De cerca | ENTREVISTA A MANUEL SANTOS IÑURRIETA

«Este es un momento de resistencia»

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Ezequiel Obregón

Con el estreno de El invierno del Oso en el CCC, asume la dramaturgia, la dirección y la actuación de un unipersonal que, desde el humor, reflexiona sobre el amor y la guerra.

Foto: Jorge Aloy

Manuel Santos Iñurrieta comenzó su carrera teatral en pleno derrumbe del país. Fue 2001 el año en donde se dio a conocer como dramaturgo con El apoteótico final organizado, que también marcó el inicio de la primera agrupación que integró, El Bachín Teatro. Casi como si la serie social fuera parte de una obra que se desarrolla siempre bajo las luces y sombras de la historia, los 37 espectáculos posteriores en los que intervino desde distintos roles siempre tuvieron algo para decir sobre el presente. Y, por extensión, sobre un tiempo pretérito que ofreció héroes y villanos, mientras que gran parte de la humanidad peleaba para alcanzar una vida más digna.

«Hay un interés grupal y personal por los temas históricos», reconoce el ahora integrante de Internacionales Teatro Ensamble, compañía con la que presenta su nuevo espectáculo, El invierno del Oso (Crónicas antifascistas en Stalingrado), en la sala Osvaldo Pugliese del Centro Cultural de la Cooperación. «Hemos hecho obras como Teruel en su momento, con El Bachín. El tema de la historia está siempre presente.

Tenía ganas de hacer un monólogo, un unipersonal. Tenía mi personaje de payaso bastante afilado y deseoso de encarar un nuevo proyecto. Se acercaban los 80 años del triunfo sobre el fascismo. Y el fascismo es un tema preocupante, que me llama la atención y me invita a investigar el motivo del resurgir del odio, de la oscuridad ascendente en Europa y en Latinoamérica también. Y apareció Stalingrado como una de las batallas más cruentas de la Segunda Guerra Mundial, si no la más, con dos millones de muertos. Hay odio y oscuridad ahí, pero también hay gestos de épica. Y me interesó trabajar sobre el contraste generado en una escena tan dramática y brutal con un personaje haciendo humor, para encontrar ahí herramientas para la subsistencia».

Se trata de una obra en la que coexisten varias ideas, pero también hay una marcada atención a lo formal: aparecen la poesía, la impronta gráfica, lo multimedia.
–Sí, y también hay una búsqueda de pensar estilísticamente al stand up como forma y la risa cuando nos frena. ¿Hay algún momento en el que la risa se detiene o es impertinente? Preguntas que nos impulsaron a encarar el espectáculo.

–El protagonista está a punto de morir y, en un momento, la guerra adquiere una dimensión casi abstracta.
–El protagonista es un héroe anónimo que tiene una llave, que es el tango. Y eso se relaciona con una muletilla que repite insistentemente: «Cómo se cruza la historia, cómo se va ligando; parece que todo es tango». Podemos encontrar elementos de argentinidad en España o, lógicamente, en la avenida de Mayo, pero también en Stalingrado. Hay un dato que me acercó el investigador de tango Walter Alegre: en Auschwitz ponían un disco de tango para desmoralizar a los prisioneros. El tango se llama «Plegaria» y se conoció en ese contexto como «el tango de la muerte». Nuestro juego es que, casi como un desquite simbólico, en Stalingrado hay un soldado que, esta vez, se lo hace escuchar a los nazis. Pero, además, la idea del tango como elemento servía para remitir a lo estrictamente nacional. De cualquier manera, hay un momento en el que uno encuentra que desde la emoción todo se funde, lo nacional y lo internacional. El soldado está enamorado, quiere volver a su casa, abrazarse con los suyos. Y ese gesto humanístico nos encuentra a todos y logra una empatía con el espectador, que ya se olvida si está en Stalingrado o en Alemania.

Vivimos en una cultura que nos ofrece narrativas de la guerra, sobre todo desde Hollywood, donde se gana, se llora por los que no están, se levanta la bandera. En cambio, en tus piezas se valora más la idea de «pequeñas épicas».
–Yo creo en los pequeños gestos de la humanidad. Este soldado, que se está despidiendo de su amada, tiene para regalarle una flor. Ese gesto, en medio de la desolación total, habla de una humanidad. Entonces uno advierte que hay una peripecia, que va a haber un cambio de suerte, porque nosotros ponemos el acento en eso, fundamentalmente: en que nadie nace malo, en que serán los hombres y las mujeres quienes van a poder protagonizar las transformaciones sociales. En el pasado y en el presente podemos encontrar gestos que son de la micropolítica, que nos alertan que estamos vivos y que, en todo caso, hay salida.

Foto: Jorge Aloy

Además de abordar el cruce entre lo nacional y lo foráneo, tu teatro está lleno de anacronismos. ¿Una forma de pensar que, tal vez, nada en la historia cambió tanto como pensamos?
–Sin lugar a dudas, hay una continuidad de las batallas que también cambia, porque hay avances tecnológicos brutales, pero las preguntas sobre la existencia siguen siendo las mismas. Por ejemplo, esas soledades que nos atacan y nos perturban los domingos a la tarde. Somos nosotros los que tenemos en nuestras manos la posibilidad de transformar esos presentes y esos sentimientos, si se quiere.

¿Cómo describirías el escenario actual del teatro argentino?
–Hay un momento de la obra en la que aparece un pequeño poema que dice algo así como que hay que aguantar, así como hay que sostener el amor hay que aguantar también, así haya poca gente en el teatro. Y eso es como una invitación a sostener las ideas que tenemos, aunque no se vendan entradas. Porque advertimos también que esas entradas que se venden muchas veces están dadas por otro tipo de productos comerciales que jerarquizan un tipo de teatro por sobre otro. Pero sabemos que es el mercado y también sabemos que la industria, muchas veces, termina cortando el bacalao en una o en otra dirección. Este es un momento de resistencia, de pasar a la ofensiva con lo que tengamos, con el cuchillo entre los dientes, salir a pesar de todo. No desde la nada, como una torpeza juvenil, y hago un elogio de los jóvenes. Tenemos en la historia del teatro nacional todas las herramientas para salir a discutir con el presente: formas de organizarnos, de pensar, de investigar. Hay que seguir empujando y presionando para que se produzca y no necesariamente caer en la tentación de ir hacia los caminos de las modas, que en muchas ocasiones terminan siendo experiencias vacuas. En el terreno de la política cultural, creo que también hay que seguir buscando espacios que nos encuentren y no partirnos por diferencias estilísticas.

El invierno del Oso fue estrenado en Cuba. ¿Cómo fue esa experiencia?
–Fue hermosa, porque fuimos en 2023 y 2024. Primero al Festival Internacional de Teatro de La Habana, en donde hicimos una primera versión del espectáculo que sirvió muchísimo para advertir a dónde les resuena el humor a otros pueblos. Al año siguiente fuimos a la 1° Bienal de Humor Político de La Habana con otra versión. Modificamos algunas escenas, probamos otras. Y ahora estrenamos la tercera versión, que espero que sea la definitiva.

Hay dos temáticas en agenda que, en mayor o menor medida, modificaron el modo de hacer arte: una tiene que ver con el feminismo y la otra con los temas sobre los que no nos podemos reír. ¿Pensaste alguna vez sobre esto?
–La pregunta me invita a seguir pensando y voy a responderla de forma muy parcial. Yo parto de pensar a la obra desde un lugar de debilidad. Quiero decir lo siguiente: tengo algunas ideas, no sé si son las ciertas. En todo caso, creo que el espectáculo camina por aquí y lo pongo a consideración para completarlo con el público. Lo que sí tengo clarísimo es con qué no voy a hacer humor. Nunca voy a hacer humor con el dolor del otro. Hay un posicionamiento ideológico. No voy a hacer humor con la desdicha de los pobres, por ejemplo. Ni con aquel que está dolido y con el corazón abierto. Eso lo dejo a un costado y voy a buscar otros caminos. A veces salen, a veces no. A veces uno cree que el planteo puede llegar a lograr comicidad y se da cuenta de que no: es prueba y error, por eso hablo de debilidad.

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