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La memoria del básquet

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En el Luna Park, sede del primer mundial, el seleccionado conquistó el torneo de la mano de Oscar Furlong y otras figuras. El camino a la gloria y la persecución política de la autodenominada Revolución Libertadora que frenó el crecimiento de la disciplina.

Gesta. El equipo albiceleste derrotó a Estados Unidos en la final y conquistó el torneo invicto.

Oscar Furlong es también el hombre que no quiso jugar en la NBA. Era 1948, tenía 20 años y había sido la figura del básquet argentino en los Juegos Olímpicos de Londres, donde la selección dio batalla ante Estados Unidos, que se llevó el triunfo por solo dos puntos y al final se quedaría con el oro. La Argentina volvió de esa experiencia con la frente en alto. Furlong, según contó en distintas ocasiones, recibió varios telegramas con ofertas. Uno de Dallas. Otro, de Minneapolis Lakers, el campeón vigente. Furlong, que jugaría años después en el básquet universitario de Estados Unidos, rechazó las propuestas. Decidió quedarse en su país, en el cual dos años más tarde tendría revancha. Furlong, en definitiva, lideró a la selección campeona mundial luego de derrotar en la final a Estados Unidos. Fue el 3 de noviembre de 1950 en el Luna Park. Se cumplen 70 años en este 2020 de pandemia. La primera gesta del básquet argentino, también una de las líneas de tiempo más oscuras del deporte.  
«Ni la NBA era lo que es ahora, ni yo tenía en mi cabeza la posibilidad de vivir del básquetbol. Yo jugaba porque me gustaba, nada más», diría Furlong, según relatan los periodistas Germán Beder y Alejandro Pérez en el libro El oro y el aro. Su historia es parte de una paradoja. La empresa familiar de transporte, contaba, había sido expropiada durante el primer gobierno de Juan Domingo Perón. Pero derrocado Perón, con la dictadura de Pedro Aramburu llegó el castigo a Furlong y a sus compañeros, los campeones del 50. Aquella selección fue la antecesora de la Generación Dorada. Pero esa construcción, no solo del básquet sino de todo el deporte argentino, se derrumbó por la autodenominada Revolución Libertadora. Fue, en los términos más suaves, una desperonización. En rigor, sin embargo, lo que sucedió fue una persecución abierta a los atletas que habían ganado títulos empujados por las políticas deportivas del peronismo. El genocidio deportivo, fue denominado por algunos historiadores.

Desde la base
Jorge Canavesi era profesor de educación física. Fue durante años director técnico de Gimnasia y Esgrima de Villa del Parque. Con la llegada de Perón, quedó al frente del Instituto Nacional de Deportes. Hasta que se hizo cargo de la selección y entonces propuso federalizarla. Tenía la base en el propio club que dirigía: Furlong, Roberto Viau, Jorge Nure, Raúl Pérez Varela y Omar Monza. Canavesi recorrió las provincias en busca de más jugadores. Armó un equipo fuerte cuyo primer paso fue Londres 48. Con ese envión, Argentina conquistó su primer y único mundial de la historia. El entrenador tenía unos 200 jugadores como parte de la preselección. Organizó partidos para pulir el grupo. Primero fueron 100, después 50 hasta que llegaron a 30. Eran tiempos en los que la precariedad ganaba terreno. Pero el Estado ayudó. Durante los tres meses de concentración en River, los jugadores tuvieron todo, desde un ortopedista hasta kinesiólogo. Y estaban licenciados de sus trabajos sin dejar de cobrar salarios.
En la preparación, Canavesi aplicó táctica y disciplina. Estaba atento hasta del aliento de sus basquetbolistas. Si algunos habían fumado en la tribuna alta de River se pasaban naranja por la boca para que el técnico no se diera cuenta. Son detalles que se recuerdan como anécdotas décadas después. Canavesi les ponía marchas militares y también canciones de Atahualpa Yupanqui. Pero nada frenaba las seis horas de entrenamiento diario que dejaba exhaustos a todos. Lo físico también sería fundamental para afrontar el Mundial. Así pasaron Francia, Brasil, Chile, otra vez Francia, y Egipto. Hasta que llegó el partido definitorio con Estados Unidos, que puso en la cancha a un conjunto reforzado de Denver Chevrolet. Eso, para muchos analistas, le restaba mérito al triunfo.
Más de 20.000 personas cantaron el himno frente a los campeones en el Luna Park. Y encendieron diarios en marcha desde la avenida Corrientes hasta Callao. La Noche de las Antorchas, como se la conoció, incluyó flores desde los balcones al micro que llevó a los jugadores desde el estadio del bajo hasta River, el lugar donde se habían preparado. El capitán del equipo, Ricardo González, que jugaba en Palermo y era socialista, le dedicaba el triunfo al pueblo argentino. Igual que otros de sus compañeros, González no era peronista. No le dedicaba el triunfo al General como otros atletas. Perón los recibió en la Casa Rosada. El código del aficionado en el básquet prohibía el profesionalismo. Perón les preguntó, sin embargo, qué necesitaban, con qué podía ayudarlos para que el retiro, cuando llegara, no los arruinara. Algunos pidieron una orden para importar un auto, algo que no estaba permitido. El resto se sumó. Nadie se compró el coche, pero hicieron un dinero al vender esos permisos.

Contra el olvido
Después del golpe militar, la dictadura abrió la Comisión Investigadora de los Deportes Nº49. Los campeones tuvieron que declarar de a uno en las oficinas de la Confederación Argentina de Básquetbol, la CABB. Los interrogaban los mismos dirigentes que hasta hacía un tiempo estaban con ellos. ¿De qué se los acusaba? De haber cobrado a cambio de jugar, de ser profesionales. No lo eran. Pero las preguntas de la comisión también iban por otro lado, como haberse puesto una corbata negra en Helsinski 52 por la muerte de Eva Perón. A la orden para importar un auto, los inquisidores la utilizaron para señalarlos por supuesto contrabando. Fueron declarados culpables de un delito no dicho: haber sido campeones durante el peronismo. La CABB los suspendió de por vida. Otros atletas, como Delfo Cabrera, también pasaron por lo mismo. Ellos habían sido campeones mundiales, semifinalistas olímpicos en Helsinki 52 y dos veces subcampeones panamericanos en 1951 y 1955. Sus carreras se arruinaron. Recién once años después les levantaron el castigo, pero el daño estaba hecho.
«Si los yanquis hubieran tenido algunos de estos equipos habrían hecho 704 películas. Los tipos habrían sido glorias infinitas y eternas en el imaginario popular. Tendría cada uno una estatua, una gigantografía en la universidad donde hubieran ido, algo que los recordara. Acá lo que nosotros hicimos fue taparlos, lo que se hizo acá fue cascotearlos, lo que hicimos fue olvidarlos. Fue pasarlos por la picadora de carne. Nunca más pudieron jugar», dice Emilio Gutiérrez, sociólogo y entrenador de básquet, en un tramo de Tiempo muerto, el documental dirigido por Iván y Baltazar Tokman.
Cada uno, a su modo, siguió con su vida. Furlong, incluso, refundó su empresa familiar en 1959. Y se refundó a sí mismo. Se dedicó al tenis. Fue doblista, capitán de Copa Davis entre 1966 y 1977 y dirigente de la asociación. Desde 2007, entró en el Salón de la Fama. Lo mismo ocurrió con Ricardo González dos años después. Aunque la contradicción sigue estando en el reconocimiento a sus verdugos, a dirigentes como Luis Martín, que ingresó al Salón de la Fama el mismo año que González, y a Amador Barros Hurtado, el interventor de entonces, cuyo retrato permanece en la CABB. Fueron ellos los responsables del olvido. Aunque el tiempo haya curado algunas heridas. Como dijo González en la sede de la FIBA: «Esto reivindica a mis compañeros». A su manera, también lo hizo la Generación Dorada más de cinco décadas después.