27 de agosto de 2018
(Foto: Horacio Paone)
En la semana siguiente al rechazo del Senado al proyecto de Interrupción Voluntaria del Embarazo, dos mujeres murieron en la provincia de Buenos Aires por complicaciones derivadas de abortos clandestinos. Elizabeth –34 años, un hijo pequeño– falleció en la localidad de Pacheco por una infección generalizada. Pocos días después, en Pilar, otra mujer –30 años, cuatro hijos– murió tras haber intentado interrumpir su embarazo. «Como ocurre con cualquier muerte, es un dolor tremendo», dijo el ministro de Salud bonaerense, Andrés Scarsi, en línea con la gobernadora María Eugenia Vidal, quien en la víspera del debate en el Senado, había asegurado que se sentiría «aliviada» si la ley era rechazada. Hoy, funcionarios y gobernadores pueden estar tranquilos: todo sigue como antes, y las mujeres siguen muriendo.
Las que mueren, claro está, son las pobres, esas que, según sostuvieron algunos legisladores, con idénticas palabras que los sacerdotes que dijeron hablar en nombre de ellas durante las audiencias públicas, no abortan. Sin embargo, las estadísticas, la experiencia cotidiana y las muertes –las de la semana posterior al 8 de agosto, las muertes que siguieron y las que vendrán– dicen lo contrario. El aborto no es un tema de clase, pero sí lo son sus consecuencias. Las muertes y las lesiones irreversibles se concentran en las poblaciones de menores recursos, como viene advirtiendo desde hace décadas la Organización Mundial de la Salud.
Si el Estado fue, hasta ahora, responsable por omisión de esas muertes, hoy su responsabilidad es directa, porque tuvo en sus manos la posibilidad de poner fin a un femicidio sistemático y colectivo. «Desde el 8 de agosto, cada muerta y presa por abortar es responsabilidad del Poder Ejecutivo Nacional y de lxs 40 senadoras y senadores que se abstuvieron o votaron en contra», señaló en este sentido la Campaña Nacional por el Aborto Legal, Seguro y Gratuito.
De espaldas a la plaza que fue escenario de una inédita movilización, «el siniestro Congreso vallado», como lo definió el senador Fernando Pino Solanas, debatió sobre los cuerpos, los derechos y las vidas femeninas con un tono que, en no pocas intervenciones, dejaba traslucir un profundo desprecio por la capacidad de las mujeres para decidir por sí mismas. La concepción patriarcal de «la mujer descartable, la mujer tutelada, la mujer incubadora» a la que se refirió Solanas fue como un leit motiv que apareció una y otra vez en el debate. Estuvo presente, también, en el eslogan de los grupos contrarios a la legalización, que llamaba a «salvar» –y no a cuidar, respetar o acompañar– las dos vidas, como si las mujeres fueran seres necesitados de salvación y de tutela. De allí al control sobre los cuerpos que supone obligar a las mujeres a gestar y a parir contra su voluntad hay tan solo un paso, el mismo que media entre el pecado y el delito, entre el catecismo y el Código Penal, entre la excomunión y la cárcel.
Los cuerpos de las mujeres han sido históricamente lugar del despliegue de formas de dominación que constituyen la matriz del patriarcado. Utilizar indistintamente las palabras «mujer» y «madre» –o «embrión» e «hijo»–, como lo hicieron numerosos legisladores, es un intento por perpetuar una identidad que, asociada con la función procreadora, restringe la autonomía de las mujeres, que devienen así, como dijo el senador Marcelo Fuentes en su encendida defensa de la legalización del aborto, «simples abastecedoras de crías».
El rechazo a la Ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo se inscribe en una política deliberada de control que está siendo impugnada con una fuerza inédita. En las mismas escuelas, fábricas y familias que el patriarcado pretendió convertir en bastión de disciplinamiento de las mujeres, hoy se están tejiendo nuevos vínculos: se está gestando un nuevo sujeto social. El pañuelo verde es una bandera, pero también un lazo: un modo de reconocernos en las calles, de saber que, como cantaron millones de voces en la noche del 8 de agosto, «ahora estamos juntas, ahora sí nos ven», aunque algunos pretendan cerrar los ojos.