, propone que toda salida es individual, los propios clubes y las organizaciones que aseguran defender a los clubes están desafiados a que la invitación a integrarse a los clubes sea más que la prestación de un servicio, más que «pagás y te llevás esto (una platea, una popular, un chocolatín, un mes de gimnasio, un equipo de fútbol que triunfe sin parar)». «Lo siento parte de una identidad pasional, de creencias sociales y de valoraciones humanas; caminar la vida junto a los demás, en el lugar que amamos: por ejemplo, el club», aduce Rodrigo Daskal, vocal de la Comisión Directiva de River, a cargo del Departamento de Museo, Trofeos e Historia, alguien que concurrió a la colonia de la entidad y no falta al fútbol ni a las comidas con sus socios amigos, además de pasar, un poco más o un poco menos, por la pileta y por el gimnasio.

Caminar la vida junto a los demás. Acariciar un carnet. Discutir sobre los clubes es discutir sobre más que los clubes. Reivindicar a los clubes es reivindicar más que a los clubes. De eso se trata este tiempo.

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