Opinión

Martín Becerra (@aracalacana)

Doctor en Ciencias de la Información

El éxodo de Twitter

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Sin red. El diario británico, preocupado por las «teorías conspirativas de ultraderecha y el racismo».

Foto: Getty Images

Bots que son usina de contenido violento y discriminador; desinformación y falacias conspirativas avaladas por un mecanismo de verificación que consiste en el pago de una cuota como patente de corso; shadow banning (reducción de alcance) de temas y cuentas que critican a la extrema derecha; y un dueño que se comporta como monarca absoluto y eliminó los equipos técnicos que la empresa tenía previamente para moderar contenidos ilegales son el combo que citan los diarios The Guardian, de Londres, y La Vanguardia, de Barcelona, en su éxodo de Twitter (X), la plataforma de Elon Musk.

Con millones de seguidores en la más pequeña e influyente de las grandes redes sociodigitales, The Guardian y La Vanguardia son marcas de prestigio periodístico que siguen la senda previamente trazada por el Public Broadcasting Service (PBS) y la National Public Radio (NPR), los medios públicos de EE.UU.

Las razones que estos medios esgrimen al abandonar un espacio que funcionó desde su creación, en 2006, como foro de intercambio de opiniones y noticias de último momento por las élites políticas, periodísticas y culturales, tienen lógica. Desde que Musk, el multimillonario más rico del mundo, compró Twitter en 2022, echó a los cuadros técnicos encargados del área que las empresas tecnológicas denominan «moderación» de contenidos, para evitar o atenuar, según el caso y no siempre con éxito, la circulación de mensajes ilegales (violencia y acoso, discursos de odio, desinformación que pone en riesgo la vida de terceros). Consecuencia directa de esa decisión, Twitter fue transformándose en un parque de diversiones de posiciones extremistas y sometida a los vaivenes y caprichos de su poseedor.

Curiosamente, en el proceso de adquisición, Musk acusaba a sus antiguos propietarios de ocultar la información de las cuentas inauténticas y automatizadas (bots) que inflaban artificialmente el número de usuarios de la plataforma.

Los 44.000 millones de dólares de la operación tomaron como variable de valuación a los 410 millones de usuarios que tenía Twitter en 2022. La supresión de las áreas técnicas y un drástico cambio en el criterio con el que la plataforma verifica a usuarios premium, relajando el control de calidad por la validación a toda cuenta que acredite el pago, elevó en dos años la cantidad total de usuarios de la red, bautizada X, a 619 millones.

El odio como modelo de negocios
En paralelo al aumento de cantidad de cuentas, y sin aclarar jamás qué porcentaje de ellas son inauténticas y automatizadas, Musk perdió la mitad de los 100 principales anunciantes que tenía Twitter. Desesperado por monetizar la plataforma para compensar la merma de anuncios publicitarios, Musk concibió un modelo de negocios alternativo que abrió las puertas a la radicalización ideológica de X. En declaraciones a La Vanguardia, Yuval Noah Harari estimó que más del 20% del contenido de X lo determinan bots, así como algoritmos «que deciden qué voces silenciar y amplificar».

Al mercantilizar la tilde azul de usuarios verificados por la empresa, Musk le imprimió a Twitter una característica novedosa: cuentas de organizaciones y personas que pagan para viralizarse, sin ningún tipo de control, propagan violencia y desinformación con el beneficio de incrementar la exhibición de sus contenidos vía programación algorítmica. El pago a la empresa de Musk es una franquicia para contenidos y miles de cuentas tóxicas.

Al anunciar que dejará de participar en X, La Vanguardia constata que «las ideas que atentan contra los derechos humanos, como el odio a las minorías étnicas, la misoginia y el racismo forman parte de los contenidos virales que se distribuyen en X, donde adquieren viralidad y captan más tiempo de los usuarios en ella para ganar más dinero de las inserciones publicitarias».

El odio se convirtió en un recurso medular del modelo de negocios y alteró la dinámica de los contenidos profusamente exhibidos en la red, al compás del acercamiento del megamillonario a líderes de extrema derecha como Donald Trump o Javier Milei. Estos perciben los beneficios de la gestión de Musk: el electo presidente estadounidense anunció que designará a Musk para dirigir un organismo burocrático a crearse, llamado Departamento de Eficiencia de Gobierno que se encargaría de impulsar ajustes en la administración estatal. Milei, por su parte, lubrica la expansión de negocios de Musk en la Argentina en conectividad satelital y litio, mientras cuestiona a los operadores de telecomunicaciones tradicionales del país.

Desde Barcelona. Para el medio catalán, X es una caja de resonancia de la desinformación.

Foto: Shutterstock

Los costos del exilio
La decisión de abandonar X por organizaciones periodísticas como The Guardian, La Vanguardia, el PBS y la NPR, o culturales como el Festival de Cine de Berlín, representa un riesgo en varias dimensiones: Twitter es, con todos los abusos habilitados por Musk, un espacio de difusión de sus contenidos y de contacto con millones de usuarios, lo que se traduce en reconocimiento público y en ingresos por ventas y suscripciones, tráfico digital y publicidad.
Además, su retirada amplía el vacío de información profesionalmente editada y resta voces a la conversación democrática, reduciendo el espacio de organizaciones y personas comprometidas con el respeto a los derechos humanos, que son cada vez más minoritarias en la red de Musk. Esto provoca un efecto de inhibición y autocensura que genera mayor ostentación de contenidos extremistas.

Para La Vanguardia, X «se ha convertido en una plataforma en la que encuentran una caja de resonancia las teorías de la conspiración y la desinformación, unas ideas que tienen en lo que una vez fue Twitter una vía para multiplicar su alcance que no tendrían si tuviera una moderación efectiva y razonable». Pero si la industria periodística más responsable abandona X, ¿el problema no se multiplicará, acaso?

La economía digital se distingue por sus efectos de red, por eso es tan concentrada en pocas plataformas que dominan en cada uno de los segmentos de actividad. La migración de una plataforma como X a otra como BlueSky no solo requiere de gestos como el de The Guardian o La Vanguardia, sino de que una gran masa de usuarios perciba más incentivos que costos en una eventual mudanza.

La decisión de dejar X es arriesgada porque no hay un destino cierto de reemplazo ni una ruta clara a tomar. El contexto es adverso para los medios de comunicación, por su pérdida de influencia y de recursos económicos, resultados directos de la revolución digital. Como contracara, continuar en un espacio donde los abusos son sistémicos afecta la propia dinámica informativa y entorpece la rutina de los propios medios que, importa recordar, tampoco son ajenos a las operaciones de desinformación y a las fake news.

Arriesgarse no es el signo de los tiempos y eso realza el interés en la movida de The Guardian y La Vanguardia: los golpes recibidos por el ecosistema informativo y de opinión han aturdido a las organizaciones de medios, que optaron por la inmovilidad y la resignada aceptación de las reglas de juego que les imponen las grandes plataformas digitales que afectan la distribución de la renta publicitaria.

Esa inercia hoy resulta sacudida por gestos como el de The Guardian, que abren un debate necesario acerca de la importancia y la conveniencia (que no son sinónimos) de seguir sometidos a la servidumbre de Musk o aventurarse con rumbo incierto.

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