25 de octubre de 2022
Pese a sus cracks, el fútbol de la región lleva 20 años sin ganar la copa. Del Río de la Plata a Brasil, las razones del retroceso en medio de ilusiones intactas.
Última alegría. Cafu, estrella de Brasil, lidera el festejo tras la conquista del pentacampeonato en el mundial de Corea Japón 2002. Fue victoria por 2 a 0 ante Alemania, en el Estadio Internacional de Yokohama.
FOTO: SCORZA/AFP/DACHARY
Casi en la última hora japonesa del 30 de junio de 2002, Denilson hizo flamear la bandera de Brasil con la que celebraba un sueño: ser campeón mundial. Mientras algunos de sus compañeros rozaban o besaban esa bandera, él estaba fresco porque había pisado el césped del estadio de Yokohama recién en el minuto 90, cuando entró para sustituir a Ronaldo, la gran figura del triunfo frente a Alemania, autor de los dos goles del 2-0 nítido. En eso, una voz le tronó en el oído derecho: «Denilson, Denilson, quiero la bandera de recuerdo. Soy fotógrafo, soy argentino, soy sudamericano».
Denilson enfocó el cuerpo robusto de Alejandro Gómez, un reportero gráfico que llevaba dos meses atrapando instantes sobre el suelo de Japón, asumió que era brasileño y sudamericano y, con una sonrisa del tamaño del Monte Fuji, le entregó para siempre esa bandera.
Ni uno ni otro –ni tampoco la humanidad– sabían o siquiera intuían que en las siguientes dos décadas habría mundiales pero ya no sudamericanos campeones.
Primera brevedad: Italia ganó el Mundial 2006 en Alemania luego de imponerse a Francia en los penales, España se llevó el Mundial 2010 en Sudáfrica con aquel gol luminoso de Iniesta contra los todavía holandeses, Alemania conquistó el Mundial 2014 con un tanto de Gotze en el minuto 113 frente a Argentina, Francia se encumbró en el Mundial ruso de 2018 con una victoria por 4 a 2 sobre Croacia. Segunda brevedad: cuatro mundiales hubo después de 2002, con cuatro campeones europeos, tres subcampeones europeos y un subcampeón sudamericano.
Tercera brevedad: si se recuentan los semifinalistas de esos cuatro mundiales, solo Uruguay en 2010 y Argentina (aquellos penales felices contra Países Bajos) y Brasil (aquel 1-7 aún increíble de Alemania) en 2014 se hicieron un espacio como oposición a una avalancha europea.
Cuarta brevedad y en forma de pregunta: ¿Por qué?
Un cuarto de siglo de residencia europea le permite al periodista argentino Rodolfo Chisleanschi esbozar una contestación: «Los europeos cambiaron su concepción del juego al influjo de las enseñanzas y los éxitos de Cruyff, Sacchi y algunos más. Dejaron de mirar con sospecha la habilidad natural sudamericana y la adaptaron al orden y a la búsqueda de eficacia europeas. Apostaron por trabajos a muy largo plazo y a la formación de entrenadores para que laburen en las escuelas que las federaciones abrieron o patrocinaron en los clubes para enseñar una idea general de cómo jugar».
Chisleanschi partió de su patria en la segunda mitad de los ochenta, con la selección celeste y blanca como reina del mundo, y retornó en la segunda década del siglo XXI con ese título vuelto un logro sin reiteración. En el medio, el fútbol se solidificó como entretenimiento y como negocio global en el contexto de una existencia también global. Y, en esa dinámica, las asimetrías entre Europa y Sudamérica se ahondaron. Asimetrías de recursos económicos, sí. Pero también de cómo esos recursos económicos –mayores o menores– son aprovechados (o no) para obtener grandes resultados en esta época.
Más allá de la suerte
Casi en una sintonía análoga a la de Chisleanschi, se pronuncia Jorge Valdano, quien algo sabe de mundiales: «En Argentina, la academia estropeó una cultura hecha de gambetas y de jugadores imaginativos. El tránsito de la calle a la academia no ha sido el mejor en este país». Cierto: el fútbol se academizó, se despotrerizó, se tornó un espacio en el que miles y miles de pibes ingresan tempranísimo a un túnel que los llevará a los escenarios resonantes o, mayoritariamente, a ninguna parte. Un iceberg de ese viaje son las selecciones nacionales. Allí también parece observarse el contraste entre un continente que acumula vueltas olímpicas y otro continente dedicado a añorarlas.
Un contraargumento consistente: Messi es argentino. Y Neymar es brasileño. Y Luis Suárez es uruguayo. Y los tres, además de compartir una delantera inolvidable del Barcelona, nacieron en el costado del Atlántico que apila dos decenios sin títulos mundiales. Todavía más: esos cracks no son aislados, de ninguna manera, sino parte de un conglomerado de figuras codiciadas, contratadas y apropiadas por los equipos de Europa. Se trata de contraargumentos tan válidos como válido es responder que Sudamérica sigue pariendo enormes futbolistas –incluso, una vez más, al mejor de todos–, pero esos futbolistas son una minoría no reducida y destacadísima en medio de una mayoría de talentos europeos que compiten permanentemente entre sí y en el máximo nivel. Esa mayoría abastece a las selecciones europeas. A las que salen campeonas, subcampeonas, semifinalistas y más.
Luego de una vida trabajando con Diego Maradona dentro y fuera de los mundiales, el profesor Fernando Signorini apunta a un fenómeno estructural: «Más allá de que Argentina tuvo mala suerte en la final de 2014, la ausencia de títulos forma parte de un brutal deterioro del juego en esta parte del mundo, inclusive a pesar de cierto repunte brasileño reciente. En Argentina, las causas profundas, entre otras, son la evidente desorganización de la actividad, unas divisiones inferiores llenas de imposiciones y sin permitir el crecimiento de los chicos, la preponderancia del miedo (a perder, a la imagen, a no firmar el contrato), la corrupción. Hasta es más preocupante todo eso que no dar la vuelta olímpica en un campeonato del mundo».
Cuesta disociar el fútbol del universo de las suertes pero nadie sostendría que solo la suerte explica cuatro mundiales o veinte años que migraron las fiestas a otras partes. A eso apunta Signorini. Y eso es refrendado por otras miradas.
De banderas y esperanzas
Uruguayo, exfutbolista y narrador, Agustín Lucas procesa sin desmesuras el avance del calendario sin consagraciones: «A Uruguay le queda perfecta la utopía. Entonces cada vez está más aferrada a ella. No es conformismo, no es la tan bastardeada humildad. Es quizás un nuevo paradigma competitivo, aggiornado a los avatares profesionales de los tiempos que corren, y cómo corren. Y cómo juegan. Ese lugar profesional de altísimo nivel es lo único que puede acercarlo a la gloria máxima. Mientras, sabrá perder porque todo está estudiado. Y porque en el alimento de la hazaña, en el nuevo concepto de la garra, está esa utopía que nos hace caminar».
Experto en fútbol internacional, el brasileño Marcio Porto desmenuza los desencantos de su tierra: «Desde siempre, tuvimos grandes selecciones candidatas y, de cuatro en cuatro años, a traer la copa a casa. Sin embargo, la reflexión natural no impide una autocrítica que el fútbol brasileño debería hacer sobre sus dos últimas décadas. Hubo equipos que podrían haber vencido, sobre todo el de los cracks de 2006, pero es innegable que el juego evolucionó más en otras partes del planeta. Hay falta de respeto a los procesos, ausencia de inversión, problemas de organización en los torneos y descuido en la capacitación de profesionales de diversas especialidades».
Federico Jota, que edita el área de Deporte del diario O Tempo, de Belo Horizonte, añade: «El cambio de técnicos con perfiles diferentes, tanto en lo táctico como en la conducción, también influyó mucho en el mantenimiento de una trayectoria victoriosa porque imposibilita mantener un patrón. Es importante recordar, además, que, en 2002, el equipo era liderado por varios jugadores de superclase capaces de decidir partidos. Y eso se alteró en los últimos veinte años».
«Que veinte años no es nada», frasea Carlos Gardel en «Volver», justo «Volver» que es un tango alumbrado, con Alfredo Le Pera, en 1934, año de un Mundial esquivo para los sudamericanos y que ganó Italia en Italia.
Pero «Volver» también dice: «Guardo escondida una esperanza humilde/ Que es toda la fortuna de mi corazón».
Con esa esperanza, el reportero gráfico Alejandro Gómez cada tanto visita la bandera de Denilson que le regaló a Damián, uno de sus hijos, y sueña con conseguir, alguna vez, otra bandera campeona. Y sudamericana. En una de esas, de Argentina.