Cuento | Por Belén Sigot

¿Usted sabe?

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Belén Sigot (Pronunciamiento, Entre Ríos, 1979) obtuvo el Premio Itaú de Cuento Digital en 2014 y publicó Entre las chircas (novela, ebook, 2017) y Vacas (2018), primer premio en el Concurso Regional de Nouvelle de la Editorial Municipal de Rosario. Reside en Concepción del Uruguay.

La cabeza plateada, el clanc clanc de los baldes con comida para los chanchos, la espalda erguida como si la edad no fuese la de un viejo: a la hora en que la siesta da sus últimos respiros, Blanco pasa por el camino que va a la granja.
Ella sale de su escondrijo entre las moreras, cruza el campo de chircas y corretea detrás de él. Blanco no la ve y sigue meta dar zancadas hacia la granja. Ella no se molesta en llamarlo: la sordera que le ha comenzado hace un tiempo ya es notoria, aunque él siempre dice que a su voz sí la escucha, la distingue, la entiende:
–Hay voces que se me escapan, se me entrevieran, pero con la tuya, Lelén, eso no me pasa.
Lo alcanza cuando está abriendo la tranquera. Las manos grandes, los dedos gruesos, las manos más grandes que ella ha visto, y eso que cuánto les habrá mirado, estudiado, las manos a los hombres del pueblo.
En el chiquero, Blanco levanta los tarros de un solo envión y los vacía por sobre el cerco, en la batea. Los hocicos de los chanchos se amontonan en un manojo. Engullen. Resoplan. Resuellan.
Con las Holando ella sí puede ayudar: se pone del lado del sur, entre el último galpón y el eucaliptus, los brazos estirados y las manos bien abiertas, no vaya a ser que se escapen por ese lado y haya que salir a campearlas. La más chica está recién parida y se retoba con quedarse al lado de la cría, pero que se empaque todo lo que quiera, vaca caprichosa, que no se va a salir con la suya. Para pasar la noche, las lecheras allá, los terneros acá: si no cuando a la madrugada Blanco vuelva a la granja para hacer el ordeñe, las ubres escupirán con suerte un chorrito de morondanga.
Los galpones hace años que ya no se usan para la cría de pollos. De a poco se han ido convirtiendo en un depositario de fardos de alfalfa, semillas de la cosecha, herramientas, pedazos de motores y comederos herrumbrados. Las cortinas de plastillera flamean deshilachadas. Las sombras grises de las ratas se deslizan sobre los tirantes de ñandubay.
Ella ayuda a mantener la bolsa de arpillera abierta y Blanco la empieza a llenar de soja. Cientos y cientos de redondeles iguales, sin ningún aroma a campo y recubiertos de una película lisa. Es la última tarea, después él bajará por el camino hacia el pueblo y hacia la casa donde su esposa lo espera.
Él se coloca la bolsa sobre el hombro, como si en vez de granos de soja estuviese rellena de plumas, y con la otra mano agarra los tarros en los que trajo las sobras para los chanchos.
–Bueno, vamos –dice. Y le da la espalda.
Ella traga aire:
–Blanco.
Él se da vuelta y la mira y ella ve en sus ojos que él ya sabe, ya está sabiendo, por qué ella ha venido con él hasta la granja.
–Blanco, quiero preguntarle algo.
Hace cinco años, cuando ella lo supo, cuando por fin hubo alguien que se lo dijo, las piernas le temblaron, y tuvo que recostarse contra la pared para no caerse.
Desde ese día ya no miró, ya no estudió, las manos de los hombres. Las de él habían estado tan cerca que cómo se le iba a ocurrir buscarles el parecido con las suyas.
–¿Usted sabe quién es mi padre?
–Sí, soy yo –dice él y baja la bolsa, y los tarros hacen clanc clanc cuando los deja en el suelo, y da dos zancadas hacia ella y la abraza, y cuando ella quiere alcanzar a darse cuenta de que él la está abrazando, ya la ha soltado y ya tiene la bolsa sobre el hombro y los tarros en la mano y la misma frase de hace medio minuto–. Bueno, vamos.
–Pero, Blanco, a esto tenemos que hablarlo –y ella misma se sorprende de lo que ha dicho.
Él ahora demora más en bajar la bolsa y los tarros.
Es ella la que señala los dos tocones donde van a sentarse.
Ella dice que comprende que él tiene, y tenía, su familia, y que tampoco pide que la reconozca frente a los suyos y frente a la gente del pueblo, pero que no entiende una cosa. Que por qué no las ayudó, a su madre y a ella.
–¿Y vos te crees que a tu madre no la ayudé?
Ella lo mira a los ojos: ¿qué será para él haberla ayudado?
–Y para usted, ayudarnos, era una vaca por año.
Ya no hay cáscara de arroz en el suelo; el piso es una tierra negra y cuarteada pero aún persiste en el aire un leve olor a la cama de los pollos. En aquellos tiempos, cuando todavía era una gurisa chica, los días en que habían limpiado el piso de los galpones en espera de los pollos nuevos, el tufo era tan fuerte que, si el viento estaba del lado de la granja, ella lo sentía desde su casa, y el asco que le venía le retorcía el estómago y era una arcada atrás de otra las que empezaban a treparle por la garganta.
Una vaca, una sola cada trescientos sesenta y cinco días. Una más para dar por perdida, para hacer de cuenta que se quedó atascada en el barro del arroyo sin poder trepar hacia la orilla o se metió en la maraña del monte y andá a encontrarla entre los pajonales y con el Gualeguaychú crecido como está. Una que se cargaron los cuatreros la otra noche. Una a la que le llegó tarde el secreto de las Paiva para curarle la abichada. Una a la que mató el rayo o la centella. Una que se intoxicó con mío mío la muy tarambana. Una vaca que nadie hubiese echado en falta, entre tantos terneros naciendo y criándose cada año.

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