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En un certamen atractivo que consagró por primera vez a un europeo en Sudámerica, prevalecieron los equipos sobre las figuras. Messi, la meritoria actuación argentina y los dilemas futuros.

 

Símbolos. Messi en una escena de la final ante Alemania. El desempeño del rosarino fue de mayor a menor en la competencia. (Télam)

La última imagen de fútbol –de juego– que entregó el Mundial de Brasil fue la de Lionel Messi pegándole a la pelota por arriba del arco, tirándola afuera, y volviéndose con la cabeza al suelo. Fue la escena final de la derrota argentina contra Alemania, la que marcó el cierre de hecho porque ya no hacía falta que el italiano Nicola Rizzoli diera el pitazo; ya todo había terminado en el Maracaná y había un campeón del mundo. Ese movimiento de Messi, el tiro libre errático, posiblemente haya sido el símbolo de la impotencia argentina, o bien de los últimos minutos mundialistas del crack, en los que no tuvo la influencia que se esperaba, la que había mostrado en la primera fase. Messi, en el imaginario futbolero, ya no sería Maradona.
En la etapa de grupos, sin embargo, fue el que rescató a la Argentina cada vez que hizo falta. Lo hizo con Bosnia en el Maracaná, en el comienzo de la historia; lo hizo con Irán cuando faltaban tres minutos y evitó que la selección tuviera que viajar a Porto Alegre para pelear la clasificación contra Nigeria; y lo hizo también en ese tercer partido, contra el equipo africano, dos veces. La influencia de Messi durante ese tramo del Mundial era indiscutible. Y su rol era irreprochable. Hasta dio una conferencia de prensa decisiva en la que marcó cuál era el esquema con el que quería jugar, algo que ya había dicho en otras oportunidades pero que tuvo que reafirmar a partir de que Alejandro Sabella insistiera con la línea de cinco. Nunca más volvió ese dibujo en el equipo argentino. Y quedó claro que los otros diez jugadores serían un satélite de Messi, que todo se movería a su alrededor.
Eran los días en los que pensábamos que Brasil sería el Mundial de las figuras y no de los grandes equipos; los días de Messi, Neymar, James Rodríguez, Arjen Robben, Benzemá, y de Luis Suárez antes de la mordida. Hasta ese momento costaba encontrar una idea homogénea. Acaso Colombia la podía sintetizar. Quizá Alemania ya comenzaba a mostrar lo que se vería después, sobre todo con su goleada a Portugal. Pero lo que más se disfrutaba era la aparición de los cracks y esos partidos impensados, espectaculares y llenos de goles.

 

Tensiones de juego
Fue un Mundial que empezó con un gol en contra. Ocurrió en el Itaquerao de San Pablo y lo hizo el brasileño Marcelo para Croacia. Toda una metáfora de lo que parecía y no fue. Porque Brasil, finalmente, arregló el asunto. Entre Oscar y Neymar se encargaron de conseguir el triunfo y de empezar mejor de lo que planteaba el día. Así también fue para el Mundial. Brasil, ya se sabe, recibió el torneo entre protestas.
Hasta la derrota de la selección local contra Alemania, Dilma subía en las encuestas y la consideración de la Copa del Mundo entre los ciudadanos también crecía. El instante de tensión que se vivió en el Mineirao, donde Chile pudo eliminarlo pero el travesaño le evitó el gol a Manuel Pinilla y luego las manos de Julio César concluyeron la tarea, ese momento pareció demostrar que Brasil no soportaría una eliminación.
Pasó Colombia y llegó Alemania, que desplegó una ráfaga de goles –tal vez los seis minutos más espectaculares de un Mundial– sobre el equipo de Luiz Felipe Scolari, un conjunto sin alma, sin identidad y, sobre todo, sin Neymar. Un manto de desolación cubrió al país del futebol, el país de la paxão por la pelota. Los que no estuvimos esa tarde en el estadio pero vimos el partido en un bar de San Pablo –donde al día siguiente Argentina jugaría contra Holanda por la otra semifinal– nos enfrentamos a caras de desconcierto. Hubo llantos pero también risas nerviosas. Una lectura posible es que el 7-1 fue tan implacable que no hubo tiempo para el dramatismo. Y la vida en Brasil siguió. No hubo el incendio que se esperaba, ni siquiera con la derrota ante Holanda en el partido consuelo por el tercer puesto.

 

Trabajo colectivo
Habían aparecido, a esa altura, los equipos. Fueron dos trabajos colectivos, el argentino y el alemán, los que llegaron a la final. Aunque fueran tan distintos. El inicio de la Selección, que parecía sólo atado a su figura rosarina, se modificó. Messi cambió de piel en la segunda parte del Mundial. Contra Suiza no fue goleador sino pasador. Fue quien le dio la pelota a Ángel Di María para el gol. Y contra Bélgica le sirvió otra espectacular que terminó en desgracia, con la lesión de Fideo. En todo ese camino hacia la final, la Argentina perdió a Sergio Agüero, perdió a Di María, tuvo a Gonzalo Higuaín errático. Y a Fernando Gago en un bajísimo nivel.
Sabella compensó esas deficiencias. Se atrevió a hacer los cambios justos. Sacó a Federico Fernández y le dio la oportunidad a Martín Demichelis, que hizo dupla con un Ezequiel Garay firme y seguro. Sacó a Gago y puso en su lugar a Lucas Biglia, lo que le dio más aire a Javier Mascherano. Todo mejoró atrás. Subió su nivel Pablo Zabaleta. Y mantuvo el suyo Marcos Rojo, la gran revelación argentina, y de lo mejor en el equipo. Ezequiel Lavezzi se sacrificó en el medio. La Argentina perdió, entonces, peso ofensivo. Lo que era un desequilibrio hacia adelante se convirtió en un desequilibrio hacia atrás.

Decepción. Jugadores brasileños y su lamento tras la paliza sufrida ante Alemania. (Rafael Gagliano/Hyset)

No fue casual que sin Di María la Selección haya dejado de convertir goles. Esa ausencia también afectó a Messi, que mostró durante el Mundial algunos signos de cambio en su juego. Dejó de resolver en el área y fue un jugador de tres cuartos de cancha, casi un enganche por momentos, sin la explosión de otros tiempos. La velocidad de Di María permitía su descanso. Cuando no la tuvo, lo sintió. Messi se desinfló en los últimos tramos. Y creció la figura de Mascherano. Se notó contra Holanda y Alemania, dos partidos que Sabella planteó con eficacia, a pesar de la derrota en el último. Lo que no se puede decir es que Argentina no haya intentado ganar ambos partidos, a su manera, con sus armas y sus limitaciones.
Se viene ahora un tiempo de debate sobre el futuro; es lo lógico. Sabella hizo un gran trabajo como entrenador. Nunca se puso por encima de los jugadores. Nunca buscó un protagonismo desmedido. Se reivindicó siempre como un pragmático; lo que se vio en la cancha fue un equipo muy similar a su imagen. No prometió más de lo que dio. Cuando en una conferencia le preguntaron si se golpeaba el pecho por el equipo, respondió que nunca se golpea el pecho por nada. Selecciones como Alemania demuestran que insistir en una idea da resultados. Pasaron 10 años desde que Jürgen Klinsmann inició una tarea de reconstrucción del fútbol de ese país. La siguió Joachim Löw. En el medio perdieron dos mundiales. Hasta que llegaron a Brasil. Y se quedaron con un Mundial que parecía destinado a los sudamericanos. No fue así; los alemanes fueron los primeros europeos que se quedaron con la Copa en estas tierras.
Si Sabella se replanteara seguir, la Argentina podría apostar por la continuidad. Pero no se termina ahí un proyecto. ¿Quiénes serán los jugadores del futuro? La selección juvenil está manejada por Humberto Grondona, quien no parece reunir las condiciones para ejercer el cargo. Se necesitan cambios ahí, formadores idóneos que vinculen el trabajo que se realiza desde abajo con la Selección mayor. Una misma idea para todo.
Grondona hijo, además, quedó marcado en Brasil porque una entrada con su nombre para el partido con Suiza terminó en la reventa. El escándalo por ese tema tuvo su capítulo local e internacional. ESPN Brasil denunció con una cámara oculta que dirigentes argentinos revendían entradas en un hotel de Brasilia. Pero una investigación de la Justicia brasileña fue más allá. Y puso la lupa en lo que sería una red comandada nada menos que por el inglés Raymond Whelan, director ejecutivo de Match, la empresa asociada con la FIFA para la comercialización de boletos y entradas VIP. Los pormenores de esa investigación eran lo que copaba las páginas de los diarios brasileños en los días posteriores a la Copa. También las imágenes de alemanes felices. Y toda la discusión sobre el sucesor de Scolari. De a poco, los argentinos fueron dejando las calles de Río de Janeiro. Hubo 70.000 en esa ciudad para la final. La mayoría, sin entradas y, mucho más complejo, sin hospedaje. Las autoridades lo resolvieron bien: les dieron el sambódromo, un lugar público y gratuito, para acomodarse con sus autos. A pesar de la gran cantidad de hinchas argentinos y del duelo que mantuvieron con los brasileños, no hubo grandes incidentes. Punto para Brasil. Y también para los argentinos, que dejaron un pegadizo –y, hay que decirlo, por momentos insufrible– himno de tribuna, el «Brasil, decime qué se siente». Fue un cantito con fecha de vencimiento. No servirá para Rusia 2018, que queda tan lejos en la distancia y –todavía– en el tiempo.

Alejandro Wall

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