11 de abril de 2024
Bombardeos. Humo sobre Belgrado en el marco de la brutal ofensiva de la OTAN sobre Yugoslavia, en 1999.
Foto: Getty Images
La inmensa maquinaria propagandística del imperio concebida para implantar un «sentido común» en la sociedad se ejemplifica a la perfección en la creencia de que con el derrumbe de la Unión Soviética el mundo había entrado en un período de paz y que el conflicto entre el Occidente colectivo, liderado por Estados Unidos, a menudo autodenominado «mundo libre», y la Unión Soviética y sus satélites (así se decía en aquellos tiempos) ya eran cosas del pasado. Se hablaba del «fin de la guerra fría» y de los «dividendos de la paz» como fuente de financiamiento para luchar contra la pobreza. En lugar de ello lo que ocurrió fue el enorme crecimiento de las ganancias de la industria militar.
La creencia en el «fin de la guerra fría» fue ampliamente difundida por el establishment académico norteamericano, cuya hegemonía en ese terreno se extiende a escala global, y reproducida para consumo del público lego por la oligarquía mediática que controla los grandes medios de comunicación de masas. Sin embargo, una atenta mirada a los datos de la experiencia, algo que siempre recordaba Aristóteles, revela que las cosas no son como parecen y que esencia y apariencia no siempre tienen una correspondencia perfecta. En especial cuando se comprueba que cada vez son más los observadores y analistas de la escena internacional que hablan de la posibilidad de que estalle una «Tercera Guerra Mundial» que, en caso de ocurrir, sería la última por varios siglos. Conviene en este punto recordar la sentencia de Albert Einstein cuando se le preguntó con qué armas se libraría dicha guerra. Su respuesta fue harto elocuente: «No sé con cuales se peleará la tercera guerra mundial, pero la cuarta será con palos y piedras».
En realidad la «guerra fría» no solo que jamás existió porque siempre fue muy caliente sino que, paradojalmente, con la implosión de la Unión Soviética adquirió renovada virulencia. Lo que cambió fueron los instrumentos y las armas con las cuales se libraba esa guerra: «poder blando», sanciones económicas, ofensivas mediáticas, extorsiones, intervenciones armadas, sabotajes, espionajes, etcétera. Durante los años de la posguerra proliferaron las guerras proxy (Corea y Vietnam las más importantes) y numerosas confrontaciones y golpes de Estado que reflejaban el sordo enfrentamiento entre Estados Unidos y la URSS. En Latinoamérica eso se reflejó en sangrientas invasiones (Playa Girón, Cuba, 1961; Panamá, 1964; República Dominicana en 1965; Granada, 1983) y golpes de Estado (Brasil, 1964; Argentina, 1966 y 1976; Chile, 1973) y el acoso a Nicaragua después del triunfo del sandinismo en 1979 y a la guerrilla del Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional de El Salvador, a lo largo de toda la década de los ochentas. O sea, el «poder duro» en todo su esplendor. Un paisaje similar de esta tan peculiar «guerra fría» puede obtenerse si se recorre el escenario africano o asiático, algo que por el momento no tenemos intención de hacer.
Mensajes y hostigamientos
Desintegrada la Unión Soviética hubo tres hitos fundamentales que marcan a fuego el recalentamiento de la «guerra fría». Uno fue la filtración a la prensa, concretamente al New York Times el 7 de marzo de 1982, de un memorándum elaborado por el Subsecretario de Defensa de Estados Unidos, Paul Wolfowitz en donde se decía, entre otras cosas igualmente graves, que «debemos tener en cuenta que el cambio democrático en Rusia no es irreversible y que, a pesar de sus actuales dificultades, Rusia seguirá siendo la potencia militar más fuerte de Eurasia y la única potencia del mundo con capacidad para destruir a Estados Unidos». El corolario de su consejo era claro: había que hostigar sin tregua a Rusia, debilitarla y, de ser posible, fragmentarla en una decena de indefensos y caóticos estados. Segundo hito: el bombardeo de las fuerzas de la OTAN sobre Yugoslavia, sin la autorización del Consejo de Seguridad de la ONU. Esta brutal operación se extendió entre el 24 de marzo y el 11 de junio de 1999 y su resultado final fue la destrucción y fragmentación de Yugoslavia en siete países: Bosnia y Herzegovina, Croacia, Eslovenia, Macedonia del Norte, Montenegro y Serbia, a los cuales luego se agregó Kosovo. Todo un lúgubre mensaje para Rusia. El tercer hito lo marcó la incontenible expansión de la OTAN hacia el Este, tema que merece una consideración especial. Caída la URSS, poco después se disolvió el Pacto de Varsovia, que había sido creado en 1955 como una demorada respuesta a la creación de la OTAN en 1949. El Pacto de Varsovia era una alianza militar liderada por la Unión Soviética e integrada por Albania, Bulgaria, Checoslovaquia, Alemania Oriental (RDA), Hungría, Polonia y Rumanía. Este se disolvió el 1º de Julio de 1991 en Praga, pero la OTAN, que era una «alianza defensiva» lejos de obrar en consecuencia no hizo sino fortificarse y expandirse. Eso pese a que los principales líderes occidentales habían jurado y perjurado que con la caída del Muro de Berlín y la posterior desintegración de la URSS «la OTAN no avanzaría ni un centímetro hacia el Este». Avanzaron cientos de kilómetros. Luego de la disolución del Pacto de Varsovia redobló su política de incorporación de nuevos miembros, culminando en 2023 con la incorporación de Finlandia y Suecia y elevando el número de sus miembros a 32. Solo Bielorrusia y Ucrania son los dos únicos estados fronterizos de Rusia que no albergan tropas de la OTAN en las puertas de Rusia. Una clave para comprender las tremendas tensiones del sistema internacional es la inseguridad de Rusia, que tiene prácticamente todas sus fronteras, no solo las europeas, sino también las de otras latitudes, acosadas por bases militares de EE.UU., la OTAN u otras alianzas militares, mientras que ninguna potencia extranjera ha instalado fuerza militar alguna en los confines del territorio de Estados Unidos, en sus extensas fronteras con México y Canadá. Esta es, a nuestro juicio, la clave de la peligrosa coyuntura internacional del momento actual: la asimetría entre la seguridad territorial de un gran poder, EE.UU., y la inseguridad de la otra gran potencia militar, Rusia, amenazada en sus fronteras. Ya Tucídides, en su célebre Historia de la Guerra del Peloponeso, advertía hace dos mil quinientos años que una situación como esa era el prólogo casi siempre inevitable de una guerra. Ojalá que ahora su pronóstico no se cumpla.