Informe especial | 40 AÑOS DE DEMOCRACIA

Cuando se reabrieron las urnas

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Daniel Vilá

La elección del 30 de octubre de 1983, con el inesperado triunfo de Raúl Alfonsín, marcó la concreción del camino hacia la recuperación institucional tras la dictadura genocida.

La Plata. Acto de campaña el 25 de octubre de 1983: en el estadio de Estudiantes habla Raúl Alfonsín.

Foto: Eduardo Frías/Archivo Acción

«Se va a acabar, se va a acabar, la dictadura militar», el cántico que comenzó a escucharse con fuerza después de la aventura de Malvinas se diseminó por los estadios de fútbol y los recitales de música popular en los últimos meses de 1982 hasta convertirse un en grito multitudinario. Un nuevo clima se respiraba después de los años de terror y muerte. Mercedes Sosa, de regreso de su exilio, llenaba una docena de veces el teatro Ópera y conseguir una entrada para su espectáculo era una tarea imposible. Los periódicos políticos comenzaban a aparecer tímidamente en los kioscos.
La Junta de Comandantes en Jefe había quedado disuelta de facto el 23 de junio debido al retiro de la Marina y la Fuerza Aérea como consecuencia del impacto de la derrota en las islas y el Ejército se apoderó del poder político con la designación del general de división Reynaldo Bignone, encargado de negociar elecciones que significaran una salida digna.
Todo indicaba que un peronismo reconstituido iba a revalidar su preeminencia histórica y que el radicalismo –en un comicio sin proscripciones– debería conformarse con una discreta performance. Pero una circunstancia que en su momento no parecía significativa habría de alterar ese diagnóstico: la victoria de Raúl Ricardo Alfonsín en las internas de la Unión Cívica Radical (UCR).
Nacido en Chascomús, donde dio sus primeros pasos políticos como concejal del distrito, Alfonsín había fundado en 1972 –bajo otra dictadura militar– el Movimiento de Renovación y Cambio (MRC), al frente del cual, y secundado por Conrado Storani, fue derrotado ese año por la Línea Nacional que lideraba Ricardo Balbín, pero superó largamente el piso del 25%. Diez años después se impuso ampliamente a sus adversarios internos motorizado por la dinámica Junta Coordinadora Nacional de la Juventud Radical.

Posicionamientos diferentes
El MRC había sostenido una posición muy crítica durante el período dictatorial que se expresó de manera explícita con la conformación de la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos, de la cual Alfonsín fue cofundador. Entre las víctimas de la barbarie ejecutada por las fuerzas armadas estaban el platense Sergio Karakachof, secuestrado y asesinado en 1976, los chubutenses Mario Abel Amaya e Hipólito Solari Yrigoyen, quien logró sobrevivir a un grave atentado, entre otros radicales. Balbín, en cambio, conservaba las buenas relaciones que desde 1955 mantenía con los militares. El MRC también se diferenció de las demás fuerzas políticas por su postura contraria a la guerra de Malvinas.
La campaña electoral se inició el 18 de agosto de 1983 y un mes después el gobierno militar decretó una autoamnistía a la que denominó «ley de pacificación nacional» con la cual pretendía preservar a los uniformados de las consecuencias de los aberrantes hechos ejecutados durante casi siete años. El candidato peronista Ítalo Argentino Luder –firmante durante su interinato en 1975 del decreto de «aniquilamiento de la subversión»– afirmó que la respetaría, Alfonsín, por el contrario, anunció que la vetaría. El crecimiento del alfonsinismo fue un reflejo de las expectativas esperanzadas de la sociedad, y sobre todo del sector juvenil ante una propuesta que planteaba la justicia social y el castigo a los principales responsables de los asesinatos, torturas y desapariciones, aunque excluía de las sanciones a los represores que se habían desempeñado en niveles inferiores.

Primera plana. Simpatizantes celebran la victoria radical.

Foto: León Hepner/Archivo Acción

Cinco millones de nuevos votantes engrosaron los padrones. La mayoría de ellos se entusiasmaba con la consigna de la Juventud Radical, «Somos la vida, somos la paz», y con un candidato que recitaba el preámbulo de la Constitución Nacional, convenientemente asesorado por un equipo profesional de publicistas que diseñaron, incluso, el particular saludo de los brazos alzados y las manos entrelazadas que se constituyó en un símbolo distintivo. El peronismo, por su parte, apeló a la identidad histórica y a consolidar la propia base, confiado en que tenía la victoria asegurada.
Para comprender la torrencial irrupción de la política tras la larga noche de los genocidas basta con señalar que los dos partidos políticos mayoritarios sumaron en el período preelectoral más de cinco millones de afiliados.

Campaña multitudinaria
El primer acto masivo del radicalismo renovado se realizó en la Federación de Box, un miniestadio con una capacidad de 3.500 personas que fue desbordada. Afuera, en la calle Castro Barros, una cantidad igual se esforzaba por escuchar el discurso de Alfonsín. Sucesos similares se fueron reproduciendo en distintas ciudades del país. El peronismo, por su parte, demostraba su capacidad de movilización en cada una de las actividades que encaraba.
En consonancia con el creciente respaldo ciudadano que se insinuaba, la UCR realizó en el Obelisco una concentración enorme –algunos estimaron que concurrió un millón de personas– y el peronismo ocupó dos días después el mismo escenario con una asistencia multitudinaria. Los diarios y revistas se ocupaban de realizar una contabilidad de las muchedumbres convocadas por las dos fuerzas enfrentadas, para intentar desentrañar el posible resultado. Un artículo de la revista Somos, señalaba: «Cuando Raúl Alfonsín o Ítalo Luder terminan sus discursos, la batalla de los cánticos pasa a otra más sutil pero no menos urticante. Es que los colaboradores de uno u otro candidato mueven las cifras de la concurrencia a los actos con tanto fervor que en muchos casos rompen las leyes físicas que dicen que todo cuerpo ocupa un lugar y solo un lugar en el espacio. También el axioma político que asegura que en un metro cuadrado no entran más de cuatro personas adultas». En este clima de febril entusiasmo, de discusión política en todas las esquinas, llegó al día esperado, el 30 de octubre. Desde algunas semanas antes, Alfonsín presentía su triunfo por un mínimo porcentaje, pero para la mayor parte de los observadores el peronismo era favorito.
El escrutinio fue lento, los datos llegaban a cuentagotas y en las respectivas sedes ambos contrincantes se proclamaban victoriosos. Pero a medida que ingresaban los datos oficiales que le daban una leve ventaja a la UCR, en el comité radical se observaba una alegría desmesurada. Los voceros del PJ aseguraban que se estaban demorando intencionalmente los datos del Conurbano, donde habría un aluvión de votos con su boleta, pero poco después de las 22 los lugares que ocupaban los dirigentes peronistas en el teatro San Martín fueron quedando desiertos. El resultado final fue sorpresivo hasta para los radicales, que lograron un decisivo 51,9%, 11 puntos más que el justicialismo.
El presidente de facto, Reynaldo Bignone, decidió adelantar al 10 de diciembre la entrega del mando previsto para el 30 de enero de 1984. Ese día, Alfonsín habló ante una Plaza de Mayo colmada y volvió a repetir, como tantas veces había dicho en la campaña, que «con la democracia, se come, se cura y se educa», una promesa que nunca se pudo cumplir. Pero esa es otra historia.

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