23 de septiembre de 2021
Asediado por la crisis, el presidente no logra frenar el descontento popular y hasta del propio establishment con su gestión. Escenarios posibles, con Lula en ascenso.
Palacio Planalto. El mandatario, en un discurso en el que buscó atenuar la grave situación política y económica que vive el país, en agosto.
(SA/AFP/DACHARY)
«¿Es o se hace?», era la pregunta que propios y extraños se formulaban sobre Jair Bolsonaro el primero de enero de 2019, cuando el excapitán del ejército asumía la primera magistratura de Brasil. «¿Es o se hace?», repiten hoy, cuando el presidente del país verdeamarillo pasó, en pocos días, de amenazar con un cataclismo institucional, insinuar la toma del máximo tribunal de Justicia y un autogolpe de Estado, a bajar los decibeles y justificar sus exabruptos como el mero exceso de un hombre apasionado. Los nervios le juegan una mala pasada al inquilino del palacio Planalto: las encuestas lo muestran imposibilitado en su afán de lograr la reelección, el poder económico ya no lo considera fiable, el Congreso no parece dispuesto a jugarse el pellejo por sus desvaríos, los indicadores sociales se desbarrancan y el COVID sigue fuera de control.
Las marchas que convocó Bolsonaro fueron depreciadas por sus mismas contramarchas. Llamó primero «canalla» al magistrado del Supremo Tribunal de Justicia que encabeza investigaciones contra dos de sus hijos y por su gestión de la pandemia. Convocó a sus partidarios a que invadieran el edificio judicial ante la pasividad de la policía. Y agregó que «Solo Dios me sacará de la presidencia», esgrimiendo el fantasma del fraude sobre los comicios del año próximo. Cuarenta y ocho horas después, el mandatario sorpresivamente se excusó: adjudicó su pirotecnia verbal y política al «calor del momento». Detrás de la reconversión estuvo la mano de Michael Temer, el expresidente que lideró la destitución (el golpe) de (contra) Dilma Roussef elegida democráticamente. La intervención del todavía poderoso representante de la derecha local puso en negro sobre blanco el terror del establishment a que el Frankestein que crearon para defender sus intereses se vuelva –como parece– incontrolable. Y ese descontrol no es bueno para los negocios. Bolsonaro ya no representa cabalmente el papel de garante de las reformas económicas que requiere el empresariado y la voz de los mercados así lo sentenció: subió el dólar y cayó la bolsa luego de las marchas del 7 de septiembre.
Fuera de control
Hay números que enmarcan la crisis presidencial en Brasil. El nivel de aumentos en insumos y servicios básicos jaquea la vida cotidiana. Solo en el último mes el arroz (base de la alimentación de los sectores más pobres) subió un 22%, la harina un 24%, el aceite un 83% y la luz eléctrica un 14,2%. El precio de la carne, el pollo y el combustible duplicaron y hasta triplicaron a la inflación anual. La falta de trabajo, la pobreza y la falta de comida afecta a unos 100 millones de brasileños. Con sus casi 600.000 fallecidos por coronavirus, el país es (detrás de Perú) el segundo de la región con mayor tasa de muertos por habitante. «Yo no me vacuné, pero creo que tuve COVID por segunda vez y no me enteré», dijo Bolsonaro el mismo día que sus compatriotas infectados superaban los 21 millones.
La mayoría de los sondeos de opinión (incluso los fogoneados por los grupos de poder que llevaron a Bolsonaro a la presidencia) señalan que hoy por hoy el mandatario perdería las elecciones nacionales en segunda vuelta, cualquiera sea el candidato que enfrente, en las presidenciales de 2022. Ocurre que entre los «cualquiera» está Lula, que sobrevivió a una persecución judicial carente de toda prueba que lo incrimine y al frente del Partido de los Trabajadores está dispuesto a rubricar una tercera magistratura. Respecto al jefe de Estado, el dos veces presidente señaló que fomenta «la división, el odio y la violencia». Lula recibió un apoyo que pavimenta el camino de regreso a Brasilia. Fernando Henrique Cardoso, que gobernó para simpatía del neoliberalismo entre 1995 y 2002, dijo que votaría a quien fuera su sucesor en un hipotético ballotage. Acerca así la adhesión testimonial del hoy alicaído pero históricamente relevante PSDB (Partido de la Socialdemocracia Brasilera) y sugiere más: el poder económico, que rechaza un eventual regreso del PT, también está en contra de otro mandato de Bolsonaro.
Los escenarios posibles en el vecino país presentan cuatro hipótesis: la destitución de Bolsonaro por juicio político, la moderación del primer mandatario rumbo a un final menos traumático o la radicalización mayor del Gobierno en alianza con las Fuerzas Armadas, y el rechazo al veredicto adverso en las urnas.
Si bien tiene más de 100 pedidos para un impeachment, no se advierten signos de que esos procesos encuentren ecos favorables en el Parlamento. Las chances de un giro progresista en la atención a las demandas sociales oxigenaría al Gobierno pero lo alejaría de su base electoral y su (hoy precaria) alianza estratégica. Así, las chances se reducen a dos, ambas temibles: una renovación del discurso antipolítica, limitando el accionar de gobernadores y el Congreso o lisa y llanamente el desconocimiento de la derrota electoral, enarbolando la bandera del fraude, como procuró hacerlo el expresidente Donald Trump en Estados Unidos. Brasil camina por una floja cuerda, necesita más que nunca recuperar un sendero cuerdo.