Opinión

Atilio Boron

Politólogo

Las dos almas de Vargas Llosa

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Palabra influyente. Conferencia en la Feria del Libro de Buenos Aires, en 2017.

Foto: Getty images

Con su muerte desapareció uno de los más grandes escritores de nuestra lengua y también el más importante intelectual público de la derecha en el mundo hispanoparlante. Su incansable labor como publicista de las ideas liberales y como comentarista de la realidad política a lo largo de medio siglo unida a la formidable difusión de sus escritos –reproducidos ampliamente en la muy conservadora prensa iberoamericana así como en algunos de los principales medios de comunicación de Estados Unidos y Europa– convirtieron al peruano en el profeta mayor del neoliberalismo contemporáneo. También en el mortal enemigo de toda experiencia –o cualquier partido, movimiento o figura política– que desafiara la primacía del orden burgués o cuestionara las supuestas bondades civilizatorias del imperialismo norteamericano. Dueño de una pluma exquisita y de una férrea (y admirable) voluntad militante que solo comenzó a atenuarse en el último año de su larga vida, nadie como él tuvo la capacidad de alimentar la labor propagandística de una inmensa legión de operadores que a través de los medios de comunicación hegemónicos y las redes sociales diseminaron el «sentido común» neoliberal entre las más diversas capas y clases sociales de la sociedad contemporánea, aún entre quienes son las víctimas principales de esa ideología. La insólita aparición en Latinoamérica, en tiempos recientes, del «pobre de derecha» encuentra en la prédica de Vargas Llosa uno de sus principales artífices.

Pero en el escritor peruano habitaban dos almas en permanente tensión. En la mayoría de sus novelas sus héroes o heroínas son gentes de izquierda, revolucionarios, críticos de la explotación capitalista y tenaces luchadores antiimperialistas. Un breve repaso incluiría nombres como Alejandro Mayta, en Historia de Mayta; o Urania Cabral en La Fiesta del Chivo; o Antonio Vicente Mendes Maciel en La Guerra del Fin del Mundo; o Roger Casement, en El sueño del celta. La refinada descripción que Vargas Llosa hace de las dictaduras latinoamericanas, como las que retrata magistralmente en Conversación en La Catedral o La Fiesta del Chivo empequeñecen los aportes que pudiera ofrecer el saber convencional de la ciencia política. Su magnífica narración –¡y exaltación!– de la lucha anticapitalista y anticolonialista de un personaje tan entrañable como el irlandés Roger de Casement combatiendo las atrocidades perpetradas por el colonialismo belga en el Congo y por una empresa norteamericana en las plantaciones de caucho en la Amazonía peruana quedaron inscriptas para la posteridad en El sueño del celta. Lo mismo cabe decir de la meticulosidad con la que en Tiempos recios, una de sus últimas novelas, describe el criminal accionar del Gobierno de Estados Unidos –y en especial de la CIA– para cortar de cuajo el florecimiento de la democracia en Guatemala (inevitable antesala de su «caída en las garras del comunismo» en tiempos de la Guerra Fría) y que culminaría con el derrocamiento del Gobierno de Jacobo Arbenz. En sus páginas, Vargas Llosa descorre el telón que oculta la operación destituyente concebida por Washington para crear el clima de opinión favorable al golpe de Estado, las mentiras y difamaciones con las cuales se mancilló la imagen de Arbenz y los crímenes tramados y cometidos por la CIA en su primera operación de este tipo en Latinoamérica (corría el año 1954) y la despiadada frialdad con la que «la agencia» se encargó primero de financiar y organizar la invasión a Guatemala por bandas mercenarias y luego de eliminar a los principales testigos de su operación, incluyendo en este macabro plan a algunos de sus propios agentes.

Célebre. Tapa de una de las novelas de uno de los grandes de la literatura latinoamericana.

Hipótesis para un interrogante
El conocimiento pormenorizado de la malignidad de los colonialistas, las clases dominantes locales y el imperio así como de sus artimañas para frustrar cualquier tentativa que pretenda poner fin a tanta maldad suscita un interrogante fundamental. ¿Cómo es posible que alguien que en sus novelas describe con quirúrgica precisión los crueles dispositivos que sostienen un orden social inhumano y brutal, que conoce a nivel de detalle los crímenes que se perpetran para perpetuar la sumisión de los pueblos al imperialismo norteamericano, cómo es posible, reiteramos, que a renglón seguido en sus escritos, entrevistas o conferencias dedicadas a comentar la actualidad política ese brillante intelectual se convierta en un energúmeno que critica encarnizadamente a los líderes y Gobiernos progresistas o de izquierda que afloraron en la región desde comienzos de este siglo?

Una hipótesis posible es que en Vargas Llosa conviven dos almas en eterno conflicto, que llegan a un cierto reposo gracias al provisorio bálsamo de la ficción. Se trata, sin duda, de un tema apasionante y al cual le he dedicado dos libros: El sueño del Marqués. Mario Vargas Llosa, una pluma al servicio del imperio (Ediciones del Centro Cultural de la Cooperación Floreal Gorini y la UNDAV, 2021) y El hechicero de la tribu. Mario Vargas Llosa y el liberalismo en América Latina (AKAL, 2019). En ambos se intenta dar cuenta de esa notable dualidad entre la obra literaria del novelista y su protagonismo político.

Con el paso del tiempo el autor arrojó por la borda su pasado izquierdista, asumió con orgullo y con el fanatismo propio de los conversos su nuevo credo liberal y ajustó cuentas con su pasado difamando groseramente a la dirigencia progresista y de izquierda. Su alma crítica y rebelde aún late y se agita, pero queda prisionera en sus novelas mientras su talante conservador y colonial lo lleva a maldecir todo aquello que evoque su pasado militante del comunismo peruano y fiel defensor, durante más de diez años, de la Revolución cubana. Por eso, en un gesto despreciable celebró la injusta condena de Lula cuando un juez corrupto lo acusó falsamente de ladrón, cosa que la propia Justicia brasileña se encargó después de desmentir. Por eso sus interminables diatribas en contra de Fidel Castro, Hugo Chávez, Nicolás Maduro, Evo Morales, Daniel Ortega, Néstor Kirchner, Cristina Fernández, Rafael Correa, Gustavo Petro, Andrés Manuel López Obrador y Gabriel Boric. Lo hizo con especial inquina contra Alberto Fujimori y su hija Keiko, denunciando no solo el golpe de Estado de aquel sino también la corrupción que enlodaba por igual a ambos. Fujimori lo aplastó en la elección presidencial de 1990, cuando días antes del balotaje Vargas Llosa anunciaba con desatada soberbia que sería el próximo presidente del Perú. Este traumático acontecimiento, una insoportable herida narcisista en un personaje de un ego monumental, radicalizó su crítica a cualquier cosa que oliera a reformismo o revolución. Siempre atentos, los aparatos del imperio y sus secuaces locales se abalanzaron para ayudarle a pasar el mal trago. Dió mucha pena a quienes nos deleitamos con sus novelas comprobar que quien diera vida, en la ficción, a los personajes mencionados más arriba terminara sus días apoyando, en nombre de la libertad y la democracia, candidaturas de fascistas como José A. Kast en Chile, Jair Bolsonaro en Brasil y, arrojando los restos de su coherencia política por la borda, promoviendo activamente la candidatura de Keiko Fujimori, a quien había acusado de todo, a la vez que descargaba sobre su contrincante en las elecciones presidenciales, Pedro Castillo, un modesto maestro rural del Perú profundo, sus peores insultos. Indigna recordar que estampara su firma en una carta de apoyo a la candidatura de Javier Milei en el balotaje de noviembre del 2023, junto a conspicuos enemigos de la democracia y turbios verdugos de sus pueblos como Mauricio Macri, Felipe Calderón, Iván Duque, Mariano Rajoy, Jorge «Tuto» Quiroga, Sebastián Piñera, Vicente Fox y Andrés Pastrana. 

Para concluir: la muerte no hace del malo bueno, ni de quien durante medio siglo fuera un vocero del imperialismo y la reacción un luchador por la justicia social, la democracia y los derechos humanos. Por eso sorprendió el posteo que Gabriel Boric hiciera en la red social X cuando, enterado del fallecimiento del escritor, dijo que despedía «a un demócrata a toda hora que merece todo nuestro respeto». Un demócrata que se nutrió de las ideas ultraliberales de uno de los asesores y admiradores del dictador Augusto Pinochet, Friedrich von Hayek; un hombre que consideró a Margaret Thatcher y Ronald Reagan como «grandes estadistas» cuya ejemplar obra de gobierno terminó de convencerlo de las virtudes del liberalismo y que invariablemente se opuso a cualquier tentativa emancipatoria y democratizadora de nuestros pueblos. Se pueden decir muchas cosas de Vargas Llosa, sin duda un eximio escritor; pero jamás que fuese un demócrata o un hombre amante de la justicia social, sin la cual la libertad se convierte en una palabra vacía de todo contenido.

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