27 de junio de 2023
La socióloga propone estudiar las inequidades desde una perspectiva sociohistórica. Los limitantes de la redistribución del ingreso.
«Hay que poner menos el énfasis en el 1% más privilegiado y volcarlo hacia el entramado que permite que las desigualdades se reproduzcan», propone Mariana Heredia, licenciada en Sociología por la Universidad de Buenos Aires, magíster y doctora en Sociología por la École des Hautes Études en Sciences Sociales de París. Sostiene, además, que «parte del combate de la desigualdad no puede limitarse a hacer tributar a los ricos y a distribuir ingresos, sino que tiene que redundar también en instituciones de convivencia de calidad más allá de cuál sea el poder adquisitivo de las familias».
Investigadora independiente del Conicet en la Escuela Idaes (Universidad Nacional de San Martín), donde también dirige la maestría en Sociología Económica, Heredia trabaja sobre las desigualdades sociales y el poder con una mirada histórica. Es autora de À quoi sert un économiste (La Découverte, 2014); Cuando los economistas alcanzaron el poder (Siglo XXI, 2015); y ¿El 99% contra el 1%? Porqué la obsesión por los ricos no sirve para combatir la desigualdad (Siglo XXI, 2022), donde se pregunta cuánto iluminan y cuánto confunden las definiciones aritméticas de la desigualdad y si alcanzaría con quitar sus privilegios a ese 1% para constituir una sociedad más equitativa.
–En ¿El 99% contra el 1%? Porqué la obsesión por los ricos no sirve para combatir la desigualdad usted sostiene que documentar las ventajas de una minoría es un paso insoslayable para entender el problema, pero que es necesario ir más allá si lo que se quiere es revertir la ecuación. ¿Qué deja afuera el análisis cuando solo se centra en cuantificar porcentajes?
–Por un lado, me parece que el tema de la desigualdad social es algo que nos angustia a todos. Hay una gran dificultad para establecer un diagnóstico novedoso y, a partir de él, un conjunto de políticas que nos den al menos la esperanza de que podemos revertir esas situaciones dramáticas. La profundización de las desigualdades y el aumento de la pobreza no es algo nuevo ni en Occidente ni en América Latina. Hace ya casi 50 años que venimos documentando en todo el hemisferio occidental que en los nuevos cambios que vivió el capitalismo a partir de la década de los 70 las sociedades se han ido volviendo más polares, con una creciente distancia entre los que más y los que menos tienen. En ese contexto, el primer movimiento de las ciencias sociales fue obsesionarse por los más pobres: documentar sus privaciones, las dificultades en términos de vivienda, de alimentación, de cuidado de la salud, etcétera. En gran medida, para respaldar las políticas públicas, se focalizó casi exclusivamente la atención en esos grupos que eran pobres o que estaban cayendo en la pobreza.
«Con los cambios del capitalismo, las sociedades se han ido volviendo más polares, con creciente distancia entre los que más y los que menos tienen.»
–¿Qué limitantes conlleva una definición aritmética de la desigualdad?
–Me parece que eso es parte del problema del diagnóstico, que es creer que vamos a encontrar la explicación y la solución a la pobreza mirando a los pobres. Y en ese contexto se publicó un libro muy famoso que produjo un economista francés, Thomas Piketty, sobre el capital en el siglo XXI reintroduciendo una mirada relacional sobre las desigualdades, sosteniendo que para entender por qué somos más desiguales y por qué hay más gente pasando privaciones no alcanza con mirar solamente a la base de la pirámide social sino que hay que mirar también a los que están ganando y a los mecanismos que articulan estos fenómenos. La cuestión es que esa mirada estuvo protagonizada por economistas que utilizaban ciertas fuentes de información –sobre todo, las declaraciones tributarias– y tendieron a tener una mirada muy cuantitativa, muy matemática sobre las desigualdades, muy centrada en los países desarrollados, soslayando tal vez una mirada más cualitativa, de qué capital estamos hablando, para qué países y con qué mecanismos. Eso llevó a que algunos de los movimientos que se inspiraron en ese diagnóstico instituyeran la idea de un 99% contra un 1%. Esto fue un avance en la discusión pero hay que dar algunos pasos más, sobre todo visto desde Argentina.
–¿Cuáles, por ejemplo?
–Es necesario tener en cuenta, por un lado, que no es lo mismo hablar del 1% en Estados Unidos o en Francia que en los países de América Latina, porque no somos tan ricos y porque los ricos no son ni tan numerosos ni tan afortunados. Por otra parte, la idea del 1% y del 99% hace pensar que existe solo un vector de desigualdad, que en el caso de Piketty era la percepción de riqueza e ingresos. En el caso de América Latina es mucho más complicado, puesto que las declaraciones tributarias son más problemáticas, menos confiables y, además, porque no en todas partes la riqueza significa lo mismo ni compra las mismas cosas. Entonces, hay un conjunto de elementos para problematizar y sobre todo no contentarnos con la idea de que todo el 99% es víctima de una minoría que no sabemos bien dónde está y que acumularía todas las ventajas. Esa distinción puede ser un punto de partida, pero no alcanza con que sea un punto de llegada. La idea del 1% presupone que hay una sola minoría, un solo principio de desigualdad y una sola escala.
–¿Cuáles son los principios de desigualdad?
–Es necesario diferenciar distintos problemas. Una cosa es cuando hablamos de desigualdades económicas; ahí tener realmente muchos volúmenes de capital permite que algunas personas promuevan o no ciertos negocios susceptibles de generar riqueza, susceptibles de generar trabajo. Entonces una cosa es el vector de la desigualdad económica que, además, hoy en el mundo tiene una escala planetaria. Los capitales se desplazan con mucha facilidad y de hecho gran parte de la riqueza económica argentina, en el sentido de las grandes empresas, los grandes negocios, los recursos que van a permitir, por ejemplo, que se desarrolle Vaca Muerta o el litio en las provincias del país, no son de origen nacional; tienen capitales que provienen de otros países. Entonces, a la hora de pensar la desigualdad económica, el capital, la escala es transnacional y el gran poder de ese capital es promover o abortar proyectos de generación de riqueza y eventualmente de generación de puestos de trabajo. Otra cosa es cuando hablamos del bienestar, la capacidad de gozar de los bienes y las prerrogativas que otorga la historia en un momento determinado. Ahí la escala es más nacional y hasta diría más metropolitana. Y finalmente, la escala del poder político. Parte de lo que argumenta el libro es que en el debate público en Argentina hay una suerte de obsesión por la Casa Rosada como si ahí estuvieran todas las palancas del poder institucional en el país.
–¿Qué supone hablar de poder político?
–Hablar hoy del poder político supone mucho menos hablar de la presidencia o tanto hablar de la presidencia como hablar de otros poderes institucionales, los gobernadores, los jueces, los dirigentes de organismos descentralizados, como pueden ser las universidades nacionales, que tienen una duración en el tiempo muchas veces más larga, que tienen recursos que pueden manejar de manera tanto o más discrecional que el presidente y que además están mucho menos bajo el escrutinio público.
–Plantea lo limitante de analizar la desigualdad solo desde un aspecto redistributivo. ¿Qué otras cuestiones habría que tener en cuenta?
–Me preocupa muchas veces que nos sentemos a esperar el gran impuesto a las grandes fortunas para que entonces podamos pensar en la reversión de las desigualdades. Primero que el problema en Argentina es menos modificar la legislación tributaria que hacerle pagar a los que tienen que pagar. Acá nuestro problema es que hay una gran parte de la economía, y una parte de la economía muy próspera, que está en negro o que está ubicada por fuera del sistema bancario y por fuera del país. Pero además de eso, aun cuando lográramos mejorar los impuestos y hacer pagar a quien corresponde, no es que con un clic vamos a cambiar las desigualdades, porque aun cuando distribuyéramos mejor el ingreso –y enhorabuena sería que lo hiciéramos–, permitir que más gente acceda al consumo no necesariamente garantiza mayor igualdad. En este momento hay dinero circulando en los sectores populares; el tema es que ese dinero alcanza para cada vez menos y vivimos en una sociedad cada vez más privatizada. La cuestión es cómo ponemos como sociedad un filtro entre el poder adquisitivo y aquello que se puede y no se puede legítimamente comprar.
«Para entender por qué somos más desiguales hay que mirar a los que están ganando y a los mecanismos que articulan estos fenómenos.»
–¿A qué se refiere con la idea de «filtro»?
–Para muchos argentinos es escandaloso que alguna gente pueda tener un tratamiento de una enfermedad grave y otros tengan que pasarse la vida en una cola esperando que los atiendan. Eso es poner un filtro; eso es decir que hay cuestiones que no están a la venta. Me refiero a las condiciones básicas de existencia de las personas y no alcanza con que tengan acceso, además, ese acceso tiene que garantizarles calidad. Y ni hablar de otras cosas que se venden pero no deberían venderse, como la protección policial o la preferencia cuando uno llega a un litigio judicial. Hay ciertos bienes públicos de calidad que deberían ser inmunes al poder adquisitivo de los ciudadanos.