La figura del líder cubano seguirá vigente en virtud de las concreciones de la revolución y de su certero análisis de las injusticias persistentes. Su visita a Chile en 1971: recuerdo de un hombre que deja profundas enseñanzas en América Latina.
14 de diciembre de 2016
Las Tunas. Una multitud acompaña el paso de los vehículos que trasladan los restos de Fidel. (Schemidt/AFP/Dachary)
Fidel ha muerto. Tras 90 años de vida, finalmente entró en la historia y se instala en el territorio de la leyenda, del mito. Su combate incansable, intransigente, seguirá siendo fuente de inspiración, soplo vital para todas y todos quienes quieran construir un mundo mejor. Tal como ocurrió con el Che, y como seguramente también con Chávez, la influencia de Fidel no hará sino acrecentarse con el paso del tiempo. La vigencia y la productividad históricas del Comandante no reposan sobre la nostalgia o la melancolía, sino sobre la permanencia de las injusticias estructurales que fueron las semillas de su rebeldía. Su partida física lejos de apartarlo de nuestras luchas actuales y sus vicisitudes lo arraiga aún más. Millones gritando «Yo soy Fidel» lo atestiguaron en Cuba y en centenares de ciudades de todo el mundo.
En esta ocasión quisiera homenajear al Comandante compartiendo un recuerdo personal. El hecho tuvo lugar en Chile durante la histórica visita de Fidel a ese país. En ese tiempo, finales de 1971, yo era un joven profesor de la FLACSO en Santiago. Había llegado al país trasandino a fines de 1966 para realizar en esa institución mis estudios de Maestría. Contrariando las opiniones predominantes, incluso en el campo de la izquierda, una mezcla de voluntarismo y análisis político me decía que en las elecciones que tendrían lugar en setiembre de 1970 Salvador Allende sería ungido como presidente de Chile. A partir de ese convencimiento decidí permanecer en ese país una vez concluidos mis estudios, y eso tuvo como recompensa mi primer contacto con Fidel.
Fascinaciones
El Comandante había llegado a Chile para examinar in situ lo que siempre le había parecido una imposibilidad ontológica o una contradicción insalvable: la construcción del socialismo en el marco de la institucionalidad burguesa. Durante toda la década del 60 Fidel había apostado a la vía armada, consciente del carácter inherentemente reaccionario y represivo de la derecha latinoamericana y de sus mentores imperialistas. Por eso el experimento chileno le resultaba enormemente atractivo. Arribó a Chile al atardecer del 10 de noviembre de 1971, y yo era uno más de los miles y miles de santiaguinos que salimos a las calles para brindarle una conmovedora recepción. El clímax se produjo cuando al acercarse la caravana de automóviles por la avenida Costanera a la altura de las Torres de Tajamar, lo vimos pasar junto a Salvador Allende en un auto descapotado, de pie, enfundado en su uniforme verde olivo, su gorra y saludando a diestra y siniestra a la multitud agolpada a ambos lados de la calzada. Siendo de por sí un hombre de elevada estatura, parado en ese carro que avanzaba lentamente, para quienes estábamos allí vitoreándolo su figura adquiría proporciones gigantescas y sentíamos que nos recorría, como una corriente eléctrica, la sensación mística de que estábamos viendo pasar no a un hombre sino a la personificación misma de América Latina y el Caribe, al héroe que había puesto punto final a nuestra prehistoria. Sentíamos una emoción semejante a la que experimentó Hegel cuando, al ver a Napoleón desfilando junto a sus tropas, dijo: «He visto al Espíritu del mundo sentado en un caballo».
Activo. Discurso de Castro, enero de 1960. (Keystone Pictures USA/REX Shutterstock/Dachary)
Si la sola figura de Fidel nos magnetizaba, cuando pronunciaba un discurso –¡veinticinco en total durante su gira chilena, más una maratónica conferencia de prensa un día antes de su regreso a Cuba!–, sus formidables dotes de orador nos dejaban absolutamente deslumbrados. Sus discursos eran como uno de esos fantásticos murales de Diego Rivera en el Palacio Nacional de México: un torrente por el cual fluía toda la historia de Nuestra América. Su capacidad didáctica, su contenido profundo y su incomparable elocuencia fascinaron a todos quienes pudimos asistir a sus concentraciones y, en mi caso, marcaron para siempre mi conciencia política.
El viaje de Fidel a Chile fue algo más que una visita diplomática. Estuvo 23 días en el país trasandino, aunque el récord en esta materia lo conserva su visita a la URSS que se extendió por 38 días. Es que no eran visitas formales, sino viajes de estudio. El Comandante arribó a ese sorprendente Chile para comprobar, con sus propios ojos, si había otro camino para hacer avanzar la revolución. Y en aquella coyuntura latinoamericana esta era una cuestión de excepcional importancia para el líder cubano, obsesionado por identificar, en los complejos entresijos de nuestras realidades nacionales, las semillas de la necesaria revolución.
Guía para la acción
Esta motivación quedó explícitamente confirmada en el notable discurso que Fidel pronunció el 17 de noviembre de 1971 en la Universidad de Concepción. Fue precisamente eso lo que quiso ver Fidel en Chile, y la lectura de sus discursos y sus intervenciones en la prensa lo evidencian como un profundo conocedor de la realidad chilena, que Fidel había estudiado hasta en sus menores detalles con anterioridad a su visita. Una gira extensa e intensiva, donde no solo pronunció discursos sino que habló con miles de chilenos que le preguntaban de todo. Fue realmente un viaje de estudios, propio de quien concebía al marxismo no como un dogma sino como una guía para la acción –como lo exigía Lenin– y que se extendió en medio de la gritería insolente de la derecha que exigía el abandono de Fidel del suelo chileno. Pero Allende se mantuvo firme y brindó una cálida hospitalidad a su amigo en cada rincón de la geografía del país andino.
Con su visita Fidel dejó una estela imborrable en aquel rincón de Nuestra América, que por un par de años más todavía sería, como lo afirma la canción nacional de Chile, «un asilo contra la opresión» para luego convertirse en el baluarte de la barbarie fascista, en asilo de contrarrevolucionarios y guarida de terroristas que, Plan Cóndor mediante, asolarían a los países latinoamericanos. La revolución que Fidel caracterizó correctamente cuando dijo que era un proceso que estaba transitando sus primeros pasos fue poco después ahogada en sangre. Y en Chile quedaron definitivamente demostradas dos lecciones: primera, que en Nuestra América la osadía de los revolucionarios siempre se castigará con un atroz escarmiento. Segunda lección: que el único antídoto para evitar tan fatal desenlace es completar sin pérdida de tiempo alguna las tareas fundamentales de la revolución.