25 de noviembre de 2024
«Dale, campeón», el grito de un largo viaje por la historia que se activó con la obtención de la Copa Sudamericana. Postales en celeste y blanco de una consagración rutilante.
Sentido de pertenencia. Gustavo Costas, un emblema de La Academia, festeja uno de los goles del triunfo sobre el Cruzeiro de Brasil.
Foto: Getty Images
En la fugacidad exacta que sigue al gol de Roger Martínez, al tercero, al de la certificación de que ya no camina por el suelo sino por el cielo, Pablito descubre que si se muere ahí, precisamente ahí, ya está hecho, no le importa. Y en la brevedad posterior, la de Gaby Arias y Leo Sigali alzando la copa, lo que descubre es lo mismo y lo contrario, que no se muere nada, ni esa vez ni ninguna otra vez, que a partir de este flash del devenir humano todo lo de alrededor y él viven para siempre. Y tampoco le importa. No le importa nada. Ni morir y vivir ni vivir y morir. Lo que le importa es que Racing es campeón de la Copa Sudamericana, que gana una final internacional después de 36 años y después de veinte abismos y después de cien sonrisas, que Racing gana esa Copa y él tiene el cuerpo en el estadio La Nueva Olla de Asunción, como podría tenerlo en el Cilindro de la Avellaneda tan suya, en el living del hogar en el que creció o en todas y en ninguna parte.
Porque vivir y morir se muere y se vive por y para unas cuantas cosas que a veces se detectan y a veces pasan de largo, pero esta, esta aventura de tener una identidad que se llama club, una pasión que se llama equipo, un juego que se llama fútbol, no pasa de largo, no puede pasar de largo. Y, claro, no resuelve la condición conflictiva de la existencia, de la existencia con frecuencia jodida, de la existencia encadenadamente injusta, de las explotaciones hondas y horrendas, pero sí desmantela las rutinas, los aburrimientos, los sinsentidos, las derrotas cotidianas frente a las tramas que hacen que un individuo ande gris o agobiado o sin horizontes. Lo logra porque implica un acto consecutivo de amor y porque el amor no es lo único pero cuánto vale el amor. «Dale campeón», truena y balbucea Pablito y no necesita decirse que en esas dos palabras cabe un río fresco, entrañable, dulce y muy grande, más grande que lo grande, algo que le parece, tal cual, más grande que la vida y más grande que la muerte.
Asunción. Con el arquero Gabriel Arias a la cabeza, el plantel levanta la ansiada copa, luego de 36 años sin éxitos internacionales.
Foto: NA
Ser con otros
Luego, Pablito va por la hora trece de las veintidós horas que exige su viaje de retorno. De más de un retorno: de Asunción a Buenos Aires en un ómnibus repleto, de no entender nada a tratar de entender en qué consiste tanta felicidad, de abrazarse en un estadio con sus hijos, con sus conocidos y con sus desconocidos, a cantar junto con los del asiento de acá y de más allá porque a esos compañeros de ruta ya los percibe como tres cuartos hermanos, de la tensión al alivio, de esta vez puede ser a esta vez «es es es», de aventurar vaticinios sobre quiénes harán los goles a desgargantarse con los que metieron Martirena, Maravilla Martínez y Roger, de soñar a Racing campeón de la Sudamericana a cerrar y a abrir los ojos en doscientos parpadeos para corroborar que Racing ya es campeón de la Copa Sudamericana. Pablito es uno de miles. De miles y más miles. De gente y gente en celeste y blanco que pega la vuelta de una ciudad a otra, luego de haber hecho exactamente cualquier ruptura de la lógica para obtener una entrada y para escalar hasta la capital de Paraguay dejando atrás provincias y senderos o racionalidades y rezos, pero sabe que de ciertas experiencias no se vuelve porque se amarran a la memoria con forma de corazón. De esta experiencia, por ejemplo: tiene sabor de eternidad.
Pablito es hincha y socio de Racing desde los días de sus primeros recuerdos. De la consagración de Racing en la Supercopa de 1988, el título internacional último del equipo, guarda el eco del eco, lo que le narraron, el cuento de una abuela que le refirió durante muchas tardes esa hazaña. Ahora apila material desbordante para confeccionar relato propio en la instancia en la que le toque ser abuelo. Desmenuzará en inacabables sobremesas la tarde sofocante en la que su Racing se impuso por 3 a 1 al Cruzeiro de Brasil. Que «de la mano de Costas, la vuelta vamo’ a dar», que en la final Santiago Sosa transformó a la pelota en un juguete fácil, que Maxi Salas desparramó un sudor dorado, que Bruno Zuculini –pichón del club– entró en el fragmento de cierre para ordenar desde la pertenencia y la lucha a un partido que se iba poniendo bravo, que Juanfer Quintero se las ingenió para reconciliar a la poesía con el fútbol, que de la mano de Costas no solo vino la vuelta sino que vino Costas, que acarició a cada jugador, a cada hincha, a cada centímetro de sus ropas de Racing. Eso: vino Costas, un distribuidor y un colector de afectos no solo de Racing, que salió campeón de la Sudamericana y, sobre todo, salió y saldrá campeón de la identidad porque, no por casualidades, ejerció como mascota del Racing campeón del mundo en su infancia de la segunda mitad de los sesenta, como jugador en algunas edades fuleras y también en aquella Supercopa de fiestas, como entrenador en este ratazo noble de la historia, como hincha en cada poro.
Pasión y color. La hinchada de Racing en el estadio La Nueva Olla.
Foto: Getty Images
Desde el alma
Fenómeno complejo, acontecimiento dominante en el espectáculo de esta era que espectaculariza incluso al fuego y al agua, el fútbol cobija espacios en los que proclama que, aunque lo organicen corporaciones y multinacionales con poderes concentrados, continúa conmoviendo como un hecho de los pueblos. Pablito, pintado de celeste y blanco, en una cancha colmada y rugiente o en un sillón de un bondi dentro del que ya no encuentra cómo acomodar los huesos y hasta se desinteresa de si aún posee huesos, transparenta, junto con tantas y con tantos, eso mismo. Y no exagera: son los pueblos los que ríen y los que lloran porque una pelota les desplaza eso a lo que se suele denominar alma. Son los pueblos y esos pueblos edificaron los juegos y los clubes. Y a Racing, en 1903 y rumbo a todos los futuros, por supuesto. Pablito no teoriza porque esto que siente, que ahora siente, es la gloria. Y porque a la gloria –o al intento por buscarla, que es casi lo mismo– se la entona, se la danza, se la mima, se la ubica en los libros personales y colectivos que no se caen jamás de ninguna biblioteca. Pero sabe Pablito que la gloria consiste en eso que le desordena la sangre y le ilumina las manos y los pies: en cada porvenir será ese que salta por encima de la vida y de la muerte durante el gol de Roger y durante el encumbramiento de la copa que sostienen Arias y Sigali, en cada porvenir será ese que comprueba que la gloria es más gloria cuando hay otros y hay otras bañados en la misma situación, en la misma gloria. Así que Pablito perdura en el aire. Que la vida y que la muerte se bajen de sus pedestales. Ahora, en un ahora irrompible, en un ahora invencible, en una ahora que se las arregla y se las arreglará para ser ahora hasta el fondo de los tiempos, sucede algo más relevante y lo que hace Pablito es retornar de Asunción a Buenos Aires, retornar a los muchos retornos posibles, mientras confirma que su Racing lo envuelve hasta el infinito, mientras saca fuerzas desde alguna víscera, desborda una sonrisa luminosa y truena y balbucea, de nuevo, de nuevo, de nuevo, «Dale, campeón».