18 de mayo de 2024
Un lugar soleado para gente sombría
Mariana Enríquez
Anagrama
229 páginas
Sello. La escritora explora en su obra los límites del gore, lo macabro, el grotesco.
Foto: Nora Lezano
En mayo de 2010, Mariana Enríquez publicaba una nota en el suplemento Radar de Página/12 sobre la remasterización de Exile on Main St., ineludible disco de los Rolling Stones. La nota se titulaba «Un lugar soleado para gente sombría». Hoy, casi tres lustros después, publica su tercer tomo de cuentos (luego de Los peligros de fumar en la cama y Las cosas que perdimos en el fuego) y elige esa misma frase para titularlo.
Hay una oscura belleza, una encantadora contradicción en ese enunciado: la convivencia entre lo resplandeciente y lo tenebroso. De eso sabe Enríquez, de los límites del gore, lo macabro, el grotesco; de freaks, yonquis y personajes al borde de la locura. Lo que podríamos llamar la estética de lo horrible. Un lugar soleado para gente sombría no escapa a ese sello.
Ahí está el primero de los doce relatos, «Mis muertos tristes», uno de los mejores –no es difícil de linkear con Los Living de Caparrós y con la larga lista de regreso de muertos vivos–, donde los que ya partieron se corporizan, toman la palabra y vienen «a recordarnos nuestra miseria, nuestra mezquindad». Y «Julie», una prima esquizofrénica que vuelve de Estados Unidos junto a su familia, arrastrando la vulgaridad gringa y la falacia de un status social, que tiene relaciones carnales con amigos imaginarios a partir de sesiones de espiritismo.
En «Metamorfosis» –imposible no pensar en «Cacería» de María Teresa Andruetto o el mismo «Lo que perdimos en el fuego»– lo que se pone en juego son ciertos estándares: lo deforme como elección. Y el cuento que da título al libro, otro de los más destacables, con aires de Breston Ellis, trata sobre una periodista que trabaja para una revista neoyorquina y, mientras atraviesa la pérdida de su pareja, viaja para escribir una nota sobre Elisa Lam, estudiante canadiense de origen chino que muere en el Hotel Cecil de Los Ángeles.
«Diferentes colores hechos de lágrimas» describe el mundo de la moda frente a un viudo rico que arrastra una maldición, con Lovecraft atravesado por la generación X. Y «La mujer que sufre» explora la duplicación de identidades, imágenes en el espejo, superposición de universos, hipocondría o delirio; otra vez la enfermedad, otra vez el cuerpo, todo narrado a través de WhatsApp. «Cementerio de heladeras» se centra en un juego de chicos en una fábrica cerrada durante la dictadura, con un crimen congelado en el tiempo y la culpa que taladra. Metáfora –por qué no, si al fin y al cabo el que lee es el que interpreta– de los desaparecidos: el equipo de antropología forense, «un horror en el que nadie quiere pensar», «lo fácil que fue» dejar atrás los derechos humanos.
Porque todo género literario es político, y ahí Enríquez fija una clara postura con el terror como bandera. Piqueteros cortando avenidas, estatales pidiendo aumentos, despedidos, reincorporaciones, diatribas sobre la corrupción. «No creo que sean lacras y negros y extranjeros y descartables e irrecuperables»; «el fascismo empieza con miedo y se transforma en odio».
Si bien es cierto que por momentos la autora se excede en la presencia de seres fantasmagóricos y nos plantea el interrogante de qué tanto queda por inventar para no reincidir en tópicos ya recorridos, es cierto también que todo género necesita sus referencias y no siempre puede abstraerse de ellas. En «Los pájaros de la noche», dedicado a Mildred Burton y concebido bajo la influencia de Shirley Jackson, afirma: «Esto no existe. Pero cómo escapar de algo que no existe». La lectura de estos cuentos tiene un efecto similar.