31 de mayo de 2025
Autor de novelas y cuentos reconocidos a nivel internacional, reunió sus lecciones de literatura en un reciente libro de ensayos. Una vida marcada por el ejercicio de la lectura.

Traducido a más de cuarenta lenguas, Guillermo Martínez es uno de los escritores argentinos contemporáneos más leídos en el mundo. Doctor en Ciencias Matemáticas, residió durante dos años en Oxford con una beca postdoctoral, pero en su vida los números y la lógica siempre convivieron con los libros. Hacia 1989 hizo su debut con los cuentos de Un infierno grande y obtuvo el Primer Premio del Fondo Nacional de las Artes. Desde entonces, la literatura comenzó a colonizar su escritorio: es autor de novelas como Crímenes imperceptibles (llevada a la pantalla grande por Álex de la Iglesia como Los crímenes de Oxford) y La muerte lenta de Luciana B., adaptada también para cine por Sebastián Schindel (La ira de Dios). También ha publicado ensayos, entre ellos el reciente Once tesis (y antítesis) sobre la escritura de ficción, desarrollado a partir de sus conferencias y clases de escritura creativa en la Universidad de Virginia, en Estados Unidos, y la maestría en Escritura Creativa de la Universidad Nacional de Tres de Febrero.
«Para mí la literatura es una aventura del pensamiento. O sea, vos sabés que hay algo en la idea que tenés, pero no sabes todo lo que puede caber ahí.»
En el barrio de Belgrano, frente a las vías del tren, la biblioteca de su estudio conserva, entre otras rarezas, ejemplares de sus títulos en chino, originales de las obras de arte que ilustraron portadas como las de Acerca de Roderer y estatuillas de premios internacionales como el de cuento Gabriel García Márquez, recibido por Una felicidad repulsiva. Es de este último libro que se extractó Un gato muerto para convertirlo en el primer título de la colección Minotauro ilustrado (Planeta). Con obras de Santiago Caruso, la macabra historia de un animal desaparecido cobra nuevas dimensiones, con imágenes en blanco y negro que subrayan el acorde terrorífico de la trama. En paralelo a esta novedad, Seix Barral reeditó Borges y la matemática, un clásico de su autoría que siempre encuentra nuevos lectores.
–¿Qué significa inaugurar una colección bautizada con este nombre mítico para la literatura, Minotauro?
–Mi papá era muy fan de la colección Minotauro de ciencia ficción, y yo ahí leí autores importantes para mi formación como Theodore Sturgeon, Ray Bradbury o Philip K. Dick. Tengo un recuerdo muy emblemático de las tapas de esos libros. Fue casi una casualidad que Un gato muerto apareciera en la colección Minotauro. Mi primera idea era simplemente que el cuento se publicara en versión ilustrada, porque ya se había hecho el guion para una película y yo tenía ciertas esperanzas de que pudiera acompañar su lanzamiento. Había quedado muy impresionado por el trabajo de Santiago Caruso en las ilustraciones de La condesa sangrienta de Alejandra Pizarnik, y además soy lector de libros ilustrados para adultos. Hay algo de evocación nostálgica de los libros de la infancia, pero además las ilustraciones dan otro marco artístico, convierten al libro en otra clase de objeto. Me parecía que ese cuento en particular se prestaba para un libro así.
–Proviene de Una felicidad repulsiva, y no es el único de ese libro que encuentra la pantalla.
–Tengo dos cuentos largos en «Una felicidad repulsiva». El otro es «Una madre protectora», que también salió publicado en una edición separada gracias a que se hizo El hijo, la película de Sebastián Schindel. Después de Los crímenes de Oxford y La ira de Dios, esta sería la cuarta película, si realmente llega a buen puerto; todavía está tratando de resolver la financiación.
–En este cuento y en otros trabajás con una especie de terror psicológico, ¿cómo aprovechás la idea de la locura en la escritura?
–En este momento me impresiona mucho cómo avanzó la locura en los discursos. Estalló con las redes sociales. Es como si uno viera algo que hasta ahora estaba filtrado por secretarios de redacción, por correctores. Es la psiquis colectiva a cielo abierto, las pulsiones horribles, los deseos de muerte. Hay algo muy siniestro en el ambiente. Por otro lado, la locura es muy literaria, porque es lo que te lleva hasta el límite. A mí me gusta una literatura que no es del todo realista, una literatura al borde de lo fantástico. Entonces necesitás llegar a esos lugares.
«El primer escritor con el que hice taller durante la adolescencia fue mi papá, una persona bastante exigente en su forma de leer. No era condescendiente.»
–¿Escribís para explorar los bordes de lo real?
–Creo que escribo porque me gusta, porque encuentro cosas que no hubiera imaginado. Escribo un poco como aventura. Hay un libro de Einstein que se llama La física, aventura del pensamiento. Para mí la literatura también es una aventura del pensamiento. O sea, vos sabés que hay algo en la idea que tenés, pero no sabes todo lo que puede caber ahí, todo lo que puede aparecer. Si uno se mete lo suficiente, encuentra cosas maravillosas.
–Acaba de salir también Once tesis (y antítesis) sobre la escritura de ficción, ¿de dónde proviene ese libro?
–En realidad, este es un libro que yo dudaba en escribir. Di clases en la maestría en escritura creativa de la UNTREF durante diez años, y además muchos talleres y cursos; lo que digo en el libro es, en gran parte, aquello que argumento en mis clases. Pero llevar por escrito eso que uno dice oralmente tenía para mí muchos problemas relacionados con mi formación anterior como matemático. La primera tesis dice que toda afirmación general sobre literatura encontrará un contraejemplo perfectamente legítimo en particular. Es decir, no se pueden hacer afirmaciones con una ambición excesiva de generalidad. Eso me frenaba bastante. Cuando uno asienta las cosas por escrito, tienen que tener otro peso argumental. En ese sentido, fue muy importante releer las Seis propuestas para el próximo milenio de Italo Calvino, porque aunque él defiende cada una de las proposiciones como preferencias personales, nunca deja de considerar la posibilidad opuesta. Ese libro me dio la clave para escribir el mío. Y, en el año en que me dediqué a escribirlo, tuve un encuentro importante con los ensayos sobre literatura de Milan Kundera, volví a leer sus novelas. Leí también un libro de Pablo de Santis, Contar un secreto, y esas dos lecturas contribuyeron a último momento y agregaron una dimensión a lo que yo estaba escribiendo.

–¿Cómo elegir los materiales a compartir con un alumnado que está deseoso de escribir?
–Yo siempre daba una primera hora teórica, ligada a ejemplos concretos de la práctica de escritores que me habían interesado por una u otra razón. Antes de iniciar el curso, daba una compilación de unos ochenta cuentos de diferentes épocas, registros, nacionalidades, ideas estéticas, muy distintos entre sí, pero que de algún modo habían permanecido en mi memoria. Gran parte de escribir es haber leído buenos ejemplos. Hay toda una parte que tiene que ver con leer, no para pensar tanto en la interpretación, en la época o en la biografía, sino para ver los procedimientos, cómo se introduce un personaje, cómo se arma un diálogo. Hay que tratar de sacar lecciones de aquello que se lee. Les mostraba ejemplos que me parecían interesantes de diversas estrategias, y después analizábamos los cuentos que ellos habían llevado. Traté de que en el libro se viera eso mismo: es la decantación de muchas discusiones sobre ejemplos prácticos que aparecieron en mis clases.
–La idea de originalidad aparece ligada a la práctica de la lectura. ¿Por qué?
–El único consejo que dan los escritores, que por otra parte me parece muy legítimo, es que no se puede escribir sin leer. Stephen King lo dice de la forma más extrema: si no tenés tiempo para leer, no tenés tiempo para escribir. Es cierto que sí hay que leer, pero de una manera consciente, diversa. Lo que yo digo en Once tesis… es que la originalidad se entrena en la lectura. Si uno tiene una especie de memoria de cuentos que ha leído, de instancias en que un mismo tema ha sido tratado en distintos cuentos, se va desarrollando una idea de aquello que puede ser original o tiene cierta potencialidad. La lectura sirve también para que uno advierta dónde se puede hacer una vuelta de tuerca con respecto a lo ya escrito.
«La originalidad se entrena en la lectura. Si uno tiene una memoria de cuentos que ha leído, se va desarrollando una idea de aquello que tiene potencialidad.»
–Participaste del taller de una gran cuentista, Liliana Heker, ¿qué recordás de esos años de formación?
–El primer escritor con el que hice taller durante la adolescencia, si se quiere, fue mi papá, una persona bastante exigente en su forma de leer. No era condescendiente. Nosotros le llevábamos los cuentos que escribíamos y él nos hacía una cantidad de observaciones y correcciones. Todavía tengo cuentos anotados por él con marcas y alternativas. Yo no tenía de ningún modo pensado que podía convertirme en un escritor. Para mí, escribir era participar en concursos literarios, lo mismo que hacía él. La idea de un libro no era algo que estuviera en mí hasta que llegué a Buenos Aires y entré en el taller de Liliana Heker. Si entrás al grupo correcto, hay una dialéctica entre el individuo y el grupo que hace que vayas un poco más allá de tus posibilidades, de tu potencialidad individual. Debatíamos frase por frase, un tipo de lectura muy reveladora. Muchos de los que pasaron por el taller después se convirtieron en escritores, como Samantha Schweblin o Pablo Ramos. Algo quizá todavía más importante que los consejos de Liliana, fue ver que todos los que iban al taller estaban pensando en publicar. Eso me llevó a pensar ¿por qué no también yo?
–Por esos años todavía estudiabas matemáticas, ¿sigue ocupando lugar, te es un saber útil para escribir?
–Ya no me dedico a la matemática como cuando era investigador y profesor, sería imposible, pero no dejé de leer cosas de matemática, de filosofía de la matemática o de física. Me sigue interesando. Y al escribir, un poco también. Un pequeño ejemplo: me enteré no hace mucho de un teorema Ramsey, que esencialmente dice que un universo que no puede ser ordenado, tampoco puede ser totalmente desordenado. Con eso escribí un cuento que se llama «Uñas». Pero no me interesan los procedimientos de la matemática para escribir. Yo escribo esencialmente como cuando era chico. O sea, se me ocurre una historia y pienso si me resulta lo suficientemente astuta. Eso es lo primero. Busco la torsión que hace que lo que se veía inicialmente de una cierta manera, se revele, en algún sentido, como distinto. Si esa distinción es lo suficientemente original, sutil, interesante y expresiva como para que valga la pena, me pongo a escribir.