País | JORGE JULIO LÓPEZ

17 años sin respuestas

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Adriana Meyer

Testigo contra el represor Etchecolatz, su desaparición es una deuda de la democracia. El vínculo de la candidata Victoria Villaruel con los genocidas y el huevo de la serpiente.

Víctima. López en una audiencia de 2006, en La Plata, donde relató las atrocidades que vivió en el centro clandestino de detención durante la dictadura cívico-militar.

Foto: Télam

El 18 de septiembre de 2006 iba a ser una jornada especial en el juicio contra el torturador Miguel Osvaldo Etchecolatz, el primero que se concretó tras la anulación de las leyes de Obediencia Debida y Punto Final. El Tribunal Oral Federal 1 de La Plata se aprestaba a la última audiencia de alegatos, y el testigo Jorge Julio López estaba ansioso por verle la cara a su verdugo. Sin embargo, nunca llegó a la calle 8, entre 50 y 51, y se convirtió en una de las pocas personas que desapareció dos veces, en dictadura y en democracia. 
Revolviendo papeles entre los kilos –literales– de cuerpos del expediente de la causa López, la abogada Guadalupe Godoy encontró días atrás el nombre de la diputada y candidata a vicepresidenta de La Libertad Avanza (LLA), Victoria Villarruel, como uno de los contactos de la agenda personal de Etchecolatz. Unos renglones más abajo figuraba la activista castrense Cecilia Pando y anotaciones como «ponerte al frente de los policías muertos por el terrorismo». En medio de la campaña electoral quedó claro que Villarruel venía militando hace años la defensa de estos represores.
El juicio contra Etchecolatz, exdirector de Investigaciones de la policía de la provincia de Buenos Aires y ladero del genocida Ramón Camps, comenzó el 20 de junio de 2006, acusado por los homicidios de Diana Teruggi de Mariani, Ambrosio de Marco, Patricia Dell’Orto, Elena Sahores, Nora Formiga y Margarita Delgado; y por la privación ilegal de la libertad de Nilda Eloy y Jorge Julio López.
«Cuando empezamos los juicios no era solo una idea que había grupos que iban a querer impedirlos, los habíamos visto en acción cuando rompieron fila en el momento en que Néstor Kirchner les dijo que debían ser el Ejército del general San Martín y de Mosconi, y no del Ejército asesino, y se empezaron a juntar en Buenos Aires en la Plaza San Martín con Memoria Completa, Karina Mujica y Pando», recuerda Godoy en diálogo con Acción. La letrada, que fue parte de la querella en aquel juicio contra Etchecolatz, explica que «era una preocupación concreta porque sabíamos que pretendían reactivar las causas como la del secuestro de (el general Argentino del Valle) Larrabure, y otras en un nuevo intento de consolidar la teoría de los dos demonios en este nuevo ciclo de juzgamientos». No era producto de la imaginación del grupo de abogadas y abogados, sobrevivientes, fiscales e incluso jueces; durante aquel proceso hubo amenazas e intimidaciones concretas, pero las consideraron «parte del folklore» al que ya estaban acostumbrados.
«Cuando desaparece López, producto de todo ese análisis, lo primero que dijimos fue que había que investigar a los sectores que querían impedir la continuidad de los juicios», afirma Godoy. Sin embargo, en ese momento los funcionarios les decían que no tenían ninguna prueba para sostener tal hipótesis, que ellos veían «desaparecidos por todos lado». Hasta que el 23 de marzo de 2007, en un segundo allanamiento al pabellón de lesa humanidad –porque el primero fue avisado y no encontraron nada– aparecieron las evidencias. Fueron revisadas las 40 celdas que ocupaban los represores, entre ellos Etchecolatz, Norberto Cozzani y Jorge Bergés, y detectaron que gozaban de todo tipo de privilegios: visitas sin horario ni requisa que podían ingresar teléfonos celulares, cámaras o dinero; tenían teléfonos sin controles y líneas no declaradas. En uno de los despachos oficiales del penal encontraron escondida la computadora de Bergés. Además de la agenda, a Etchecolatz le encontraron un papel que decía «hay que lograr que un testigo se desdiga». En definitiva, tenían lo que necesitaban para planear lo que fuera, comunicaciones no detectadas ni intervenidas. «Mi misión no es desestabilizar ministros, pero en Marcos Paz había televisores plasma, tenían acceso al buffet y ahí podían tener teléfonos celulares», diría el juez de la causa Arnaldo Corazza en medio del escándalo. Sin embargo, su juzgado nunca fue capaz de determinar qué líneas usaban cuando desapareció López.
«Ahí apareció Villarruel, otros que estaban armando un golpe de Estado, las relaciones entre los marinos y los penitenciarios de la Unidad 9 de La Plata, y los vínculos entre quienes estaban presos en el pabellón de lesa humanidad de la cárcel de Marcos Paz con el lobby judicial, entre ellos el excomisario Edgardo Mastandrea, uno de los activistas de Etchecolatz que había sido asesor de Elisa Carrió vendiendo seguridad democrática y terminó siendo condenado por delitos de lesa humanidad», enumera Godoy.

El «Viejo» Tito
Su padre, Eduardo López, se había abrazado al peronismo, y Tito, como lo llamaba su familia, empezó a militar a los 14 años. Cuando Perón estuvo en el exilio, se pasó a la Resistencia Peronista. Luego, comenzó a sentirse identificado con el socialismo, estuvo de acuerdo con la revolución cubana y se afilió al Partido Socialista Democrático. En los años 70, un día normal de Tito comenzaba cuando se iba a alguna construcción, y volvía a la noche. Los fines de semana, se había acercado a la Unidad Básica Juan Pablo Maestre, de la Juventud Peronista. Iba a ayudar, a dar la merienda a los pibes y a veces hasta a jugar carrera de embolsados con ellos. Era un militante periférico, pero con un compromiso que demostraría ser de fierro. El 27 de octubre de 1976 la patota de Etchecolatz pateó la puerta de la casa familiar de Los Hornos, en 69 y 140, y lo secuestró. Pasaría por varios centros clandestinos de detención, hasta que lo «blanquearon» en la Unidad Penal 9 de La Plata. Sobrevivió para contarlo.
López era muy reservado, sobre todo porque su familia no compartía la búsqueda de verdad y justicia que él había emprendido. Pero había veces que se soltaba. Cuando estaba terminando el juicio comentó que tenía plata ahorrada y quería hacer un asado para festejar su cumpleaños, su idea era juntar su mundo familiar con el de los compañeros y compañeras sobrevivientes de los campos de exterminio de la dictadura. Para ellos y ellas, él era el «Viejo». «Era alegre, un señor que hacía chistes, aunque era de una generación de hombres a los que les cuesta gestionar emociones», se enternece Godoy al recordarlo. En el medio de su declaración, intensa e íntima, dijo «no se preocupen los chicos que están ahí atrás escuchando», refiriéndose a la militancia que estaba en la sala. «Y en su relato están presentes las pibas militantes, como Patricia Dell’Orto, era genuino, pensaba en el otro aún mientras él estaba padeciendo en carne propia los peores tormentos imaginables», agrega. El 28 de junio de 2006 López había dado su testimonio durante casi dos horas. Describió el asesinato a tiros de Dell’Orto y su marido, ambos militantes de Montoneros, y los fusilamientos de Norberto Rodas y Guillermo Williams. 
Jorge Julio López fue víctima de esos huevos de la serpiente autoritaria que parecieran seguir escondidos en alguna incubadora de nuestro país a la espera de las condiciones propicias para volver a arrastrarse sembrando un terror como el del terrorismo de Estado tras el golpe de 1976. El caso López demostró con claridad que la voluntad política del Gobierno de ese período –con la terca y valiente actitud de las organizaciones de derechos humanos– logró la continuidad de los juicios de lesa humanidad, que estos sectores pretendían interrumpir. Pero no alcanzó para esclarecer su desaparición, y a 17 años aún nos preguntamos dónde está, qué le pasó.

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