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Pequeño gran maestro

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Ariel Scher

El argentino Faustino Oro, de solo 10 años, sobresale en el alto nivel. Entre el genio y el prodigio, especialistas de la ciencia y el juego analizan un fenómeno que emerge como inexplicable.

Para los libros. Radicado en Barcelona, Faustino se convirtió en el Maestro Internacional más joven de la historia.

Foto: @CAD_Deportes

Mario Villanueva lleva una vida saludando a peones y a reyes, descifrando los misterios y las lógicas que respiran en un tablero y tratando de abarcar todas las invitaciones que sobrevuelan a una fascinante y larguísima experiencia humana que se llama ajedrez. Es jugador y es entrenador. Y es un tipo perplejo. Hace un año y dos meses trabaja, junto con otros docentes, con Faustino Oro, argentino de apenas diez calendarios, que a finales del último junio se transformó en el Maestro Internacional más joven de la historia y que, antes de eso, había vencido en partidas rápidas al noruego y campeón mundial Magnus Carlsen y al estadounidense Hikaro Nakamura, segundo en el escalafón planetario. Creer sin reventar. Preguntarse sin poder contestar. Ese niño despliega lo que no pueden los niños y casi no pueden los adultos. O lo que abrevia Villanueva desde su asombro: «Imaginate que le das a un nene de cinco años una hoja para que escriba su nombre y, de golpe, está despejando X en una ecuación. Estamos frente a eso. A veces te olvidás de que es un chico porque, en el momento de estudio, lo sentís un jugador profesional».

«Vivir es mágico y enteramente inexplicable», anotó la gran escritora brasileña Clarice Lispector en su novela Un soplo de vida. Pero Faustino emerge como lo inexplicable dentro de lo inexplicable.

Al menos, así es percibido en el interior del ajedrez, una actividad que necesita o hasta reclama el estudio intensivo, aquello que Villanueva bien denomina «las habilidades que son fruto del trabajo y de la práctica y que se ejercen a partir de la asimilación». Oro actúa por otra ruta: la intuición. Pablo Zarnicki, quien fue campeón mundial juvenil de ajedrez en 1992, cuando tenía 19 años, asume la dimensión de lo inexplicable desde su triple condición de gran jugador, periodista y estudiante de psicología al borde de la graduación. «No sabemos cómo puede ser posible –sentencia–, pero lo que sí sabemos es que Fausti ama el ajedrez, tiene una memoria difícil de cuantificar y mucho mayor a la del resto de los mortales, se esmera en desarrollarse todo el tiempo, está convencido de que puede ser el mejor del mundo, disfruta el ajedrez como un nene de su edad, calcula bien, se lo percibe muy preparado en aperturas y –con un equipo de entrenadores que respalda a su descubridor, Jorge Rosito– evoluciona a velocidad extrema en su ajedrez posicional y en su entendimiento del juego. Todo mérito suyo».

Como relámpago
Ahí anda Faustino mientras mucha humanidad lo mira sin comprender: hincha de Vélez, hijo de Romina y de Alejandro, descubridor del ajedrez en el medio de la pandemia, parecido en muchas cosas a infinitos pibes que transcurren la década inaugural de la existencia, muy diferente de ellos porque sus relámpagos ajedrecísticos ya lo mudaron a Barcelona bajo el argumento de que su talento sin pisos tampoco se choque con techos, sujeto de la atención por parte de la industria periodística y, sobre todo, alguien que sonríe cuando empuja en la dirección exacta a sus piezas. Desdibuja fronteras con sus caricias inspiradas a las torres y a los alfiles pero suscita, también, deliberaciones que exceden a las 64 casillas y que desafían a la ciencia entera y a la reflexión no ajedrecística. Aunque esas deliberaciones, en este tiempo, resuenan siempre en torno del mismo foco, ese sobre el que los maestros de ajedrez confidencian respuestas ausentes, incluso el multicampeón Gary Kasparov, más rey que los reyes del tablero, quien entrecruzó el nombre inglés del juego con el apellido de un supercrack argentino de la pelota para rebautizar a Faustino: «Chessi», otro Messi. Este es el foco: ¿cómo aparece alguien así?

El biólogo Fabricio Ballarini, especialista en estudios sobre la memoria, conjetura: «Muchas veces, en casos como este, es más determinante el don o la facilidad de fascinarse con un tema y darle y darle y darle que las redes neuronales. Más allá de que deben existir muchos Messi que nunca jugaron al fútbol o muchos nenes que nunca jugaron al ajedrez, suele establecerse que el genio es aquel que lo hace de forma espontánea. Y no: en muchas actividades, ni hablar que en el ajedrez especialmente, hay mucho de memoria, de archivo. Y, desde luego, de perseverancia, de motivación».

Partida exitosa. El argentino vence al estadounidense Hikaru Nakamura, número 2 del mundo, en julio.

«¿Se puede hablar de genio?», se interroga el físico y divulgador científico Andrés Rieznik. Y desmenuza una respuesta que entreteje riquezas: «Sí. Las palabras son polisémicas y admiten muchos significados. Si uno define “genio” como una persona que es la mejor en aquello en que muchísimos pretenden ser buenas, podemos decir “es un genio” con Messi, con Faustino Oro o con Madame Curie. ¿Por qué algunas personas son genias? Es una pregunta fascinante para todos aquellos que estamos en la ciencia. Tiene que ver con tener mucha suerte en la lotería genética, mucha suerte en la lotería que no es genética (casualidades, cosas que te ocurren y que alimentan esa propensión genética), una crianza que permite florecer y, por último, una capacidad de trabajo, de foco o de concentración que los transforman en lo que son. Se es genio en algo, no en todo: la mamá de Oro cuenta que a él le cuesta mucho aprender el inglés. Hay muchos tipos de inteligencia. Algo más viendo el caso de Faustino: las modernas formas de aprendizaje parecen ser mucho más eficaces que las anteriores».

En otra dimensión
César R. Torres, filósofo argentino especializado en deportes, viene impactado por la irrupción de Oro y matiza ciertas afirmaciones: «Los niños y las niñas que muestran un talento excepcional y prematuro son comúnmente calificados como genios y genias. ¿Lo son? Quizá valga la distinción entre prodigiosidad y genialidad. La primera se relaciona con la posesión de una cualidad en un grado superlativo, la segunda es la capacidad de utilizar esa cualidad para crear e innovar. Si esta distinción tiene mérito, se podría decir que casos como los de Faustino demuestran prodigiosidad, pero no necesariamente genialidad. Aunque es probable que muchos y muchas estén encaminados y culminen en genialidad». Pero su análisis gira hacia otra dimensión poco abordada, acaso por lo contracultural, quizás por antiexitista: «Los casos como el de Faustino Oro son, en general, celebrados acríticamente. Sin embargo, al tratarse de gente en la infancia, esos casos plantean la cuestión de la responsabilidad adulta frente a la prodigiosidad infantil tanto en el ajedrez como en otras prácticas sociales. ¿Debe maximizarse el talento excepcional y prematuro? ¿Incluso si se ponen en riesgo algunos de los bienes propios de la niñez y la preparación para la vida adulta? ¿Es posible combinar el desarrollo de la prodigiosidad infantil con una formación para el ejercicio pleno de la autonomía personal?». Conoce Torres que hay mil desenlaces posibles –felices o no– a su pregunta, pero que el lío central es que esa pregunta no sea formulada. 

«Todo por un clásico, apenas. Un partido de fútbol, simplemente», se azora el Negro Fontanarrosa en su cuento «La observación de los pájaros». Inevitable desplazamiento aquí, alrededor de Faustino: todo por el ajedrez.

«En su grave rincón, los jugadores/ rigen las lentas piezas. El tablero/ los demora hasta el alba en su severo/ ámbito en que se odian dos colores» comienza el más célebre poema dedicado al ajedrez. Lo enhebró Jorge Luis Borges, ese Borges que, en Literaturas germánicas medievales, explora (en sociedad con María Esther Vázquez) sus lecturas y vuelve sobre la Edda Mayor, que da cuenta de las mitologías y las heroicidades nórdicas, para evidenciar un deslumbramiento cuando la vida retorna a ser vida después del fin del mundo. Allí, en ese mundo que se empecina en rehacerse, en no acabarse, sobre el pasto resurgido se esparcen, fundamentales, las piezas de ajedrez. No de un ajedrez cualquiera. El ajedrez es de oro. Justo oro o justo Oro. Como Faustino. Si lo avisa Borges, qué decir. Jaque mate. Creer sin reventar.

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