6 de junio de 2013
Desde el propio nacimiento de nuestros países como naciones independientes, las relaciones de la región en general y de la Argentina en particular con Estados Unidos han sido tensas, complejas y difíciles; sobre todo, teniendo en cuenta el carácter imperial que la ahora primera potencia mundial asumió desde su propia génesis.
Apenas instalados los gobiernos de los novísimos países surgidos de las luchas emancipadoras, explícita o implícitamente, se hizo sentir la presión del poderoso proyecto que venía forjándose en el norte del continente. La incapacidad de los grupos que gobernaban las nuevas naciones para pensarse como partes de un todo en una patria común creó condiciones favorables a la injerencia de la potencia en desarrollo.
Aliado histórico del imperio inglés, acompañó su presencia hegemónica en la zona aspirando sin sonrojo a quedarse con la herencia. No en vano Simón Bolívar descartó su sociedad en su proyecto de Patria Grande y, más acá, José Martí lo denunció habiendo conocido al monstruo en sus entrañas. Bajo cualquiera de sus administraciones, EE.UU. no vaciló en intervenir directamente para derrocar todo intento de soberanía, o bien de manera indirecta, en alianza con los grupos reaccionarios locales.
A la salida de la gran guerra (1939-1945), convertida en potencia indiscutida en Occidente, la presión norteamericana sobre el resto del continente se vuelve constante. Su estrategia política trataba de ser justificada con la teoría de que todo el continente americano era parte de un campo propio («el patio trasero»), lo cual le daría derecho a intervenir en él para protegerse militar, económica y culturalmente.
Durante la Guerra Fría la excusa fue la influencia de la URSS y el riesgo político e ideológico del comunismo. Caída esta amenaza, aparece el «terrorismo», los «fundamentalismos» y los «populismos» como figuras molestas a su concepción del mundo y de la vida. Esta etiqueta será fijada en cualquier proyecto político que intente un camino diferente.
Pero está claro que su evidente poderío militar no alcanza para hacer siempre y en todos los casos lo que a su clase dirigente le gustaría. Así, necesita mantener relaciones e intentar por vía diplomática y de presiones económicas influir en los países con los que se relaciona.
Esos vaivenes y tensiones fueron experimentados por nuestro país a lo largo de su historia. El carácter de economía no complementaria de nuestra producción y las manifiestas tendencias antiestadounidenses de fracciones importantes del pueblo argentino nos ubican como país «poco confiable». Históricamente los EE.UU. han desplegado seducción y fuerza tanto para frenar a gobiernos populares como para abortar intentos productivos, tecnológicos o culturales considerados riesgosos para su perspectiva.
En la región tiene enemigos declarados. Se destaca Cuba, por la continua resistencia del país caribeño a doblegarse. Le sigue Venezuela que, chavismo mediante, ha podido generar con inteligencia y audacia un espacio común con países hermanos que intentan erguirse y marchar hacia una integración en diversidad.
Para la Argentina y sus vecinos propone políticas cambiantes, en un régimen de premios y castigos. Presiona al gobierno uruguayo apoyando a los sectores más conservadores, reserva para Brasil un tratamiento especial que intenta acercarlo a su órbita y mantiene con la Argentina una fría distancia afirmando sus lazos con la derecha y hostigando al gobierno con un cortés desdén.
En otro espacio, logró construir un corredor de la costa pacífica que abarca a México, Colombia, Perú y Chile. En esa franja, con los gobiernos que le simpatizan ha tejido alianzas de distintos grados que van desde los acuerdos comerciales tipo ALCA hasta la cesión de territorio para la instalación de bases militares.
Con la actual configuración del mundo y en la situación particular de nuestra región es imposible evitar relaciones con la potencia hegemónica. La experiencia indica que serán siempre inestables, contradictorias y peligrosas.