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El país que dijo NO a las redes

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Esteban Magnani

Australia se convirtió en el primer país en prohibirles el uso de plataformas como Facebook e Instagram a menores de 16 años. Una medida que desafía la industria tecnológica y abre un debate global inédito.

Acceso denegado. El sitio del Comisionado de Seguridad Electrónica de Australia anuncia las nuevas restricciones.

Foto: Getty Images

Desde el 9 de diciembre, niños, niñas y adolescentes australianos menores de 16 años no pueden utilizar las redes sociales. La nueva ley, debatida durante más de un año, no solo aumenta la edad mínima para que los adolescentes abran sus cuentas, sino que, sobre todo, hace responsables a las empresas de que este requisito se cumpla. Si no lo hacen, deberán pagar multas de hasta 33 millones de dólares. Las empresas, como era de esperar, aseguran que es muy difícil determinar la edad de los usuarios. El argumento no es creíble, ya que desde hace años venden publicidad microsegmentada gracias a que pueden conocer en detalle a cada uno de sus usuarios a la hora de ofrecerles publicidad.

Esta prohibición es una respuesta a lo que ya se considera una verdadera crisis de salud mental en niños y adolescentes. Frente a esta situación, escuelas primarias y secundarias de numerosos países, ciudades y provincias empezaron impedir la entrada de los celulares a las aulas en los últimos años. Lo novedoso del caso australiano es que la regulación alcanza a todos y en cualquier parte, además de prever sanciones para las empresas que no cumplan con esta obligación. Si bien las evidencias parecen justificar medidas tan tajantes, hay quienes las consideran invasivas de las libertades individuales. 

Mientras algunos jóvenes buscan maneras de saltear las restricciones con identidades falsas o utilizando una VPN (tecnología que enmascara la dirección de IP del usuario), otros se despidieron de las redes hasta cumplir 16. El debate está abierto y eso, seguramente, será positivo en sí mismo para la sociedad y las relaciones entre padres e hijos. El caso de Australia funciona como un faro capaz de guiar lo que hagan otros países en el futuro próximo.


8 horas por día
Desde hace años crece la evidencia acerca del daño que están produciendo las pantallas en niños y adolescentes, aunque todos coinciden en que el fenómeno no es monocausal. El neurocientífico francés Michel Desmurget, en su libro La fábrica de cretinos digitales, de 2020, analiza una vasta colección de estudios que muestran el creciente uso de pantallas en niños, que alcanza su pico en la adolescencia. Según argumenta, el problema no es tanto que las pantallas hagan mal per se, sino la cantidad de tiempo que quitan a otras actividades mucho más «nutritivas» en términos cognitivos: desde hablar o jugar con otros a hacer algún deporte, leer o tocar un instrumento. Una dieta creciente de pantallas, que en la adolescencia puede llegar a más de 8 horas en promedio, es, en términos cognitivos, equivalente a comer hamburguesas y papas fritas todos los días. Desde su punto de vista, el gran problema es que las pantallas están diseñadas para enganchar, por lo que niños y adolescentes no pueden regular solos esa dieta.

Más cerca en el tiempo, el psicólogo estadounidense Jonathan Haidt, en su exitoso libro de 2024, La generación ansiosa, busca determinar la relación de causalidad entre el uso de celulares y el creciente número de autolesiones en niñas preadolescentes y suicidios en varones adolescentes. Uno de los hitos que señala Haidt para explicar el fenómeno es la llegada de la cámara frontal en los dispositivos en 2010, que aumentó la exposición en redes y la presión social por lucirse frente a los pares en un momento de construcción de la propia identidad que atribuye un gran peso a la mirada ajena. Haidt es un fuerte activista por la regulación de las pantallas y apoyó la medida en Australia.

El impacto del modelo de negocios de las corporaciones tecnológicas se desarrolla también en documentales como 

El dilema de las redes sociales, donde se explica que sus algoritmos funcionan en base a recompensas aleatorias, como una máquina tragamonedas. Las pequeñas dosis de dopamina, un neurotransmisor vinculado al placer, nos condicionan a nivel preconsciente para repetir determinadas acciones: un like, un video que produce una risa breve pero incontrolable o un mensaje nos mantienen scrolleando la pantalla a la espera de un nuevo estímulo. 

El problema de que un sinnúmero de actividades pase por los celulares hace muy difícil abandonarlos. Incluso los docentes que intentan encontrarles un uso pedagógico ven que al tomarlos, los estudiantes reciben notificaciones que los distraen y alejan del objetivo inicial. El costo de no estar en las redes también puede ser muy alto en la relación de pares, porque los puede llevar a quedar afuera de una fiesta, una actividad o un chisme, lo que genera una ansiedad constante. Por eso, la salida individual es muy costosa en lo personal y, tal como se hizo ahora en Australia, resulta necesario salir en conjunto para que esa presión se aminore.

Solo para mayores. La nueva normativa aumenta la edad mínima requerida para abrir una cuenta y hace responsables a las empresas de que esto ocurra.

Foto: Getty Images

Un cambio cultural
En realidad, la medida, que parece tan drástica en un país «occidental» como Australia, ya ocurre en otros. En China, por ejemplo, está prohibido que los menores pasen más de una hora diaria con juegos de red. La red social equivalente a TikTok, llamada Douyin, es regulada por el Estado para que promueva contenidos educativos. Estas y otras medidas de ese país no se veían, al menos hasta ahora, como posibles en Occidente, donde las llamadas «libertades individuales» tienen primacía incluso sobre el bienestar común.

Como explica Shoshana Zuboff en su reciente libro ¿Capitalismo de la vigilancia o democracia?, estas empresas argumentan que su objetivo es empoderar al individuo; de esa manera quitan poder al Estado, el mismo que también debería regularlos. Una vez que la sociedad se diluye en individuos, se dificultan miradas generales que habiliten políticas públicas. Así, las corporaciones tecnológicas se saltan las limitaciones democráticas fogoneando unas libertades que en realidad los dejan a ellos, que controlan los algoritmos, en una posición de poder y control sobre mecanismos a los que nadie más accede.

Por eso, el primer ministro australiano, Anthony Albanese, insistió frente a los adolescentes en que la medida buscaba protegerlos, no castigarlos, y agregó: «Es uno de los cambios sociales y culturales más grandes que haya enfrentado nuestra nación. Es una reforma profunda que reverberará en todo el mundo». Albanese sugirió a los jóvenes que aprovechen el verano para probar un nuevo deporte, tocar un instrumento o leer un libro. En los primeros días no está claro el nivel de aceptación o si los jóvenes abrirán cuentas en otras redes menos conocidas.

Los medios recogieron voces de apoyo de algunos padres mientras otros prometieron ayudar a sus hijos a sortear las limitaciones que, según ellos, afectan un derecho. Este tipo de respuesta seguramente será fogoneada por las corporaciones digitales que buscan evitar que este tipo de política se propague: Malasia ya anunció medidas similares para 2026 y países como Francia y el Reino Unido están estudiando el caso.


Tensar la cuerda
La medida tomada por el Gobierno australiano y votada en el Congreso luego de un largo debate se puede considerar como una decisión de salud pública similar a otras tomadas a lo largo de la historia. Sin embargo, llega en un momento en el que ya no está claro si los Estados pueden controlar o limitar el accionar de las grandes corporaciones. Hasta ahora, los intentos de regularlas o multarlas lograron, a lo sumo, ralentizar apenas un poder creciente que tiende a la autonomía. 

La capacidad del Gobierno australiano para garantizar que se cumpla la nueva ley se tensará al máximo al tocar un aspecto sensible del negocio de estas redes. El objetivo solo se cumplirá si se produce un fuerte cambio cultural gracias al debate en cada familia o comunidad, una reflexión que esta ley, seguramente, ya alimentó.

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