18 de julio de 2022
A 15 años de su muerte, el rosarino dejó una colección de textos sobre la pelota y la condición humana. Historias íntimas de una obra fundamental.
Vigente. Fanático de Central, el autor murió el 19 de julio de 2007. Sus textos futboleros siguen emocionando al público.
TÉLAM
A las once de la noche de un miércoles de invierno, un cuerpo de laburante solo sabe de cansancios, de hambres y de apuros por volver a casa. Salvo que florezca el asombro. Y que el asombro se llame Fontanarrosa.
Porque es Fontanarrosa, Roberto Fontanarrosa, rosarino hasta en los silencios, crack en zapatillas Flecha, barba célebre y desacomodada, piernas angostas cruzadas frente a un televisor que mezcla imágenes y manchas, quien aparece frente a los ojos de ese laburante que, a las once de la noche de un miércoles de invierno, no puede creer lo que ve. Ese laburante ejerce de periodista, trata de enhebrar páginas de economía y, a punto de irse, casi de fugarse de la redacción, con las energías exiguas que no entiende cómo conserva, advierte su corazón galopante, verifica cinco veces si Fontanarrosa realmente es Fontanarrosa y suelta, desbordado y feliz, un sustantivo propio: «¡Fontanarrosa!».
El Negro, un dulce, oye el eco de su apellido achicando apenas la atención que le suscita el partido de fútbol entre unas selecciones juveniles de Venezuela y Perú que, mitad imágenes y mitad manchas, ofrenda la pantalla que lo tiene prisionero. Y, como si todo o como si nada, le dirige la voz a su interlocutor:
–¿Qué hacés, viejo? Interesante este partido. El 3 de Perú, si aprende a cerrar con la derecha, va a llegar lejos. Lo vengo siguiendo desde hace tiempo.
Entonces, no hay cansancios ni hambres que valgan. El laburante se pellizca para cerciorarse de que su sueño de las once de la noche no transcurre ya sobre la almohada. Fontanarrosa es Fontanarrosa, ese señor al que lee como se lee a las biblias y de quien se siente deudor de un millón de carcajadas, le comenta precisiones sobre un jugador aún ignoto. Todo plan de retorno al hogar se pospone. Y se queda charlando de marcadores de punta ahí, en ese rincón del mundo que, en ese rato, es lo mejor del mundo.
Así era el Negro, de quien se cumplieron este 19 de julio 15 años de su muerte. Como esa noche. Como cada noche. «Alguien que respiraba fútbol», tal cual la definición de su amigo Jorge Valdano. ¿Y qué es respirar fútbol? Sugerir que Mario Kempes debía jugar en Central –la patria de Fontanarrosa– antes de que Central notara exactamente eso. O debatirle a Menotti –ese, sí: Menotti–, cuando trabajaba como entrenador de Central, algunas cuestiones de lo que hacía Central. O planificar con los amigos de siempre una ida a Mar del Plata en junio de 1978 para ver a Brasil en la primera rueda del Mundial de Argentina porque intuía que habría pocas oportunidades en la vida para efectuar algo tan relevante como mirar a Brasil en un Mundial. O registrar de manera grandiosa por qué el fútbol es el mayor tema de conversación en la Tierra a través de los diálogos desopilantes y radiografiantes de un cuento que se llama «El 8 era Moacyr». O anticipar una controversia denominada VAR en otro cuento, tan de humor como de futuro, titulado «Fútbol y ciencia». O en el famoso «19 de diciembre de 1971», donde resulta cierto que queda narrada la médula del fútbol, pero constituye una certeza más grande que allí fulguran los bordes de la condición humana.
Decirlo todo
Respirar fútbol. O sea lo que anota Juan Sasturain en uno de los textos de su libro Wing de metegol: «En la obra, en las historias de Fontanarrosa, como en algunos otros (no muchos) lugares, la experiencia futbolera de jugar o asistir o padecer o gozar con o alrededor de la esquiva pelotita tiene un lugar central. Basta para demostrar que –para el que puede o quiere– el fútbol tiene con qué alimentar la aventura personal de inventarse un sentido». Maravillas de las sociedades entre brillantes: la noche en la que Sasturain, a metros del Obelisco, presentó ese libro, Fontanarrosa desparramó una exposición tan desopilante, tan abarcativa y tan futbolera que si el fútbol se hubiera acabado en ese instante, igual ya estaba explicado y justificado. Tanto que Sasturain, al cabo el autor, escuchó al Negro hasta al final y, cuando le tocaba exponer, lo evaluó innecesario porque todo había sido dicho. Fontanarrosa eludía las exageraciones pero existen exageraciones con dimensión de verdad. Esta, por ejemplo: nadie puede predicar que acarició el carozo del fútbol en la Argentina si no leyó No te vayas, campeón, el descomunal volumen en el que el Negro desgrana a los grandes equipos de la historia. Si en otros trabajos, buceaba en diccionarios enciclopédicos detrás de palabras que estimularan las risas o de regionalismos que incrementaran la verosimilitud de sus personajes, en No te vayas, campeón tipeó a pura memoria. Una frase, entre diez mil, decodifica por qué es una joya. Está destinada al Vélez notable de 1968 y a su estrella más relumbrante: «Willington levantó su pierna derecha con el movimiento lento y acompasado de las garzas, hasta que el pie alcanzó la altura de su propia cabeza. Y la pelota, la trastornada, la rabiosa, la enloquecida, se posó sobre la punta de ese pie derecho para quedar allí, mansa, sosegada, como el halcón que encuentra la mano enguantada de su señor». Una descripción en las cumbres de la literatura futbolera y no futbolera. Un escritorazo.
No es extraño, en consecuencia, que dominara el pasado breve y el futuro expectante de un marcador de punta desatendido por las pupilas del resto. Y no es extraño que aquel laburante se le sentara al lado para lo que durara la velada de la misma manera en que tantas y tantos ahora perduran sentados a centímetros de sus gloriosos libros. Fontanarrosa respiraba fútbol. Y respirar su obra, tan entrañable por la gracia y tan esencial por la ternura, es respirar mucho fútbol y es respirar mucha vida.