23 de junio de 2024
Como efecto de la plataformización, las obras de arte se reducen a «contenidos». Por ello, artistas y espectadores se ven obligados a consumir productos estandarizados.
Emulación. Las plataformas priorizan los contenidos elegidos por sus métricas, lo que produce una nueva forma de uso y de creación.
Foto: Shutterstock
En un ensayo de marzo de 2021, el director de cine Martin Scorsese analizaba la obra de Federico Fellini e intentaba explicar por qué ese tipo de cine ya prácticamente no se hacía. Según él, la idea de «película» se había «devaluado, marginado, degradado y reducido a su mínimo común denominador, el “contenido”», un concepto propio del mundo de los negocios. Según el premiado director, la experiencia de ir al cine había sido remplazada por el streaming, de la misma manera en que «Amazon remplazó a los locales físicos». «Si qué mirar a continuación es “sugerido” por algoritmos basados en lo que ya habías visto y las sugerencias estaban basadas solo en el tema o el género, ¿qué le hace eso al cine?», se preguntaba Scorsese.
Su mirada puede parecer anticuada o melancólica, pero no es el primero en remarcar los efectos de aplanamiento generados por la «plataformización» de la cultura y el arte. Cabe aclarar que críticas similares se hacían también a Hollywood, cuya maquinaria tomaba los éxitos para hacer productos apenas distintos y volver a venderlos como novedad hasta agotarlos. Con las plataformas, ese recurso se ha potenciado enormemente, casi sin fisuras, hasta el punto de apropiarse de buena parte de nuestras decisiones y moldear nuestros gustos para dejarnos como consumidores mayormente pasivos de «contenidos».
El tema se ha vuelto recurrente entre actores y actrices, músicos y músicas, en definitiva, artistas de todas las generaciones que señalan que «más y más fácil», puede ser también «menos».
Sin espacio para la sorpresa
En cada plataforma exitosa se puede ver un proceso similar. Por ejemplo, Spotify cambia su portada regularmente para que el usuario priorice los contenidos (antes conocidos como «música») elegidos por el algoritmo. Incluso cuando alguien decide escuchar un disco entero, una práctica en vías de extinción, una vez terminado, el algoritmo selecciona una lista infinita basada en los propios gustos. Es fácil reconocer el efecto una vez que se pone en palabras: la música que se escucha es agradable, no molesta, pero pasa desapercibida. Uno casi olvida que está «escuchando» música justamente por la falta de desafíos que propone cada nueva canción. No hay espacio para la sorpresa.
Un síntoma de este fenómeno es que prácticamente no se recuerda qué banda sonó a menos que se haga un esfuerzo, mientras que en tiempos de soportes físicos como el CD o, incluso, del mp3 (cuando había que sumar a una lista) se elegía conscientemente algo que podía recomendar un amigo o una nota periodística. Sobre todo, cuando se compra (o compraba) un vinilo, el contacto físico y visual con el objeto, su portada y fotos, hacían de la experiencia musical algo más rico y que ameritaba varias escuchas, aunque más no fuera por la inversión realizada. Si había algo escondido en esa música, un tesoro difícil de desenterrar, era probable que se diera el tiempo para hacerlo.
No solo la experiencia del «consumidor» de «contenidos» se ha modificado. Incluso los artistas deben adaptarse a las exigencias de un algoritmo que no quiere incomodar. Por eso, por ejemplo, deben asegurarse de poner lo más ganchero que se pueda en los primeros 30 segundos de la canción: si no lo hacen, corren el riesgo de que el «consumidor» pase de tema, no cobrar por él y, peor aún, que el algoritmo detecte que esa canción incomoda y la descarta. Intros largas como la de «Shine On You crazy Diamond», de Pink Floyd, serían ahora enviadas al limbo de la plataforma hasta el fin de los tiempos.
Felices los 6. Series como la argentina se repiten en todo el mundo, sin que revelen su origen. No hay diferencias.
Así es se genera un tipo de «contenido» que fuerza a los productores a adaptarse a una nueva forma de consumo para existir, lo que a su vez potencia una forma de consumo pasiva en un loop interminable. El resultado es un aplanamiento de las diferencias que el algoritmo interpreta como un «ruido» a ser evitado para no incomodar a la audiencia.
Esto pasa por ejemplo en buena parte de las nuevas series con actores y actrices de una belleza hegemónica, que se visten con ropa de diseño, viven en casas gigantes y nunca revelan problemas de dinero: todo eso facilita que una persona de cualquier parte del mundo se sienta confortable viendo la argentina Felices los 6 o la turca Gracias, ¿el siguiente? A menos que se hable el idioma de la serie, es prácticamente imposible para el espectador encontrar algún resto de localidad que revele su origen.
Mundofiltro
Entre los muchos autores que analizan esta nueva problemática, se destaca el reciente libro Mundofiltro, del periodista y escritor estadounidense Kyle Chayka, quien relata cómo dejamos cada vez más decisiones en manos de los algoritmos y cómo esta tendencia afecta también el mundo material.
Chayka cuenta que viaja mucho y le gusta trabajar en cafés. Desde hace años que comenzó a seguir recomendaciones de plataformas para encontrar lugares amables, con mesas amplias, buena conexión, café decente. El algoritmo también detectó qué le gustaba y automáticamente le señalaba los mejores: un día notó que todos eran iguales. Los locales utilizaban hasta el mismo tipo de plantas sin importar el clima o la geografía en Japón, Sudáfrica o Brasil. Las fotos de Instagram en las cuentas de los cafés a los que iba y que él también compartía en la red eran casi indistinguibles.
Los encargados de los locales le explicaban cómo luchaban para seducir al algoritmo imitando a los cafés exitosos en Instagram. A partir de cierto tiempo sus métricas caían y sospechaban que la plataforma le baja el techo de difusión a quienes después de un tiempo no pagan por ella. Como no saben realmente los criterios de las plataformas, se produce una «ansiedad algorítmica» en la que se juega el futuro del negocio.
Cosas parecidas se pueden decir sobre prácticamente cualquier ámbito: los lugares turísticos que, por las razones que sea, son mejor evaluados son los que se llenan. Ya no es el boca en boca que siempre existió o una guía especializada. Un puñado de plataformas son vistas por casi todo el mundo y un destino puede estallar porque permite fotos «instagrameables» aunque en realidad esté saturado de gente, no haya nada para hacer o esté rodeado por basura que dejan los mismos turistas. En cualquier caso, el mundo material deberá modificarse para responder a esa demanda que posiblemente sea efímera y depende de los caprichos de los algoritmos.
Para complicar más las cosas, ahora se está sumando el uso de inteligencia artificial generativa que, por definición, decide estadísticamente lo que más se parece a los contenidos con lo que fue cargado y profundiza este fenómeno. Gracias a la IA Generativa, actores, intérpretes, músicos, escritores pueden volverse innecesarios.
Libros, obras de teatro, pinturas, artes plásticas, espectáculos de danza, shows… toda la cultura se ve afectada por la algoritmización y la creciente pasividad de un público que deviene simple consumidor. Los efectos atraviesan la concepción de las obras y también la experiencia. La internet que se soñó en los inicios, que permitiría una multiplicación de emisores y receptores fue hackeada por empresas que reciben y redirigen el flujo de los contenidos en base a un solo criterio que refuerza la homogeneización: ganar dinero.
Nuestro gusto, móvil y fluido, que se enriquece con paciencia y experiencias imprevistas, se atrofia cuando el algoritmo lo alimenta sin parar con lo que ya nos gustaba al primer bocado.
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