Opinión

Federico Lorenz

Historiador

La memoria y las piedras

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Los que ya no están. Las piedras con los nombres de las víctimas de la pandemia fueron llevadas allí por sus deudos.

Foto: Shutterstock

No entiendo cómo es que pasé delante del memorial tantas veces sin reparar en él. Yo, que he estudiado sobre los procesos de memoria de hechos violentos, de muertes masivas, que dediqué mucho de mi trabajo a estudiar los esfuerzos de las víctimas y sus familiares por hacer que sus reclamos y sus voces se hicieran visibles, pasé por ese lugar decenas de veces sin dedicarle la menor atención hasta hace pocos días. Hace unos días, de manera casual e involuntaria, me detuve a contemplar el monumento. Paso por ese lugar al menos tres veces por semana, entre distintas tareas y, sin embargo, nunca me había detenido a verlo. Nunca, hasta hace unos días, me había enfrentado al encuentro con el pasado, a ese relámpago que hace que nos encontremos con lo vivido y con los que ya no están. Vi las piedras, como llevadas allí por un río poderoso, los nombres escritos sobre las rocas en distintas caligrafías, como cuerpos de un naufragio arrojados a la orilla. Allí están, amontonadas en la escalinata que lleva a la base del monumento ecuestre, en plena Plaza de Mayo, frente a la Casa Rosada, y a los pies de Manuel Belgrano. Sobre el mármol pulido por la mano del hombre, rocas redondeadas, alisadas por las fuerzas de la Naturaleza, cantos rodados de distintos tamaños que recuerdan a las víctimas de la epidemia de covid, llevados allí por sus deudos. Muertos en 2020, 2021, mientras los demás ganábamos tiempo para encontrar una vacuna contra el virus letal.

¿Por qué es que nunca había ido allí? ¿Por qué es que nunca me paré a ver? ¿Cómo es que nunca llamó mi atención el amontonamiento de piedras, ese aparente desorden que, si nos tomamos un momento, abruma en su desnuda sencillez? ¿Hasta qué punto esa desatención, ese olvido, reproduce un mecanismo por el que muchos seguimos con nuestras vidas luego de la pandemia? ¿Qué nos dice, además, sobre la incapacidad para ver partes importantes de la realidad, y por ende, los cambios en las vidas de nuestros semejantes y en los modos de hacer política? ¿Es posible que mucho de lo que vivimos hoy ‒el aire de revancha, el avance desaforado del capital sobre nuestras vidas, el desmantelamiento de lo que queda de Estado, la retórica impiadosa de muchos dirigentes mundiales y sus epígonos locales‒ se deba a ese embotamiento que produjeron el aislamiento y la apresurada e irreflexiva vuelta a la vida?

Hay una explicación que tiene que ver con los procesos de memoria. En los espacios conmemorativos, en los relatos sobre catástrofes sociales, hay muertes que son más rutilantes y llamativas que otras. Víctimas políticas, muertos en combate (sea en defensa de la patria o luchando por la revolución), por ejemplo, encajan con notable facilidad en las formas narrativas de la muerte típicas de la cultura judeocristiana: el martirio, la entrega de la vida, el sacrificio de los inocentes. Pero desde el punto de vista del relato político, debe haber pocas cosas más anodinas y menos convocantes que las anónimas muertes de la pandemia: seres humanos encerrados a solas, sin derecho a una despedida, rápidamente enterrados para que no contagien.

No son muertos en una batalla, en un campo, aniquilados en un día determinado que se inscribe en una historia política, sino que esas piedras del monumento representan, para nosotros los testigos ‒claramente no para sus deudos‒ las muertes por goteo que nos abrumaban en las noticias todos los días. Si bien todos vivimos una pandemia, no hay una fecha única que nos lleve a recordar colectivamente, como no sea el día de dos rupturas del pacto social: el de la foto del cumpleaños de Fabiola Yáñez, y el del masivo funeral de Diego Maradona. Entre tantas cosas que nos quitó la pandemia, también está el celebrar entre todos habernos cuidado solidariamente.

Las voces del silencio. Un memorial espontáno frente a la Casa Rosada y a los pies de Manuel Belgrano

Foto: Jorge Aloy

El panorama es diferente si perdimos a alguien. El aislamiento se prolonga en la soledad familiar frente a las pérdidas, en la falta de empatía debida a la desaparición del ser querido en el anonimato de las muertes masivas, sin una instancia de duelo colectivo. No es que este no sería posible: existe la masa crítica para hacerlo, porque todos tenemos recuerdos de aquellos días, aunque no hayamos perdido a alguien.

Esa tarde que por fin me detuve ante las piedras, recordé. ¿Cómo no iba a recordar, si pasé horas en el zoom con mis estudiantes, tratando de sostener las clases, acompañarlos, encontrar un sentido para mi trabajo? Recordé, cómo no. Tengo al menos dos amigos muy queridos que están convencidos de que son ellos los que contagiaron a alguno de sus padres, que murieron en 2020. Escuché y leí a mis alumnos narrando cómo cada día su vida perdían algo, y cómo se acostumbraban a eso. Recuerdo los cuidados, el encierro, algunas discusiones en casa, cuando había que defender las medidas de aislamiento y retrasar reencuentros.

Al aislarnos, también nos acostumbramos a encerrarnos y a dejar de mirar a los otros, para sobrevivir. Nos volvimos una sociedad radial, y la malla de red que nos unía se rompió aún más ¿Hasta qué punto la actual indefensión frente al egoísmo desatado se aceleró en esos meses en los que vivimos en peligro? ¿Y si resulta que no hemos dejado de estar amenazados desde entonces? ¿Que el virus mutó al actual escenario de destrucción de la sociedad como la conocimos?

Socialmente cargamos con dos frustraciones: la de aquellos que seguimos todas las reglas, y vimos que tanto esfuerzo, por distintos motivos, fue dilapidado. Pero la más dolorosa de todo, la de aquellos compatriotas que sienten que no solo el Estado, sino que nosotros, los sobrevivientes, los abandonamos y los dejamos a solas con su dolor.

No vimos entonces, no vimos después, y quizás no vemos ahora. Y esa ceguera nos impidió reaccionar a la salida de la pandemia. Fuimos incapaces de tender la mano a los lastimados, de pensar en los ausentes, aunque no fueran nuestros en un sentido directo

Recuerdo utilizar con mis estudiantes la imagen del aviador de Vuelo Nocturno, la novela de Antoine de Saint Exupéry. Por las noches, en vuelo sobre la Patagonia, las luces de las casas y los poblados, a sus pies, le transmitían seguridad. Eso es lo que hicimos. Así, probablemente, nos sentimos quienes logramos mantener distintos tipos de lazos. Pero entre luz y luz, entre casa y casa, quizás desatendimos la intemperie, donde vivía la amenaza y, también, muchos compatriotas que probablemente esperaban algo más de nosotros y quedaron allí, desamparados, ocultos en las sombras de la noche mientras sobrevolábamos el páramo.

Ese mecanismo nos insensibilizó. Tal vez por eso no era capaz de ver el monumento, porque la voluntad de pasar la página fue más fuerte que el impulso para realizar el imprescindible ejercicio de reflexionar sobre qué sociedad queríamos ser a la salida de la pandemia, al que por otra parte nadie, salvo la reacción en sus formas más extremas, convocó.

Esa tarde, ante las piedras, recordé una frase de Los siete pilares de la sabiduría, el libro de T. E. Lawrence sobre la revuelta árabe: «Una muerte individual puede producir un agujero momentáneo, como una piedra lanzada sobre el agua. Pero desde allí se extienden ondas de dolor».

Y allí, ante el monumento, vi las piedras a la espera de ser lanzadas para transformarse en la pregunta por el sentido que le daremos a lo vivido, el primer paso para reparar la soledad en la que dejamos a tantas personas, para recuperar palabras como solidaridad, compromiso, proyecto, que también quedaron abandonadas en la intemperie.

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