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Menotti, ese legado poético

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Ariel Scher

Refundó el seleccionado argentino en la década del 70, pero el entrenador fue mucho más que triunfos deportivos: con su filosofía enseñó que el fútbol es identidad y patrimonio de los pueblos.

Gran conductor. El DT en una conferencia de prensa dirigiendo al seleccionado nacional, en 1978.

Foto: Getty Images

El Flaco Menotti respiraba el fútbol como si el fútbol fuese aire, paladeaba el fútbol con una frescura idéntica a la del agua y habitaba el fútbol con el fuego que solo resulta posible si hay amor. Todo eso lo tornaba cautivante, magnético y, en especial, único. Pero, aunque cueste creerlo y sin exagerar ni un poquito, ni tanto aire ni tanta agua ni tanto fuego eran lo mejor. Lo mejor y bastante más que mejor era otra cuestión, algo que le flotaba en cada entrenamiento, en cada entrevista, en cada reflexión que antecedía o cerraba un partido, en cada atmósfera enjaulada por el humo sin fin de sus puchos, en cada exposición asombrosa, en cada mesa de cada bar, en cada cita que integraba a los penales con la música y a los córners con la literatura y, sobre todo, en cada equipo de los que parió y acarició como a unas criaturas, sus criaturas queridas. Lo mejor era poner a ese aire, a esa agua y a ese fuego ocupando todo lo que fuera tierra futbolera. Lo mejor era esto: Menotti entendía y enseñaba que el fútbol era un arte que les pertenecía a los pueblos. Que el fútbol era un poema. Y recitaba ese poema como nadie.
Así fue que le edificó teoría a la riquísima tradición que comenzó a aprender en los potreros de su Rosario, le modeló cuerpo ideológico a la belleza y a la pasión de las que se nutrió en su recorrido como futbolista elegante y le dedicó a la pelota, tanto en el sudor del trabajo en muchos clubes como en el verbo de cien mil charlas, un compromiso del que jamás tomó distancia. «La frase “ganar como sea” me parece irrespetuosa», decía, por ejemplo, porque reconocía que en esa brevedad, quizás provocadora, debatía el fin pero también los medios. O porque, además, esa afirmación incluía la ambición del triunfo pero también la de la estética. Detrás de esa sentencia –y de muchas otras muy suyas–, habitaba una comprensión con la que deslumbró a muchísimos e irritó a unos cuantos. Síntesis del Flaco, de su causa, de su ardor inmenso, de sus certezas de que no todo daba igual: «Se puede perder un partido, pero lo que no se puede perder es la dignidad por jugar bien al fútbol». Ahí latía y hacía latir, ahí iluminaba y sembraba nuevas luces: el fútbol no es la existencia completa pero, mucho menos, constituye una cápsula disociada del resto de la existencia porque lo que se pone en movimiento entre dos arcos no está y no puede estar lejos de la manera en que se asume vivir.

Aquella primavera del 73. Homenaje a Menotti en el Palacio Ducó. Construyó un Huracán lujoso y ganador que revolucionó el fútbol argentino.

Foto: NA

Un lugar en la cultura
Cierto es que Menotti trastocó al fútbol de la Argentina cuando se hizo cargo de la selección en 1974, luego de su Huracán dulce de 1973, y reordenó piezas que cimentaron la ruta (una ruta que hasta ahí venía muy agujereada) para una organización competitiva y sistemática que gravitó no solo en el Mundial campeón de 1978 –sobre el que el Flaco, a través de las décadas, debió hablar mucho de la consagración y del contexto criminal en el que se cristalizó esa consagración–, sino en todo lo que vino después. Sin embargo, pensarlo desde ese aporte o desde los títulos que consiguió portaba tanta exactitud como incompletitud. Lo medular en Menotti residía –y seguirá residiendo– en lo conceptual. Hasta que irrumpió en la escena mediática, nadie expresó con semejante resonancia que el fútbol no consistía en un divertimento llegado desde la nada sino que era la consecuencia de lo que miles y miles de pibitos, con más o menos brillo, habían desparramado por los rincones de la patria para construir una identidad, un lugar donde ser, una cultura. «No miren al palco, miren a las tribunas que ahí está su gente, nuestra gente», les pidió a sus jugadores en circunstancias culminantes, convencidísimo de que los señores apoltronados en escritorios que concedían poder y figuración solo ejercían de expropiadores de algo que era propiedad de millones de ojos sin fama y de millones de corazones anónimos. 
Muchos de esos ojos y de esos corazones se sintieron interpelados por esa voz, por esa fuerza, por esa seducción, por esa inteligencia, por alguien que poseía un saber enciclopédico del juego pero enfatizaba que saber del juego implicaba saber mucho más que del juego. Y porque ese alguien alzaba banderas que el fútbol tenía pisoteadas o perdidas y trataba de que volvieran a flamear. O mucho más: porque ese alguien reivindicaba el pasado del fútbol para inyectarle al fútbol una ilusión de presente y de futuro, que es un modo mayúsculo de plantear que sin historia no hay nada. Nadie anda ni cerca de las perfecciones y Menotti tampoco, pero, aún navegando adentro del mar complejo de la industria del espectáculo de las canchas, se prometió no desembarcar en los puertos que detestaba y lo logró. Lo logró, sí, en sus edades de victoria y lo logró, más todavía, en sus tardes de derrota, en las que no tuvo ni un renuncio a lo que consideraba esencial. Incontables futbolistas lo percibieron como un maestro por comportamientos que incluían y excedían a las virtudes sobre el césped, incontables personas sueltas interpretaron que ese señor de huesos largos y oralidad encantadora predicaba a favor de la creatividad, de la libertad como experiencia deportiva y colectiva y de la imaginación para transformar esa prédica en práctica y en palabra. Si eso no es aire, y agua, y fuego, y tierra, y fútbol, ¿qué cosa en una vida lo es?
Todos los tiempos son tiempos difíciles y este tiempo, hecho de pérdidas y de incertidumbres, ratifica y profundiza la dificultad. Pero ningún tiempo difícil es suficientemente difícil como para borrar la consistencia de un legado capaz de instalar que hay un arte entre las artes que les pertenece a los pueblos. Flaco e inolvidable, Menotti hizo eso. Desde ahora, también él es un poema.

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