De cerca

Marilú Marini. Historia de dos ciudades

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Hace 40 años se radicó en Francia, pero la actriz está cada vez más instalada en Buenos Aires, a partir de una atractiva serie de propuestas que la acercan al teatro, la televisión y el cine. Sus inicios en el Di Tella, su experiencia con el psicoanálisis y la vida en París luego de los atentados.

Cuesta creer que esa señora menuda y delicada, de apariencia frágil pero de voz impetuosa, cobre una dimensión de gigante en un escenario. Es la primera impresión que irradia Marilú Marini, esa dama de la actuación, no tan conocida por las nuevas generaciones debido a que vivió 40 años en París, pero que, por su trayectoria nacional e internacional, sin duda está a la altura de las grandes celebridades vernáculas.
La vida de Marini «está en un limbo», entre la Argentina y Francia. Nuestro país la tiene «retenida» por propia voluntad, remarca, gracias a las buenas propuestas laborales: Todas las canciones de amor, de Santiago Loza, en el Paseo La Plaza, en la cual interpreta a una señora de barrio, ansiosa por la vuelta de su hijo que vive en el extranjero; y Silencios de familia, el unitario que El Trece emite los miércoles, donde encarna a Noe Diamante, la madre bebedora e histriónica del protagonista, Adrián Suar.
«¡Cómo tener la audacia de irme así a París! Buenos Aires es única en el mundo. Hay tanto para hacer, para ver y para formar parte, que abandonarla cada vez se me hace más cuesta arriba», confiesa. «Tengo un compromiso, una gira europea con la pieza El pájaro verde, por lo que en noviembre partiré, pero para retornar a los pocos meses», le anticipa a Acción, levantando su índice.
Claro, los proyectos para su regreso son muy tentadores: debutar como directora teatral, en una pieza sobre textos de Roberto Arlt, que se llamará Escritor fracasado. Y volver al cine de la mano de textos de Bioy Casares y Silvina Ocampo. «Me tiene muy entusiasmada el rodaje, que sería para fines de año, comienzos de 2017. La película se llamará Los que aman, odian, y la dirigirá Alejandro Maci», cuenta.
–¿Qué te atrajo de esta señora aparentemente sencilla de Todas las canciones de amor?
–Antes que nada, me enamoró la personalidad de Santiago Loza, un autor que tiene un tono de sensibilidad, un tacto y una delicadeza extraordinarios. Y al mismo tiempo, me encontré con un personaje que te permite transitar por matices muy distintos. La mujer que encarno no es un personaje con trazos gruesos, por lo que hay que ir por zonas profundas para que tenga la energía, la vibración y la intensidad necesarias. Es un trabajo complejo, que no me resulta nada fácil aunque sí novedoso, por eso acepté hacerlo.
–¿Disfrutás de tener tanto trabajo?
–Siento curiosidad por todo lo que tengo que hacer. Y cada vez me doy cuenta de que hay que tener una actitud de descubrimiento, y no perder la capacidad de asombro por las propuestas que te pueden llegar.
–¿Cuán importante es la capacidad de asombro?
–Muy importante. Al mismo nivel que no perder la humildad con respecto a lo que uno hace, hasta el final.
–¿Cómo se hace para no perder la humildad, con tantos logros?
–Manteniendo la pasión por lo que se hace. La pasión mantiene la humildad activa.
–¿Qué roles te dan curiosidad?
–Los que me generen sorpresa. Que piense que voy para un lado y que, de repente, el personaje me sacuda un poco y pegue un volantazo. Eso me llena de curiosidad.
–¿Te preocupa tener tantos compromisos por delante?
–Solo me preocupa la responsabilidad que genera afrontarlos. Y me pregunto si me aguantará este cuerpito para todo lo que quiero hacer.
–¿Y qué te respondés?
–Que sí, que podré, porque el trabajo me da salud y porque soy coherente con una de mis máximas: «Never complain, never explain». Por eso hago todos los ejercicios necesarios, previos a cada función, a fin de reducir el riesgo a lo menor posible.
–¿A qué pasos te referís?
–Cada actor tiene su ritual, y para mí eso es inalterable e imprescindible. El mío es llegar tres horas antes de la función. Necesito aclimatarme, hago sesiones de respiración y relajación, estiramiento y gimnasia, y repaso la letra de punta a punta con una asistente. Es todo un paquete que incluye la función.
–¿Por qué son importantes esos ejercicios?
–Porque te relajan, porque te permiten ir oliendo el escenario, porque te contactás con tu cuerpo, que es la principal herramienta que tenemos los actores. No es solo lo intelectual lo que prevalece en una representación, sino que además está en juego la sensibilidad, la corporalidad, la técnica y, si se quiere, también hay una mística que una actriz como yo necesita.
–¿Sos una actriz técnica?
–Yo me inicié como bailarina contemporánea en el Instituto Di Tella, allá por los años 60, por lo que tengo claro que el entrenamiento y la técnica son fundamentales. No podía pretender bailar en un escenario si en el día no ensayaba en una barra. Y este ritual de ahora es lo que antes era hacer la barra.
–Hablando del Di Tella, ¿qué recuerdos se te vienen a la cabeza?
–Un remolino. Yo salí al mundo artístico en 1968, en plena efervescencia experimental del Di Tella, con una puesta de Roberto Villanueva y otra de mi querido Alfredo Arias. Y me mandé solita, me fui haciendo con el laburo, poniendo cuerpo y alma: lo mío fue un aprendizaje de trinchera.

–¿Por qué de trinchera?
–Porque yo era una bailarina contemporánea y esa bailarina le cedió su lugar a la actriz, pero involuntariamente, de manera natural.
–¿Qué formación actoral tuviste?
–Las vivencias artísticas. Amo la literatura, la música, las artes plásticas. Recuerdo de niña mis visitas al Teatro Colón, los grandes ballets, las óperas que vi de adolescente. Nada de academias, menos Actor’s Studio y muchísimo menos los métodos Stanislavski ni Grotowski.
–¿Una autodidacta?
–Autodidacta inquieta, curiosa y con hambre de aprender.

 

Actualidad internacional
Tantos años afincada en París, Marini dice que le cuesta decidirse afectivamente por una ciudad. «Soy de Buenos Aires, me hizo Buenos Aires; París me recibió, me cobijó, me afinó y consolidó. Las extraño a ambas cuando no las tengo. Estando acá, añoro a mis nietos de allá, extraño el pasaje peatonal donde vivo, en la zona del Palais Royal. Extraño tomar un cafecito en esos barcitos únicos, sentada en sus sillas y mirando cómo pasa la vida».
–¿Cómo viviste los atentados terroristas?
–Fue un horror inexplicable, no tengo palabras. Cuando sucedió el primer atentado a la revista Charlie Hebdo, en enero de 2015, estaba en Toulouse y nos enteramos en medio de unos ensayos. Recuerdo que nos quedamos anonadados, y tuvimos la necesidad de parar e ir a la plaza central donde se concentró toda la ciudad. Y en noviembre de 2015, en los atentados al bar Bataclan, estaba en Lyon, con una obra sobre Copi. Gracias a Dios no estaba en París, y de alguna manera estábamos protegidos por el trabajo. Y lo de Niza, en julio, fue como un golpe demoledor, sobre todo porque es un lugar turístico, paradisíaco, impensado para semejante masacre.
–¿Qué cambió en la vida cotidiana en París?
–La vida cotidiana no cambió demasiado, pero la gente asimiló y aceptó que esta atrocidad no se va a terminar. Hay una fisura incurable, que partió a la ciudad: se palpa, es perceptible. Y es terrible aceptar algo así, pero hasta el propio presidente, François Hollande, reconoció que hay que aprender a vivir con el terrorismo. De todas maneras, rescato al parisino y a los que residimos allí, que no vivimos paralizados, que es el objetivo del terrorismo y de esta gente que vive en el oscurantismo y en la rigidez, que convierte al que piensa distinto en objeto, no en sujeto.
De la actualidad internacional a su presente laboral, de su vínculo entrañable con la capital francesa a su desempeño en una ficción televisiva local: así avanza la charla con la actriz. A la hora de describir a la madre de Miguel Diamante (Suar), que interpreta en Silencios de familia, dice que es una persona «muy simpática y sarcástica. Noe ha vivido, tiene calle, sabe lo que es sufrir, lo que es darse algún porrazo, pero tiene la suficiente vitalidad para no quejarse».
–¿Disfrutás esta experiencia televisiva?
–Muchísimo, porque me permite estar en un programa importante, pero sin que me absorba tanto tiempo. Por otra parte, descubrí un grupo humano maravilloso encabezado por Adrián, Julieta Díaz, Gloria Carrá y también con Florencia Bertotti, a pesar de que tenemos pocas escenas juntas.
–¿La televisión seguirá en tu futuro?
–No en lo inmediato. Ocurre que tendré mi debut como directora teatral con la obra Escritor fracasado, que protagonizará Diego Velázquez, que me tiene expectante y llena de incertidumbre, porque no me imagino estar detrás de escena, dirigiendo, dando indicaciones. Lo único que sé es que se trata de un gran desafío.
–¿Cómo apareció esta posibilidad de dirigir teatro?
–Fue el propio Diego Velázquez quien me convocó y yo acepté, porque me pareció un ser audaz y valiente por el hecho de confiar en alguien sin experiencia en la dirección.
–Y, como si fuera poco, también vas a hacer la película Los que aman, odian.
–Ojalá que se alineen los astros para que se dé esa posibilidad. Se trata de una novela escrita por Bioy Casares y Silvina Ocampo. Sería un lindo homenaje para mi admirado Bioy, a quien tuve la suerte de conocer y de tratar gracias a alguien que era un ángel, Danielito Tinayre, el hijo de Mirtha Legrand. La película va a ser dirigida por Alejandro Maci, aunque depende de mis tiempos, porque tengo una gira por Europa con El pájaro verde, del veneciano Carlo Gozzi, que será entre noviembre y diciembre. Cuando vuelva, ya me pondría a las órdenes de Maci.

 

Libertad y fantasmas
Marini cuenta que es rigurosa con ella misma: crítica cuando debe serlo, no se flagela a sí misma por su trabajo. «Soy de todo, me critico, me elogio, me exijo, pero sobre todo no me relajo nunca con el material, porque cada función es distinta y siempre creo que se puede pulir más el texto y mi trabajo, pero también intento no enloquecer a mi almita».
–La descripción se asemeja a la de un escritor que no termina de redondear una novela.
–Exactamente. Son los fantasmas que tiene la profesión de actor. Las dudas acechan, siempre aparece esa vocecita que te susurra: «Esto lo podés hacer de esta otra manera», «Acá podrías agregarle esta cosita». Y así estamos los actores.

–Está inmersa en mi naturaleza artística, pero no soy una sufriente ni una abnegada que no tiene paz. Soy así, simplemente.
–¿Cuál es la primera sensación que tenés en el camarín luego de terminada la obra?
–Aparecen las cosas que quedaron pendientes de la función. Es muy loco cómo opera el cerebro: en lugar de pensar en los aplausos y el cariño de la gente, irrumpen los defectos que pude haber tenido.
–En las notas y críticas sobre tu trabajo, abundan adjetivos como «la genial», «la prestigiosa», «la única». ¿Cómo te llevás con el elogio constante?
–Francamente, me generan mucha vergüenza, me ponen mal, en serio. Obviamente que me siento reconocida y valorada, pero como soy de carne y hueso, los halagos excesivos me producen incomodidad, creo no ser merecedora de palabras de semejante tamaño. Y objetivamente, tal vez porque esté en otra etapa, pero no los disfruto tanto como el regocijo que me produce saberme una actriz querida. Porque eso significa que alguien se siente identificado con lo que hacés en el escenario, que es la punta del ovillo para un actor. Con este pensamiento se me viene una frase de Jean Genet, que dice: «Yo no sé qué es el teatro, pero sí sé por qué voy al teatro: para verme tal como no oso ni pensarme, ni soñarme, pero que sin embargo sé que soy».
–¿Y si lo pusieras en tus propios términos?
–Todos queremos ser maravillosos, bellos, amables y cariñosos, pero uno también es miserable, mezquino, tiene violencia, bronca, celos. Somos así los seres humanos. Y yo también soy un poco así, a pesar de mis luchas y de mis horas de terapia con Isaura, la terapeuta que me salvó la vida…
–¿Cómo te salvó la vida?
–Escuchándome. A mi psicoanalista le debo mi felicidad, sí. Isaura es una persona esencial en mi vida, que supo equilibrarme y enseñarme a lidiar entre la persona y la actriz, entre la realidad y la ficción, entre los miedos y las alegrías, entre las miserias y las bondades, y a intentar dominar a esa bestia en la que a veces me transformaba. Fue clave para ayudarme a entender esas zonas oscuras de las que habla Genet, eso de que uno «no osa pensarse ni soñarse». Y me ha dado una libertad total como para entrar y salir de esa oscuridad.

 

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