Los dueños de las cosas

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Gracias al argumento de la seguridad, dispositivos y software se cierran sobre sí mismos para limitar los usos de quienes los compran. Libros que se borran, autos que se bloquean, celulares que se hacen más lentos. ¿Quién controla nuestra tecnología?


No copiar. Compañías como Microsoft y Amazon restringen la utilización de sus e-books. (ROLAND/AFP/DACHARY)

En un cuento del periodista y escritor Cory Doctorow, llamado «Pan no autorizado», una inmigrante llegada a los Estados Unidos luego de mucho esfuerzo logra alquilar a un precio muy bajo un departamento totalmente equipado. La alegría comienza a evaporarse cuando, a los pocos días, descubre que los electrodomésticos solo funcionan con insumos del fabricante: una sola marca de jabón determinado para el lavarropas, un detergente para el lavavajillas y lo mismo para el pan de la tostadora. Cada vez que la protagonista intenta usar un producto más barato, la máquina lo rechaza «por cuestiones de seguridad». Poco a poco le queda claro que lo barato sale caro. Los problemas empiezan cuando decide cambiar el software de los aparatos para recuperar el control sobre su casa.
Si bien el cuento es ficcional, describe una evolución existente en la tecnología. Cada vez más aparatos conectados a internet son manejados a distancia por las empresas, que así mantienen el control bajo un nuevo paradigma comercial: el producto como servicio. De esta manera, no venden objetos, sino abonos cuyas condiciones cambian y restringen los usos que se les pueden dar. Hace años que las impresoras son baratas, pero funcionan con cartuchos carísimos que no pueden ser remplazados por otras marcas sin riesgo de perder la garantía y arruinar el aparato. El modelo comercial permite atrapar al consumidor y obtener una renta extendida en el tiempo.
Un ejemplo puntual y reciente de cómo se está perdiendo el control sobre lo que uno compra (o cree comprar) lo dio la empresa Microsoft este año cuando decidió cerrar su servicio de e-books o libros electrónicos. Los comercios cierran hace siglos, pero ahora lo hacen de una manera novedosa: Microsoft no solo cerrará su negocio de libros electrónicos, sino que también borrará los que ya vendió de los dispositivos de los clientes que pagaron por ellos. La empresa devolverá el dinero a los clientes que inicien los trámites correspondientes, pero subraya una tendencia creciente de pérdida de control sobre los productos que adquirimos.
No es la primera vez que pasa: en 2016 Amazon borró de Kindle, su lector electrónico, varias obras, entre las que se contaba nada menos que 1984, la famosa novela de George Orwell, en la que se describe un Estado dictatorial y censurador. El propietario de los derechos le exigió a la plataforma la medida porque no le habían habían pedido los permisos correspondientes. La tecnología causó un problema legal novedoso: no responder a la demanda de quien tenía el derecho sobre el libro era ilegal, pero quitárselo a quienes ya lo habían comprado se parece bastante a un robo. Si bien no era la primera vez que Amazon hacía algo así (ya existían denuncias de copias de Harry Potter «desvanecidas» en el aire), la empresa prometió no repetirlo.
La justificación para tanto control es que lo digital permite copias ilimitadas casi sin costo, algo que, si bien puede facilitar el acceso a la cultura, representa un problema para empresas y autores. Por eso se han desarrollado tecnologías que limitan (o intentan limitar) las copias ilegales, aunque con resultados preocupantes (ver recuadro).

Del martillo al celular
Cuando comprábamos un martillo, podíamos usarlo con cualquier tipo de clavo o superficie a nuestra propia cuenta y riesgo. Sin embargo, en los últimos años nos hemos resignado a chocar contra los límites impuestos artificialmente en productos tecnológicos costosos. Un ejemplo cotidiano: los celulares nos impiden eliminar aplicaciones que la empresa quiere que usemos, aunque nos quiten memoria para instalar otras que necesitamos. El negocio pasa por seguir controlando los dispositivos a la distancia para recabar datos sobre su uso, guiar la demanda futura y cobrar por los servicios. Se podría comprar mayor libertad invirtiendo en un celular más caro, pero los usuarios sin recursos deben resignarse, aunque terminen pagando más en el mediano o largo plazo. Pero ni un celular caro da garantías: en 2017 Apple ralentizó los iPhone 6 sin avisar a sus dueños poco después de lanzar un nuevo modelo. Cuando fue descubierta, la empresa aseguró que era para que durara más la batería.
Otro problema con este fenómeno es que aparatos en perfecto estado pueden dejar de funcionar por un problema de software. El 15 de enero de 2019, Nike lanzó las Adapt BB, unas zapatillas que se atan solas, como las de Michael Fox en Volver al futuro II. El calzado inteligente se conecta a una aplicación que permite regular la presión en el pie para confort del atleta, cambiar los colores de las luces, batería para más de diez días y otros chiches por «solo» 350 dólares. La mala noticia llegó un mes después del lanzamiento, cuando miles de usuarios de Android actualizaron el software y el calzado dejó de funcionar o, como suele decirse ahora, se «brickeó», es decir, se transformó en un ladrillo imposible de resucitar.
Otro ejemplo de la pérdida de control sobre un máquina adquirida es el de la neoyorquina Mary Bolender, quien en 2014 quiso llevar a su hija enferma al hospital en auto, pero no pudo arrancarlo; luego descubrió que el vendedor se lo había bloqueado porque adeudaba una cuota. No era la primera vez que le pasaba. Bolander era una madre soltera que, por sus bajos ingresos, no solo debía pagar más intereses en sus cuotas, sino también aceptar en su auto un GPS accesible al vendedor y un sistema de bloqueo a distancia. Ser pobre es cada vez más caro.
A fines de 2016, un smartwatch llamado Pebble dejó de funcionar luego de la quiebra de la empresa fabricante. Dos millones de personas habían comprado el reloj que se volvió así una cáscara inútil cuando apagaron los servidores en los que buscaba y almacenaba información. La gran ventaja de este reloj inteligente era que podía ser utilizado en conexión a cualquier teléfono, a diferencia de otros, como el Apple Watch, que debe conectarse a un iPhone para funcionar. En el caso del Pebble, los dueños del dispositivo tuvieron la suerte de que algunos desarrolladores de la empresa decidieron diseñar un software para poder seguir usándolo y algunos servicios pagos para financiarlo. La idea es también permitir aplicaciones de otros desarrolladores para que corran en el smartwatch, es decir, volver a abrir la tecnología para favorecer la participación.
La tendencia a ofrecer un uso restringido y controlado de la tecnología parece irreversible, sobre todo porque permite a las empresas obtener un ingreso extendido en el tiempo de clientes que no pueden escapar de los límites tecnológicos que les imponen. Muchas veces seducidos por ofertas que parecen irresistibles o por falta de recursos, los compradores deben aceptar condiciones que demostrarán ser perjudiciales en el mediano o largo plazo. Así van perdiendo el control sobre objetos comprados con la ilusión de usarlos como quieran.

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