9 de septiembre de 2022
La parábola del poder monárquico: de los escándalos familiares a la incidencia de la Corona británica en la política y una fastuosidad que perduran hasta hoy.
Figura. Isabel II en el balcón del Palacio de Buckingham, durante las celebraciones del Jubileo de Platino, en junio de este año.
FOTO: MCKAY/POOL/AFP/DACHARY
Su tío, Eduardo VIII, había abdicado casi dos décadas antes: ¿para casarse con una plebeya, Wallis Simpson, o empujado por su afecto al nazismo? Asumió su padre, Jorge VI, quien murió el 2 de febrero de 1952. Desde entonces reinó Isabel II. Mientras era coronada en la Abadía de Westminster, el 2 de junio siguiente –en la primera ceremonia de asunción televisada en la historia de la realeza británica–, lejos de allí, Eduardo exclamó, mordaz: «Aceites y juramentos, orbes, cetros, símbolo tras símbolo, una inimaginable red de misterio y liturgia, tan difuminada que ni clérigos, ni historiadores ni abogados podrán desentrañar jamás. ¿Quién quiere transparencia cuando puede tener magia? ¿Quién quiere prosa cuando tiene poesía? Si apartas el velo ¿qué queda? Una mujer corriente de modesta capacidad y escasa imaginación. Si la envuelves y la unges con los óleos tienes ¡una diosa!».
Siete décadas después, en el castillo de Balmoral, un señorial palacio en la campiña escocesa de Aberdeenshire, tasado en 100 millones de libras esterlinas, fallecía Elizabeth Alexandra Mary, Isabel II, Reina del Reino Unido y de otros Reinos de la Mancomunidad de Naciones. Luego de la familia, la primera informada, según el protocolo, fue la flamante primera ministra, Liz Truss. Le llegó el mensaje en clave: «London Bridge is down» (cayó el puente de Londres). Avisó a las 54 naciones del Commonwealth. Recién ahí el Palacio de Buckingham lo haría público.
Tras 70 años, el himno volverá a ser «God Save The King», como cuando lo interpretaran por primera vez en Londres en 1745. El himno no convoca a romper cadenas y jurar con gloria morir. Tampoco habla de «la tierra de los libres y el hogar de los valientes», como el de su socio imperial. No habla de ciudadanos. El himno pide que «su reinado sea largo, que Dios salve al Rey». Grotesco para la comprensión republicana. Subyugante para las derechas de todo el mundo.
Símbolos de una era
Fieles a las leyendas de corsarios, se apropiaron de una frase original de los españoles y aseguraron por siglos que, dada su extensión, el británico era «el imperio donde nunca se pone el sol». Cuando Isabel II comenzó el reinado, Gran Bretaña conservaba una expansión más vasta que hoy, trasformado en un furgón de cola de Estados Unidos. Muchos historiadores consideran que ese reemplazo como la gran potencia global tiene un hito en la crisis del Canal de Suez (1956), tres años después de asumir ella. Una forma de contar la historia británica de los últimos 70 años es la de su pérdida de influencia. Por caso, en 1975, con un tardío ingreso a la Unión Europea, pasaba a ser integrante de un bloque influyente: luego del Brexit, ya no.
Otra visión es que la última reina realmente poderosa fue Victoria, su tatarabuela, quien murió en 1901 y que la debacle monárquica posterior fue solapada por Jorge VI con un hito: persuadir a Winston Churchill para ubicarse en la II Guerra con una clara convicción antinazi. Esa visión, que ratificó ella, ya como reina, tras el conflicto mundial, a pesar de aquella foto que apareció tiempo después, en la que su tío rey le enseña el saludo fascista. Isabel, poco más que una veinteañera, se sentó ante viejos lobos como aquél primer ministro que transitaba medio siglo en la ríspida política europea. Según sus biógrafos, esa experiencia resultó un aprendizaje esencial para su trayectoria, clave para mantener por décadas la popularidad ante un amplio sector pueblo británico. Aunque no todos. Ese prestigio que ahora parece correr riesgo con Carlos III.
Carlos Felipe Arturo Jorge de Windsor, su hijo de 73 años, será el sucesor. Asociado a los escándalos, no solo amorosos, siquiera por su vieja relación con Camilla Parker Bowles, paralela a la de Lady Di. No se olvidan sus negociados con Bin Laden, por caso. Ni hablar de su hermano Andrés, el bon vivant de la familia Windsor, el preferido de Isabel, apartado de la corona tras una bochornoso abuso sexual, enredado además con su amigo, el millonario pederasta Jeffrey Epstein, condenado por prostitución de menores, quien se suicidó en la cárcel.
La continuidad de la historia de una realeza que, no obstante, dio sustento a un régimen de monarquía parlamentaria –nacido tras la Revolución Gloriosa de 1688 que se opuso a los intentos totalitarios de Jacobo III–, cuando varios socios del continente consolidaron sistemas absolutistas y de concentración de poder personal. Aceptaron ceder parte del poder absoluto, compartirlo con el Legislativo, aún lejano a una democracia plena (los británicos eligen a sus Gobiernos, mientras es ella quien convoca al premier «a formar Gobierno») y que el sustento republicano siga derrumbado en esa Cámara de humillante linaje dividida en Lores y Comunes.
En los tiempos modernos, con la reina transitando una edad muy alta –aun cuando su fortaleza física, por caso, le permitía conducir una 4×4 a los 90 años: única ciudadana que no requiere registro para manejar–, sustentó un poder casi simbólico. Esa incidencia emblemática que no soslaya su peso sobre tantos temas, como por caso, el de conflictos como el de Malvinas, cuando avaló a Margaret Thatcher. O cuando fue protagonista en la guerra sucia contra el IRA o no dudó en instigar el envío de tropas británicos a Iraq, Afganistán, Siria y ahora Ucrania.
Largo adiós
No fueron simbólicas las fortunas que administró: una, personal, calculada en 370 millones de libras (425 millones de dólares), desde inmuebles hasta colecciones filatélicas, de autos, de caballos de carrera, entre muchos otros bienes que reprodujo no siempre de modos santos: en 2017 estuvo implicada en los Paradise Papers. El patrimonio de la monarquía asciende a unos 500 millones de libras, 315 residencias, miles de acres de tierras agrícolas e infinitos etcéteras. Aun cuando no sea comparable con el de la familia real tailandesa (70.000 millones de dólares) o el del rey saudita Salmán (18.000 millones). Claro, no disponen de las joyas de la Corona Británica, de 3.000 millones de libras, que los monarcas heredan de modo alusivo.
¿Cuál es el límite? ¿Dónde se extingue el pudor por más que sea la 6ª economía del globo, si la pobreza abarca a millones y miden la inflación en términos que ya no son del primer mundo?
Para algunos, la ultra conservadora Isabel fue la última en garantizar la permanencia plena de una monarquía que no finalizase siendo una casta sin poder como muchas de los coetáneas. Trabajó para que no acabara en una mera foto familiar con marco caro.
Su sucesión tiene augurios de rupturas potenciales, pasados los tiempos de emoción marketinera que sostendrá el pueblo británico en este luto. Sentimiento muy autóctono, de difícil comprensión, casi comparable con la deidad insondable que otros, incluso los sudamericanos, tienen por sus ídolos. Los pueblos son lo que son porque se reflejan en ellos. Una cuestión mística que va más allá de la razón.
Así, el objetivo de los funerales de Isabel II, propios del siglo XXI, será el de profundizar la sensibilidad para con la monarquía. La administración del ritual tiene un protocolo preciso, destinado a un espectáculo fantástico, que llegue al alma británica, que haga perdurar esa relación emocional… Para ellos, el rey es persona, es símbolo, es bandera.
Se murió la reina. La historiadora Camila Perochena explica que «según el mito, los reyes tienen dos cuerpos: uno natural y uno político». Ambos viven en la misma persona. El natural se enferma o muere. El político es inmortal, idealizado, invisible. «El rey jurídicamente no puede morir porque se terminaría la monarquía», define.
Gritarán: «El rey ha muerto, que viva el rey». Lo harán cuando Isabel II sea llevada, esta vez para siempre, a la pomposa abadía de Westminster.