29 de abril de 2025
El papa fue una voz incómoda para los centros de poder por su prédica en favor de la justicia social y las críticas al capitalismo. Las disputas dentro de la Iglesia, el reclamo del progresismo y su tarea inconclusa.

Protagonismo popular. El pontífice argentino saluda a la multitud el día de la misa de toma de posesión, el 19 de marzo de 2013, en Roma.
Foto: NA
Francisco ha sido el primer papa argentino y latinoamericano. Tras su muerte deja un legado político, social y cultural de gran significación. Sin embargo, paradojalmente, es una figura que solo a partir de su desaparición física comienza a ser reconocida por gran parte de sus compatriotas. Es la misma persona a la que hoy, cínicamente, el presidente Javier Milei menciona como «el argentino más importante de la historia», después de haberlo calificado de «imbécil» y de acusarlo de ser «el representante del maligno en la Tierra». Hace doce años que, convertido en Francisco, Jorge Bergoglio comenzó a utilizar el púlpito universal conferido en tanto máxima autoridad del catolicismo y, en medio de un escenario internacional carente de referentes, se transformó en un líder humanitario con capacidad de sortear las fronteras reales y simbólicas del catolicismo. El camino, quizás la estrategia, fue «apropiarse» de la agenda de los «descartados» (los pobres, los inmigrantes ilegales, los enfermos, los excluidos de todo tipo), cuyos reclamos son silenciados por los centros de poder.
Francisco se convirtió en una voz incómoda para los poderosos, muchos de los cuales habían aplaudido su llegada al pontificado confiando en que, como sus antecesores inmediatos, sería un ministro religioso dócil con quienes detentan la hegemonía.
Desde la «cátedra de Pedro», el papa anunció y denunció con sus documentos, particularmente con las encíclicas Laudato si’, sobre el cuidado de la «casa común», y Fratelli tutti, sobre la fraternidad y la amistad social.
En la primera sostuvo que «la inequidad no afecta solo a individuos, sino a países enteros, y obliga a pensar en una ética de las relaciones internacionales» y denunció que «la deuda externa de los países pobres se ha convertido en un instrumento de control, pero no ocurre lo mismo con la deuda ecológica». El mismo texto advirtió que «la política no debe someterse a la economía y esta no debe someterse a los dictámenes y al paradigma eficientista de la tecnocracia».
En la otra encíclica afirmó, entre otras cuestiones, que «la historia da muestras de estar volviendo atrás» y denunció que «la mejor manera de dominar y de avanzar sin límites es sembrar la desesperanza y suscitar la desconfianza constante, aun disfrazada detrás de la defensa de algunos valores». Para subrayar que «en muchos países se utiliza el mecanismo político de exasperar, exacerbar y polarizar» mientras «se niega a otros el derecho a existir y a opinar, y para ello se acude a la estrategia de ridiculizarlos, sospechar de ellos, cercarlos».
Tampoco tuvo empacho en criticar la voracidad del capitalismo, en denunciar la desigual distribución de la riqueza y poner en duda la «certeza» neoliberal de la «teoría del derrame», afirmando que «el derecho a la propiedad privada solo puede ser considerado como un derecho natural secundario y derivado del principio del destino universal de los bienes creados».

Imponente. Vista panorámica del segundo día del funeral de Francisco en el Vaticano, este 27 de abril.
Foto: Getty Images
Las palabras y los gestos
Predicando la justicia social como paradigma hizo una alianza global con los movimientos sociales de todo el mundo (Cochabamba, Bolivia, 2016), a los que no solo les pidió que sean protagonistas del cambio, sino que les puso una tarea sintetizada en el lema de las tres T: Tierra, Techo y Trabajo.
Fue notable su preocupación por las guerras y, una y otra vez, sostuvo que la humanidad está atravesando su tercera conflagración mundial expresada en centenares de microconflictos o enfrentamientos acotados en distintas partes del mundo que, no obstante, tienen raíces comunes y conexiones entre sí.
A Francisco se le reconoce, además, que sus palabras estuvieron acompañadas con gestos. Abrazó a los pobres, a los descartados, a los presos y a los enfermos, y en cada uno de sus 47 viajes para visitar 66 países incluyó a las periferias y a sus habitantes en la agenda. También puso a la diplomacia vaticana a trabajar por la paz, para mediar en las guerras y para denunciar la injusticia social en los organismos internacionales.
Hacia el interior de la estructura eclesiástica alteró las reglas de juego modificando incluso los estatutos de la Iglesia para abrir la participación mediante lo que denominó el «camino sinodal». Para ello tuvo que enfrentarse –no siempre con éxito– con los sectores más conservadores que lo criticaron y lo resistieron. No hubo cambios sustanciales en la gestión respecto del sistema centralizado de toma de decisiones, pero combatió la corrupción en el manejo de las finanzas vaticanas y enfrentó –hay quienes señalan que de manera poco eficaz– la pedofilia y los abusos sexuales por parte de los ministros de la Iglesia católica. Para hacerlo arremetió contra el Opus Dei y los Legionarios de Cristo, dos organizaciones cuasi mafiosas que crecieron bajo el pontificado de Juan Pablo II (1978-2005).
Pero así como los conservadores lo criticaron y dieron la batalla en su contra, desde miradas «progresistas» se le reclama a Francisco no haber sido más terminante, incluso utilizando el poder conferido por su condición de pontífice, para consolidar cambios que garantizaran, entre otros asuntos, la mayor participación de las mujeres en la gestión de la Iglesia, también en cuestiones tales como el acceso al sacerdocio ministerial. Desde el mismo campo, si bien se le reconoce haber integrado y bendecido a las parejas homosexuales, los feminismos le reprochan su radical oposición al aborto y a la eutanasia. Hay quienes lo acusan de no haber sido crítico frontal de la dictadura militar mientras era superior de los jesuitas y otros le reclaman por haber recibido a Milei incluso después de haber sido insultado por el presidente.
Hasta el último suspiro de su vida, Bergoglio tuvo conciencia de que su tarea quedó inconclusa. Se había puesto el año 2028 como horizonte para cerrar la última etapa de su «camino sinodal», con la finalidad de consolidar cambios en la Iglesia y para terminar de instalar otro modo de relacionamiento del catolicismo con la sociedad. Ahora todo –o casi todo– dependerá de quien, en medio de las disputas intraeclesiales y las presiones externas, sea elegido nuevo papa y del rumbo que le imprima a su gestión. La sociedad y la Iglesia expectantes.