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El crack de la casa

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A los 20 años, el futbolista de Racing despertó el interés de clubes europeos y de Jorge Sampaoli debido a sus cualidades de juego y a su madurez fuera de la cancha. El rol de Diego Milito y los lazos de familia como combustible en su carrera.

Cilindro. Martínez, autor de tres goles, en el duelo ante Huracán por la 14º fecha del torneo. (Télam)

Después de que Racing le ganara a Olimpo en Bahía Blanca, Lautaro Martínez se quedó a pasar unas horas en su ciudad. El plantel se fue el domingo por la mañana, pero Lautaro se subió a un vuelo de Aerolíneas Argentinas recién por la tarde, después de un almuerzo familiar, para regresar a Buenos Aires, a su rutina habitual de entrenamientos con el equipo. Lo hizo envuelto en sus auriculares, con esa circunspección que lleva como marca de agua en su vida doméstica, pero sobre todo en la cancha, cuando pone en funciones la maquinaria –el vínculo entre la mente y su cuerpo diseñado para el fútbol– por la que llegó a ser cotizado en treinta millones de dólares, con un destino asegurado en Europa. Esas cualidades, además, motivaron el interés de Jorge Sampaoli, de ahí que hoy el jugador de Racing figure como candidato para ocupar un lugar en la selección que disputará el Mundial de Rusia.
¿Se puede ser un futbolista maduro a los veinte años? Es la virtud extrema de Lautaro Martínez, sin contar su talento, su rigor para el juego en altura, de espaldas, su potencia bajo cualquiera de los dos perfiles. Y no es una madurez plana, no es un estado encallado, lo que podría ser leído como una forma de quemar etapas, sino que se trata de un crack en evolución, en la búsqueda obsesiva de la perfección. Hasta el partido con Huracán, cuando hizo tres goles y se llevó la pelota a su casa, Lautaro llevaba convertidos dieciséis tantos en 35 partidos del torneo local con Racing, de los que solo en 24 fue titular, lo que le entrega un promedio de gol cada 125 minutos. Y sin embargo, no es ese poder de fuego su único aporte para el juego, al que además lubrica con asistencias y movimientos sin pelota. Eso ve Jorge Sampaoli, el entrenador de la selección, cuando viaja hasta Avellaneda para verlo de cerca, y los enviados del Inter de Milán, dispuestos a desembolsar una fortuna para cargarlo en un avión hacia Italia.

Un toro en Avellaneda
En su política de gestos, Lautaro también perfiló su estilo de jugador. Porque esas posibilidades no lo desesperaron. No se apuró cuando el Atlético de Madrid se disponía a pagar una cláusula de rescisión que parecía baja para su potencial. Tampoco cuando el Real Madrid merodeó su nombre. Y ni siquiera cuando el año pasado una lesión le advirtió que esas oportunidades se pueden disolver en una mala jugada o al menos pueden dilatar los tiempos. La paciencia también construye a los cracks.
Lautaro, un futbolista al que no se le requiere apellido y cuyo apodo, Toro, no suena tan fuerte como su nombre de pila, llegó a Racing desde Liniers de Bahía Blanca con dieciséis años. Después de verlo en una práctica, Fabio Radaelli, entonces entrenador de la reserva, lo sumó a la pretemporada. Era enero de 2014. Lautaro se instaló en la pensión del club y se convirtió en una joya del predio Tita Mattiusi, el lugar de entrenamiento de los juveniles racinguistas. «En la vida se triunfa a partir del esfuerzo, la entrega, el coraje, las buenas maneras, la paciencia, el talento y la voluntad», escribió Lautaro en Twitter por esos días. Esa cuenta la cerró al poco tiempo, cuando supo que el uso no responsable de las redes sociales le podía deparar algunas trampas. Se quedó con Instagram, acaso la red menos conflictiva, la favorita de los futbolistas millennials.
El 31 de octubre de 2015, frente a Crucero del Norte, Lautaro ingresó a los 40 minutos del segundo tiempo por Diego Milito. Tenía 18 años. Sin embargo, fue en 2016 cuando inició su despegue, primero, con Facundo Sava en el banco; y después, con Ricardo Zielinski, en cuyo mandato hizo su primer gol en Primera. Pero el debut encierra –visto en perspectiva– una metáfora, el cambio de una época para Racing, la transición generacional. Milito, tótem del club, ahora es el secretario técnico, uno de los administradores del diamante. El otro es Eduardo Chacho Coudet, el entrenador del equipo.
Aunque forme parte del grupo de jóvenes del plantel, Lautaro se siente más cómodo con los mayores. Eso explica su abrazo frente a Huracán con Javier García, el arquero suplente de 31 años, con el que suele compartir cenas y largas charlas. Todas las semanas, recibe llamadas desde Chile, las de Luciano Aued, de 30, y Agustín Orión, de 36, sus excompañeros en Racing. Y está Milito, el faro. Si además de su cabeza, otras personas ayudaron a que decidiera quedarse un tiempo más en Avellaneda, una de esas personas fue Milito. Pero también Sampaoli, quien a fines del año pasado le aconsejó que sería lo mejor frente al Mundial que se avecina.

Otra estrella
Más allá de que todos ellos admiren de Lautaro el talento para el fútbol y su potencia como delantero, lo que los encandila es el eje por el que camina, su inteligencia para jugar y para desarrollar su carrera. Que se haya encargado de terminar la escuela secundaria sin llevarse materias. Que a los 19 años le haya pedido a su representante que lo contacte con un nutricionista. Que pregunte y escuche sobre cómo mejorar asuntos de su juego. Que prefiera mirar fútbol antes que jugar a la PlayStation. Que sepa alejarse de los escándalos mediáticos.
Ese profesionalismo también sorprendió a Claudio Úbeda cuando lo dirigió en las reserva de Racing, pero también cuando lo llevó al sub 20 argentino (ver recuadro).
Claro que Lautaro también cometió errores, aunque supo tranformarlos en aprendizajes para su carrera. Quizá una de las pocas flaquezas emocionales que mostró en Racing fue cuando lo echaron en un partido frente a Argentinos Juniors. Dos amarillas en cinco minutos que dolieron demasiado y que lo llevaron a administrar la ansiedad de otro modo.
Hijo de Mario, un exfutbolista que llegó a jugar para Villa Mitre y que luego se dedicó a la enfermería, y de Carina, ama de casa, Lautaro creció en una ciudad productora de jugadores de básquet, un deporte que le gusta –cada tanto ensaya unos tiros al aro– y que practicó hasta que se decidió por el fútbol. Jano, su hermano menor, acaba de debutar con catorce años en en el torneo federal con Villa Mitre. Es una de las promesas del básquetbol bahiense.
Esos lazos son vitales para Lautaro. Cuando dejó la ciudad para instalarse en la pensión de Racing, llegó a pensar en volver porque extrañaba, sobre todo, a su hermano mayor, Alan, que también sufría por esa distancia, algo que además se le combinaba con ataques de epilepsia, que ya superó. Fue Brian Mansilla, su compañero en Racing, uno de los que sostuvo a Lautaro y lo convenció de que tenía que quedarse. Y quedarse no significa no volver. Así como aprovechó el partido con Olimpo para disfrutar de su familia, las últimas vacaciones las pasó en Bahía Blanca, refrescándose en la pileta de Liniers, su club. Hay estrellas en ascenso que no necesitan alimentarse del glamur. El combustible de Lautaro, el genio familiar, está en otro lado.

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