Cuento | por Flavio Lo Presti

Ratonera

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Flavio Lo Presti (Córdoba, 1977) recopiló columnas periodísticas en Recuerdos de Córdoba (2013) y Yo escribo mucho peor (2015, 2019) y publicó los libros de relatos Los veranos (2018) y Los nombres (2021). Periodista cultural y profesor de Letras, vive en la ciudad de Córdoba.

A veces no tenía ni para el colectivo, así que empecé a usurpar la parte baja de la cucheta en el departamento que compartían Oscar y Gabriel, dos expertos en el arte de escuchar. Yo tenía veinte años y me acababa de separar de una mujer más grande a la que había conocido en mi primer año en la facultad; Oscar y Gabriel eran dos desconocidos a los que había cruzado de casualidad y que habían resultado inesperadamente generosos. Pero no la pasaba bien ahí. Nuestra dieta, por ejemplo, era de una frugalidad suicida. Cuando no había un cordero que llegaba desde el sur de Córdoba con Oscar, el menú estaba casi siempre limitado al arroz, los fideos, las galletas de agua, agua propiamente dicha y vino en caja. No hacíamos otra cosa que hablar huevadas hasta la madrugada, o leer poemas: Gelman, que se confesaba sentado como un inválido en el desierto de su deseo por alguna mujer, igual que yo; Quasimodo, que decía que todos íbamos a morir con la noche. De fondo casi siempre sonaba Pixies, o alguna banda grunge. Y a la hora de irnos a dormir yo lidiaba –todos los días, cada día– con el insomnio y con la sensación de que me moría. Me agarraba un dolor insoportable en el brazo izquierdo, signo de infarto inminente, y la cabeza parecía volárseme como bajo el efecto de una droga. Lo único que me tranquilizaba era prender una linternita que Oscar dejaba sobre la mesa de luz y buscar en el diccionario el significado de apoplejía, como si la definición fuera un conjuro sanitario.
Así llegué a diciembre. Como Oscar y Gabriel volvían a sus respectivos pueblos, me dejaron la llave y me quedé encerrado en el edificio. En los pasillos no entraba la luz natural, y yo sobrevivía al hambre y a la inminente apoplejía con una dotación de yerba y galletas de agua que me hacía sentir un astronauta pobre. Dormía de día, me despertaba de noche y leía libros con los que trataba de apagar el silbido amenazador del ataque. Pero no había caso. Ni Philip Dick, ni Ray Loriga, ni Sartre podían hacer callar el aullido del pánico.
Lo único que me llegaba desde el exterior, a través del hueco de luz del edificio vacío, eran las noticias de Germán, el vecino. Germán era un caso polémico. Ayudante alumno en una materia en medicina, era salteño, no leía libros y ejercía quién sabe qué fascinación de futuro triunfador sobre Oscar y Gabriel. Solía pasar tiempo en «nuestro» departamento conversando sobre carreras de autos o contando aventuras sexuales que consistían, en general, en un uso misterioso de su condición de ayudante alumno para acostarse con estudiantes a las que después abandonaba. A veces nos sorprendíamos con los gritos desesperados de mujeres jóvenes y despechadas que lo reclamaban en la puerta de su departamento mientras él ahogaba las carcajadas en nuestro living.
En los días en que me quedé solo, muy pocas veces tuve que rechazar sus invitaciones a través de la ventana. De día dormía y mantenía la persiana cerrada, y de noche me quedaba adentro como un preso, leyendo y viendo programas en el cable. A veces salía y caminaba por ese pueblo fantasma que era Nueva Córdoba en enero antes de la bonanza sojera, sin luces y sin comercios, sin vidrieras. Después volvía, enfrentaba al monstruo del pánico, leía la definición de apoplejía para inducirme al sueño y tenía pesadillas de las que no recuerdo nada pero que me devolvían a la realidad oliendo como un chancho y bañado en transpiración.
Un día sentí que el pecho me estaba por explotar. Abrí los ojos y después la persiana en un reflejo automático, esperando que la luz solar y el aire que se colaban por el hueco en el centro del edificio me sacaran el ahogo. Respiré como pude, me apoyé en la ventana. Así, respirando como un búfalo furioso, vi de golpe, como si apareciera de entre una niebla, a Germán.
Estaba apoyado en el alfeizar del contrafrente de su departamento. Parecía esperar fumando a que yo abriera la persiana, porque apenas me vio se animó y sonrió. Por alguna razón, el gesto me alivió instantáneamente. Empecé a sentir que la contracción en el tórax cedía, puse la bolsa a un costado y dejé que el aire volviera a entrar de a poco en los pulmones. Lo saludé tratando de disimular el estado del que estaba saliendo, pero en lugar de responderme me hizo una seña enérgica con la palma de la mano, pidiéndome que esperase. Lo vi agacharse y después se incorporó con un bolso en las manos del que sacó un muñeco. Lo dejó quieto un rato, sostenido en el aire, y empezó a manipularlo como a un títere. No pude evitar reírme, y entonces él empezó a mover su cabeza en una especie de afirmación enfática, mientras jugaba con el muñeco con el frenesí de un animador de fiestas infantiles. Después dejó ese juego y me hizo una seña clara para que fuera a su departamento. Di un vistazo a la pieza en la que estaba tirado esperando morirme: estaba inmunda, con el aire estancado y la ropa revuelta. No me costó mucho aceptar la invitación de Germán.
Mientras caminaba en la oscuridad del pasillo pensé en lo que sabía sobre él. Era un machista prepotente, un ventajista maleducado, un tipo que no podía hablar si no lo hacía gritando, a tal punto que parecía el resultado de un impedimento congénito para comunicarse civilizadamente. Casi toda la voluntad que me había arrancado del agujero en el que estaba muriéndome sin causa aparente se me había acabado, pero la inercia me llevó a darle la vuelta al edificio y llegar hasta su puerta.
–¡Pasá, pasá! –me dijo, apurándome.
Entré, lo vi meterse en la cocina y me senté en un sillón a esperar. Contra mis expectativas, había puesto un esfuerzo especial en que pareciera sacado de una revista de arquitectura: un desayunador rebatible en una de las paredes, una mesa ratona sobre una hermosa alfombra gris, un revistero de decoración lleno de revistas Corsa y algunas lecturas un poco más curiosas, como unos ejemplares de Para Ti.
Un minuto después lo vi volver con la mochila que me había mostrado por la ventana.
–Los acabo de conseguir –dijo entusiasmado.
Sacó uno a uno tres frascos y los fue dejando sobre la mesa ratona con un cuidado amoroso, una actitud muy distinta a la que animaba los malabares que había hecho en la ventana. Adentro de los frascos había muñecos flotando en un líquido transparente, arrugados, amoratados y con los ojos cerrados. Uno tenía una cabeza desproporcionadamente grande, otro apoyaba contra la pared del frasco una boca monstruosa en la que sobresalía una protuberancia que parecía una lengua.
Algo en la textura esponjosa de esos cuerpos parecía reclamarme la vida que yo estaba perdiendo en ese edificio.
–¿Y? –me preguntó.
Lo miré un rato sin saber qué decirle. Ni siquiera me imaginaba de dónde podía haberlos sacado. Germán me palmeó el brazo.
–Cebame unos mates mientras los paso a unos frascos más grandes –me dijo.
Lo seguí a la cocina, y pensé, mientras cebaba y lo veía sacar unos jarros de boca grande, limpiar las pieles de los fetos y verter el formol, que el edificio era una ratonera, que él y yo estábamos encerrados adentro y que, fuera como fuese, contábamos el uno con el otro.

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