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Texturas sobre la infancia

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Mariano del Mazo

El rostro de los acantilados
Lisandro Aristimuño
Viento Azul

Origen. El álbum tiene la calidez de una foto de la infancia en un patio o una playa de Viedma.

Foto: Valentín López López

A veces planeando en círculos, otras con una dirección definda, como un ave migratoria, Lisandro Aristimuño parece volver una y otra vez a su origen. En sintonía con el famoso poema de Aníbal Troilo sobre el barrio, tal vez nunca se fue: siempre está llegando. El rostro de los acantilados es una foto de la infancia en un patio o una playa cercana a Viedma, la evocación de los días en los que con su hermano jugaba a imaginar lo que proyectaban en sus mentes los huecos de los acantilados. Con un pulso más reflexivo que melancólico, la mirada de Aristimuño hacía los estirados días patagónicos se reparte en trece canciones sensibles y sencillas que abundan en ese electro pop trovadoresco que lo conecta tanto con Beck como con Jorge Drexler.
El disco es un cuento que tiene inicio, desarrollo y final. El tema que abre es el que cierra: dos versiones de la canción que titula el álbum, «El rostro de los acantilados». «Resume bastante de lo que vengo haciendo hace ya veinte años. Mi primer disco es del 2004. A partir de ahí fui encontrando muchos matices a lo largo de mis discos, muchos estilos; me encanta mezclar estilos, no pertenezco a ninguno pero a la vez pertenezco a todos. No tengo prejuicios. Cada vez encuentro más mi identidad en los discos, cada vez me doy más cuenta de que soy yo quien los hace», dijo en una entrevista.
Hay muchos invitados. De aquí y de allá, ilustres y desconocidos. El músico británico Jono McCleey canta en «No ves tal vez»; Nicolás Alfieri, del grupo Todo Aparenta Normal, participa en «Tres de abril»; David Lebón en «Por encima del fuego» y Pedro Aznar mete voz y mandolina en la grácil y bella «Devolver tu amor»; Lucas Martí se luce en «A lo mejor»; Mariana Michi, en «Bailar». Por originalidad, por el clarón de Martin Pantyrer, por el relato de Víctor Hugo Morales, «1986» asoma como la perla del disco. Es un viaje a la épica de México 86 que, cuenta, coincidió con el momento del nacimiento de Tomás, su hermano menor. Habla de la gloria de «tener un bebé en casa». «El sol temprano ilumina el rosedal/ Desde el estadio, Maradona ríe/ Yo contemplando tu llegada a este mundo», dice la primera estrofa, como una epifanía.

Más allá de las intenciones narrativas, el rionegrino es un cantautor de climas. El peso de las palabras se disuelve en texturas, en un ambient pop que se escucha con múltiples capas y siempre orgánico. El sonido Aristimuño se vincula a aquel verso de T.S. Eliot que prioriza el suspiro a la explosión. No son las aguerridas frases que mordían Palo Pandolfo o Gabo Ferro, ni siquiera la poética festiva y excitante de un Leo García, para nombrar a tres colegas algo mayores: lo que destaca a Aristimuño de la aristocracia argentina de los songwriters –que integra con autoridad– es un vuelo etéreo sobre la música de las palabras. Él mismo dijo una frase en ese sentido: «El rostro de los acantilados es como un grandes éxitos de mis texturas».
Las mejores canciones («Príncipe de lata», «Bailar») son las que funcionan como ventanas abiertas. El sentido lo completa el oyente. Es otra de las características del arte de Aristimuño. Lleva los temas de paseo, de la mano, y los deja, como suspendidos. Queda la exhalación de un perfume. El último tema, «El rostro de los acantilados», con voces guturales y ritmos en loop, es el fade out de una historia. Una sugerencia. ¿Final abierto? ¿El eterno retorno? O todo lo contrario, ¿la imposibilidad del regreso? Al fin, son como los huecos de los acantilados. Cada uno ve lo que quiere ver y escucha lo que quiere –o necesita– escuchar.

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