13 de febrero de 2025
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En la calle. La marcha del 1º de febrero mostró una respuesta social a dichos autoritarios.
Foto: Getty Images
Es una pregunta que se me hace con frecuencia. Mi respuesta suele decepcionar a mis interlocutores porque es sí, pero también es no. Ante su sorpresa les digo que es preciso distinguir entre las creencias y valores del presidente y su círculo más estrecho de colaboradores y las características del orden político-estatal impuesto en el país. Esto es, la naturaleza del bloque en el poder y su carácter de clase, las políticas concretas que implementa y el alineamiento internacional que propone el Gobierno. Para comprender el fenómeno que nos preocupa es necesario separar unas de otras: el perfil valórico del presidente, por un lado, y el funcionamiento y la dirección de las políticas públicas por el otro.
Durante los años de la Segunda Guerra Mundial, y hasta bien entrada la posguerra, se realizaron en Estados Unidos numerosos estudios sobre el tema del autoritarismo y la personalidad autoritaria. El más célebre fue publicado en 1950 bajo el título de The Authoritarian Personality (La personalidad autoritaria), un ladrillo de más de 1.000 páginas que tuvo entre sus principales autores nada menos que a Theodor W. Adorno, una de las más sobresalientes figuras de la Escuela de Frankfurt, que emigró a los Estados Unidos durante la posguerra. Adorno y sus colegas elaboraron a lo largo de varios años una compleja escala para medir actitudes y valores autoritarios, violentos, homofóbicos, racistas, cínicos, intolerantes y antisemitas, en lo que fue un megaestudio que se llevó a cabo bajo la siniestra sombra que proyectaban los campos de exterminio nazi desde el otro lado del Atlántico. Con buen tino denominaron a ese instrumento de medición «escala F», por fascismo. Si aplicamos ese estudio a un personaje como Javier Milei, sin duda obtendría uno de los puntajes más altos de la escala y sería caracterizado por los investigadores como un fascista. Lo mismo varios de quienes constituyen el entorno presidencial y, va de suyo, numerosos personeros de La Libertad Avanza, del PRO y también, ¿por qué negarlo?, del heteróclito espacio nacional-popular.
Pero las características personales de un dirigente, incluso de un presidente tan reaccionario como Milei, no son suficientes para caracterizar una forma de Estado. Recordemos que, en la bibliografía clásica sobre el tema, desde los fundadores del Partido Comunista Italiano, Antonio Gramsci y Amadeo Bordiga, en adelante, el fascismo fue caracterizado como una «forma excepcional del Estado capitalista», o como una «dictadura abierta del gran capital» por el anarco-comunista francés Daniel Guerin en su clásico Fascismo y Gran Capital publicado en 1936. En la misma línea se ubica la obra del teórico marxista greco-francés Nicos Poulantzas, autor de una excepcional obra de síntesis titulada Fascismo y dictadura, originalmente publicada en Francia en 1970. Los autores que acabo de mencionar, así como muchos otros, subrayan el hecho de que el fascismo «estatiza» la economía capitalista mientras lleva a cabo una profunda reorganización de los aparatos estatales con el objetivo de consolidar la hegemonía de los capitalistas sobre el resto de las clases y capas populares. En las experiencias de los fascismos clásicos –Italia y Alemania– este proceso tuvo un marcado sesgo nacionalista en la medida en que ambos Gobiernos impugnaban el reparto del mundo que las potencias coloniales habían resuelto con la Primera Guerra Mundial.
Democradura
El caso argentino revela algunas similitudes con los casos arriba mencionados, que dan un parcial sustento a la caracterización de esta «democradura» argentina como fascista. Claro que la tragedia sociopolítica que abruma a este país se inscribe en una tendencia mundial, porque personajes fascistas brotan con fuerza por doquier: Donald Trump, Nayib Bukele, Georgia Meloni, Viktor Orban y los líderes de la comparsa franquista en España. ¿Qué hay detrás de esta desdichada epidemia política? Respuesta: la crisis general del capitalismo y la tentativa, destinada al fracaso, pero tentativa al fin, de resolver esa coyuntura apelando a la violencia institucionalizada. No obstante, sería un grosero error soslayar las significativas diferencias que separan el caso argentino de sus antecesoras: el culto supersticioso de los mercados es una novedad de esto que, con cierta precipitación, podríamos denominar como «fascismo colonial», uno de cuyos primeros brotes germinaron en los regímenes del apartheid en Sudáfrica y Namibia. Lo que hay en la Argentina es un régimen como el fascista, ¿un fascismo 2.0?, igualmente despreciativo de la institucionalidad democrática, pero que reorganiza los aparatos estatales para que el topo presidencial lleve a cabo su autoproclamada misión de destruirlos y así instituir el reinado de los mercados, y esto marca una diferencia insalvable con los fascismos clásicos. El mileísmo propone una fórmula política que reniega de toda pretensión de autodeterminación nacional para convertirse en un simple peón de la voluntad imperial. Hay otras semejanzas y diferencias que no tenemos tiempo para tratar en este breve escrito. Entre ellas la sustitución del virulento antisemitismo de los fascismos clásicos por la alineación incondicional con el régimen sionista de Israel, cuyo genocidio del pueblo palestino es avalado por el «régimen» o la «democradura» de Milei. En todo caso, como estado capitalista de excepción, la finalidad que perseguían aquellos y que persigue este es la misma: consolidar la supremacía de las clases dominantes locales y sus socios imperiales, destruir los avances democráticos y sociales logrados a lo largo de un siglo de luchas instaurando un apartheid social, practicar con infinita crueldad el lento pero letal genocidio de los pobres y vulnerables y convertir a la Argentina en la dócil ejecutante de los designios de Washington.
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