13 de diciembre de 2024
Antes de alcanzar la estatura de mito, en 1974 la cantante se presentó en el Town Hall de Nueva York con un repertorio conmovedor que hoy se escucha como una delicia grabada.
Gesto político. Mercedes llegó con sus canciones a la boca del lobo del imperialismo.
Foto: Prensa
Es febrero de 1974, en Nueva York hace un frío de perros y el mundo vive en la tensión de una Guerra Fría que en los países periféricos es caliente y sangrienta. En Chile acaban de arrasar con la primera experiencia democrática socialista y mucho tuvo que ver el presidente de los Estados Unidos, Richard Nixon, que en pocos meses será jaqueado por el escándalo de Watergate. En ese marco, una artista militante gira por todos lados como la portavoz del ideario marxista.
Está afiliada al Partido Comunista, canta como una diosa severa y dulce al mismo tiempo, viene de una gira consagratoria por Europa.
Actuar en el exterior significa para ella trabajo y un poco de aire fresco: en la Argentina se la están haciendo difícil.
La primavera camporista duró un suspiro y la Triple A despliega una cacería en las calles, en los teatros, en los sindicatos. Mercedes Sosa es amenazada, y resiste como puede el accionar paraestatal que desde las sombras maniobra José López Rega con el presidente Perón todavía vivo. Lo que en el mundo es comunismo versus capitalismo, en la Argentina es izquierda versus la ortodoxia peronista y, luego, el poder de la dictadura militar. Perón no le perdonó a Montoneros el asesinato de su leal José Ignacio Rucci, y en la volteada también queda puesto en foco todo aquello que tuviera tufillo de izquierda.
A río revuelto, Mercedes Sosa se presenta en la boca del lobo del imperialismo: Nueva York. Los servicios de inteligencia trabajan a tope. En las paredes cercanas al teatro se replica un grafiti: «Fuera bolches de New York». El Town Hall de Manhattan es un hervidero de gente: latinoamericanos penando el exilio, algunos locales también.
Cumbre. Con la guitarra de «Pepete» Bértiz, la vocalista deslumbró con su madurez interpretativa.
Foto: Prensa
Está por ocurrir un acontecimiento artístico que es, en esencia, un gesto político. Sola, ocasionalmente con su bombo, con la guitarra del músico mendocino Santiago «Pepete» Bértiz, la cantante encuentra el punto justo de su madurez interpretativa. Al borde de los 40 años está cambiando la piel: sube, peldaño a peldaño, hacia un olimpo que la consolidará como leyenda de la canción.
Guitarra y voz
Después de su irrupción como exquisita voz del Nuevo Cancionero –ese movimiento y manifiesto identificados con el PC surgido en Cuyo, con Armando Tejada Gómez, Tito Francia, Oscar Matus y otros–, Mercedes Sosa tuvo una carrera inapelable con los mojones de una serie de discos extraordinarios. Impuso un repertorio nuevo con dos obras rotundas de la dupla de Ariel Ramírez-Félix Luna: Mujeres argentinas (1969) y Cantata sudamericana (1972). En el medio, el álbum Homenaje a Violeta Parra (1971), en el que impulsó globalmente el repertorio de la chilena. De Alfonsina y el mar y Juana Azurduy a Gracias a la vida y Volver a los 17, el mundo estaba empezando a cantar otra canción. Y la aristocracia artística queda embelesada con la voz de la tucumana: figuras tan disímiles como Joan Baez, Caetano Veloso o Silvio Rodríguez le rinden pleitesía.
El recital del Town Hall es largo y emocionante. Va del repertorio más combativo («Triunfo agrario», el emblemático «Si se calla el cantor», «Hasta la victoria», «Plegarias a un labrador», «Cuando tenga la tierra») a clásicos del folclore argentino como «Balderrama», «Al jardín de la República», «El alazán» y hasta un tango como «La última curda» («Para los porteños de la sala… ¡me va a costar por la erre!», dice). De alguna manera, es una precuela de sus conciertos de regreso a la Argentina luego del exilio. Aquel ciclo en el teatro Opera de febrero de 1982 fue, como la noche neoyorquina, la expresión de un cancionero amplio, con un trasfondo político y un estremecedor ida y vuelta con el público. El del Town Hall tiene la característica, no menor, de la economía instrumental: finalmente es un concierto de voz y guitarra. Aún en la inmensidad del escenario, «Pepete» Bértiz llena de música la sala. Es un guitarrista virtuoso y dúctil, que venía de tocar en Tres para el folklore y en Los Andariegos. Formaba una dupla de hierro con Mercedes, pero murió imprevistamente en 1978.
Entre tema y tema, la cantante habla. Enseña, recita, contextualiza, despliega su carisma. Luego de «Si se calla el cantor» refiere al asesinato de Víctor Jara, a cargo de las huestes de Pinochet luego del golpe de estado de 1973. «Hace poco tiempo un cantor ha sido callado de la peor manera por la peor gente, la que odia directamente a los artistas», dice antes de despacharse con «Te recuerdo Amanda», esa obra maestra del chileno. Antes de la zamba de Leguizamón y Castilla, «Balderrama», explica: «Balderrama es un lugar donde se va a tomar un vino, a comer una empanada, en Salta, al norte de la Argentina. Es un lugar muy simpático donde iban o van todos los compositores y poetas de Salta. Lo malo de estos lugares es que cuando se hacen famosos ¡ponen un bowling o una cosa así! O le empiezan a poner manteles y lo arruinan. Como Pippo, allá en Buenos Aires». Y sigue la deriva gastronómica que refiere a los churrascos de Pippo y la costumbre de los habitantes del norte argentino de mascar coca: «¡No hablo de la Coca Sarli ni de la Coca cola!».
El concierto es una delicia por donde se lo escuche. Un material guardado bajo siete llaves y que ahora fue exhumado con la autorización de sus nietos, Agustín y Araceli Matus. Mercedes Sosa todavía no es el mito incuestionable; es, sí, una cantante extraordinaria en el tembladeral de la dialéctica de su época, que está a punto de convertirse en bandera. Pasaron 50 años: resulta extraño escuchar esa voz, ese mensaje, en estos años oscurantistas. La grabación funciona como la apertura de una cápsula del tiempo. O, desde otra perspectiva, como un faro en la tormenta. Nos recuerda, para bien y para mal, que nada es para siempre.