2 de mayo de 2022
Asediado por el fujimorismo y la situación económica, el presidente Castillo afronta protestas en su contra. Grietas internas y vaivenes en su gestión.
En conflicto. El mandatario, quien arribó al poder hace menos de un año, se vio obligado a modificar su Gabinete en cuatro oportunidades.
ROBAYO/AFP/DACHARY
Pedro Castillo vive su momento más difícil desde que asumió la presidencia de Perú hace poco más de nueve meses. En ese corto período tuvo que enfrentar dos intentos de destitución, cuatro cambios de Gabinete, incontables renuncias de ministros, feroces disputas con propios y ajenos, y denuncias de todo tipo. Si el escenario ya era preocupante, el clima de tensión empeoró en el último tiempo con una sucesión de paros y protestas por la precaria situación social y económica que atraviesa el país, lo que erosionó aún más la popularidad del también docente y dirigente sindical.
Las manifestaciones, que se desataron con mayor virulencia en Lima y en algunas ciudades que simpatizaban especialmente con Castillo, fueron las primeras realmente masivas contra el presidente en lo que va de mandato. Estuvieron motivadas por el constante aumento de los precios de combustibles y alimentos, que se dio –al igual que en muchos otros puntos del mundo– como consecuencia de la guerra en Ucrania. En marzo pasado, el país registró un 1,48% de inflación, porcentaje que parece pequeño si se compara con los números argentinos, pero que para Perú significó todo un récord: fue el alza del costo de vida más alto de los últimos 26 años, en un contexto en el que llegar a fin de mes es toda una odisea para millones de personas.
Al sombrío panorama económico se sumaron algunas declaraciones y decisiones de Castillo que resultaron sumamente antipáticas. Primero aseguró que entre los transportistas que hacían huelga había algunos dirigentes «malintencionados y pagados». Luego decretó un toque de queda que, en lugar de desactivar la crisis, la potenció. Hubo represión policial, escenas de violencia, muertos y heridos. Finalmente, el mandatario tuvo que pedir disculpas, levantar las restricciones de manera anticipada y anunciar una serie de medidas –aumento del sueldo mínimo y reducción de impuestos en los bienes de primera necesidad– con el fin de aquietar las aguas, aunque sea por un tiempo.
El problema es que el clima de convulsión no solo es social, sino también político. Castillo es otra víctima más de la inestabilidad que Perú sufre desde hace ya varios años: producto de los constantes enfrentamientos entre el Congreso y el Ejecutivo, los últimos seis presidentes fueron destituidos y algunos de ellos incluso terminaron presos. El actual mandatario ya sorteó dos mociones de «vacancia por incapacidad moral» –versión peruana del juicio político express–, gracias a que todavía mantiene el apoyo de al menos 44 congresistas sobre un total de 130, número suficiente para formar un escudo legislativo que lo proteja de cualquier intento de destitución.
Arma de doble filo
Los ataques contra Castillo fueron furiosos incluso desde antes de que asumiera el poder, en julio de 2021. En tándem con el poder económico y los grandes medios de comunicación, la oposición encabezada por la ultraderecha fujimorista de Fuerza Popular nunca reconoció la victoria electoral del maestro rural, al que embiste a diario con todo tipo de artimaña. El golpismo alcanzó niveles extremos: un periodista llegó a pedir que alguien «le meta un balazo» al «chotano de mierda», mientras un referente opositor –que además es un exmilitar con nexos en las Fuerzas Armadas– pronosticó que prontamente habría «sangre». Denuncias y amenazas –como así también polémicos nombramientos– llevaron al reemplazo de más de 30 ministros, un promedio de casi uno por semana de gestión.
Aunque aún no lograron voltear a Castillo, las presiones ejercidas por la derecha tuvieron el efecto esperado: alejarlo cada vez más de su programa original de reformas sociales. Así ocurrió, por ejemplo, con una de las banderas del Gobierno, la reforma de la Constitución –redactada en 1993 a imagen y semejanza del exdictador Alberto Fujimori–, que por ahora se encuentra en stand by. En paralelo, y con el fin de lograr aunque sea un ápice de estabilidad, el presidente se vio obligado a repartir cargos dentro del Gabinete aplicando la lógica de «cuoteo»: un poco para cada bloque parlamentario.
Eso lo llevó a incorporar a algunas figuras de la derecha con oscuro prontuario, como su ex primer ministro Héctor Valer, un dirigente reaccionario, ligado con el Opus Dei, quien duró apenas unos días en el cargo producto del escándalo que generó su designación. Otros nombramientos controversiales fueron los de Alfonso Chávarry, coronel retirado de la policía que acumula denuncias por narcotráfico, en Interior; y Katy Ugarte, ferviente militante «pro-vida», en el Ministerio de la Mujer.
Los coqueteos con la derecha son, sin embargo, un arma de doble filo: a medida que el Gobierno adquiere un perfil más conservador para tratar de garantizar su supervivencia, aumenta el malestar en los sectores de izquierda que lo apoyan. Es el caso de Verónika Mendoza, una de las principales referentes del progresismo peruano y aliada al presidente, al que ahora acusa de «traicionar las promesas de cambio por las que el pueblo lo eligió». Por el mismo motivo fue que Perú Libre, el partido de izquierda que llevó a Castillo al poder, se fracturó en dos.
Como les ocurre a otros mandatarios de la región, Castillo tiene escaso margen de maniobra no solo por el control que la oposición ejerce sobre el Congreso, sino también por una debilidad de origen: llegó a la Casa de Pizarro luego de arañar el 19% en la primera vuelta y vencer en el balotaje a Keiko Fujimori por apenas 40.000 votos, lo que dejó un Parlamento atomizado y un país partido a la mitad entre dos expresiones políticas e ideológicas antagónicas. Por si fuera poco, su imagen positiva viene cayendo y los niveles de rechazo oscilan el 75%, según diferentes encuestas. De la crisis tampoco se salva el Congreso, que cosecha aún más rechazo que el propio Castillo. El enojo, en definitiva, es contra la dirigencia política en general. Y el «que se vayan todos» sobrevuela, cada vez con más fuerza, en las manifestaciones populares.
La precaria red de apoyos del presidente pende de un hilo y compromete seriamente su futuro político, mientras la derecha prepara el terreno para su salida anticipada. En ese marco, ni siquiera sus colaboradores más cercanos se animan a vaticinar qué puede suceder en el futuro: hace poco, la prensa le preguntó al actual primer ministro y jefe del Gabinete, Aníbal Torres, sobre las posibilidades que tiene Castillo de continuar en el poder. «Todo puede ocurrir», respondió.