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En busca del juguete perdido

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Ariel Scher

Los 36 años que lleva el equipo albiceleste sin ganar el mundial exceden el marco de la tristeza. Un repaso por momentos imborrables del fútbol argentino.

México. Los protagonistas de la victoria 3 a 2 ante Alemania, en el Estadio Azteca. Fue la segunda y última consagración mundial argentina.

Foto: STAFF/AFP/ DACHARY

El Indio Solari le cantó al planeta que la vida está hecha de juguetes perdidos y la selección argentina le avisó al planeta que, a veces, el fútbol también. Qué se le va a hacer. Como al planeta, al fútbol le calzaría ser perfecto si no se perdieran juguetes, pero los juguetes se pierden. Y se pierden, entre otras razones, porque el fútbol enseña a existir ganando y perdiendo juguetes. Inclusive, durante 36 años seguidos porque ese es el tiempo –un tiempo al que no conviene abordar ni con dramatizaciones ni con desgarros– que la fiesta celeste y blanca no es fiesta entera porque, en los mundiales, el juguete más grande fabricado a partir de la pelota, al primer puesto escalan otras gentes. Retumba: 36 años. O sea, desde que, en 1986, a Diego Maradona, el juguete más lindo entre los lindos juguetes, en un México como ningún otro, no se le perdió nada de nada y halló todo de todo.
Juguete perdido: la definición que un talento como Rodrigo Palacio eligió por arriba y no por abajo en la final brasileña frente a Alemania en 2014. Juguete perdido: el equipo musculoso de 2002 que marchó a Japón para comerse a quien fuera y regresó, transformado en puro hueso, tras apenas 270 minutos sobre el césped. Juguete perdido: las gotas en los ojos de Diego después del último y frustrado partido en Italia contra los alemanes –ay, los alemanes– en el remoto 1990. Juguete perdido: el centro agónico que pudo despabilar una ilusión frente a Francia en el suelo ruso de 2018 y, en cambio, durmió el sueño sin retorno. Juguete perdido: un bochazo estremecedor de Batistuta que se empecinó en no sacar el pasaporte al gol en la Francia de 1998, al revés que una elegancia del naranja Bergkamp que saludó certeramente a la red durante unos cuartos de final desencantantes. Juguete perdido: el Diego de las piernas cortadas luego del Diego de las piernas encendidas en los Estados Unidos y fuleros de 1994. Juguete perdido: la casaca invicta del mundial alemán de 2006 que no se tornó en invicta y campeona porque en los cuartos de final sobraron algunos minutos y algunos penales para hacerle perder el juguete a un rival que –de nuevo, de nuevo– era Alemania. Juguete perdido: Messi y Maradona juntos, la suma de la juguetería preciosa y redonda, uno en la plenitud y otro en la comandancia, en Sudáfrica 2010, con la dentadura modelando sonrisas que amagaron ser infinitas pero en eso –de nuevo, de nuevo, de nuevo– apareció Alemania y ya no perduraron ni sonrisas ni juguetes.

Memorias en juego
José Luis Lanao, campeón mundial juvenil con Diego en el Tokio de 1979 y volcado a pensar y a narrar las injusticias de la política y de la sociedad, asume que perder juguetes no conforma un abismo pero tampoco gobiernan los malabares adversos solo por el azar: «Creo que se debe, inevitablemente, a un declive del futbol argentino por diversos motivos, paralelo a un crecimiento del futbol europeo, producto de apostar por el futbol nuestro, que el paso del tiempo ha desdibujado». Las pruebas de ese tránsito descendente abundan: uno de los 22 campeones del mundo de 1978 integraba en esa época a un conjunto no argentino, siete de los 22 campeones del mundo de 1986 sudaban domingo a domingo lejos de la patria. Hoy y hace rato, los muchachos de la selección se desempeñan, con un predominio abrumador, en otros países que se los llevan de modo masivo por la asimetría económica que dibujan los negocios del espectáculo del fútbol, pero que, además, les complementan la formación deportiva. Lo contestó Jorge Valdano, justo un campeón del mundo de hace 36 años y alguien que se esperanza con las posibilidades argentinas en Qatar, en una entrevista de agosto en Acción: «En Europa la academia no estropeó tantas cosas. En cambio, en Argentina, la academia estropeó una cultura hecha de gambetas y de jugadores imaginativos. El tránsito de la calle a la academia no ha sido el mejor en este país».
Salvedad. Maravilla de los mundiales, del fútbol o, quizás, de la parte de la vida que cabe en el fútbol y en los mundiales: que el desenlace no traiga gloria completa nunca termina de ubicar las memorias mundialistas en el campo de las tristezas. Son 36 años, pero no 36 años de tristeza. Por entretejidos que las ciencias sociales en ocasiones desentrañan y en otras descuidan, por comportamientos que la sociedad ejecuta más de lo que analiza, habita ahí algo de una potencia extraordinaria, un punto de encuentro, una alegría que no reside únicamente en meter más goles que el adversario sino en tener un lazo con más, con muchos y con muchas más, con una ruta que encadena unos cuantos pasados y acaso algún futuro. «Banderas en tu corazón/ yo quiero verlas», arranca «Juguetes perdidos». ¿Será eso?
Millones de individuos que todavía no vieron campeón del mundo a la selección argentina, salvo entre los torneos sub, nacieron después de 1996, cuando el Indio y Los Redonditos de Ricota anidaron su tema «Juguetes perdidos» en Luzbelito, su disco séptimo. Esas y otras muchísimas personas decodificaron la letra de mil maneras y, en general, afuera de las sensaciones futboleras. Sin embargo, el final de una estrofa célebre dice: «Cuando la noche es más oscura/ se viene el día en tu corazón». Así que vaya a saber. Cierto que 36 años son una franja en la historia. Cierto, además, que no todos los juguetes perdidos están perdidos para siempre. 

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