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Escándalo popular

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Diego Pietrafesa

La disputa entre la jefa comunal de Madrid y el presidente del tradicional partido conservador desató una crisis con acusaciones de corrupción y espionaje.

Fuego cruzado. Inés Díaz Ayuso y Pablo Casado, protagonistas de un fuerte enfrentamiento en el espacio político con más afiliados en el país.

AFP

«El clima es de guerra civil», graficaba desde su redacción en Madrid el diario El País, en deshonrosa metáfora para una nación que carga sobre su historia unas 500.000 vidas arrancadas por un conflicto fraticida. La comparación buscaba describir el cisma político en el Partido Popular, el de más afiliados en toda España y el principal en el rol de oposición. Pablo Casado, presidente del PP, e Isabel Díaz Ayuso, alcaldesa de Madrid por el mismo espacio, se vieron envueltos en un culebrón que hasta Pedro Almodóvar habría juzgado excesivo en un guion. Hubo acusaciones de corrupción, agencias de detectives, espionajes varios, derroche de fondos públicos, sospechosas primicias periodísticas, discursos, lágrimas, extorsiones, traiciones y (frustradas) reconciliaciones. Y música de fondo: de «Resistiré» hasta la banda sonora de El Padrino.
Todo comenzó con la denuncia contra el hermano de la alcaldesa, Tomás Díaz Ayuso, por haber hecho negocios en nombre de una empresa privada con la Comuna de Madrid por un millón y medio de euros en la compra de 250.000 barbijos en abril de 2020, apenas iniciada la pandemia. El hombre habría cobrado unos 286.000 euros por gestionar la operación. El Gobierno de Ayuso se enteró de que tenía mascarillas nuevas un mes después. Recién en septiembre de 2021, Casado le cuenta a la jefa comunal que había rumores de transacciones irregulares con miembros de su familia. Ayuso negó la existencia de delito alguno y vagamente prometió «averiguar». En noviembre, algunos parlamentarios de la oposición y un selecto grupo de trabajadores de prensa recibieron de manera anónima un mensaje que daba cuenta, sin pruebas, del negociado. Dirigentes ligados con el presidente del PP y con contrato en el Ayuntamiento convocaron a detectives privados para investigar las cuentas bancarias del hermano de Ayuso y, claro, a la propia alcaldesa. Uno de los pesquisantes era conocido: ya había perseguido a Ignacio González, jefe de Gobierno de Madrid en 2008. El 17 de febrero dos diarios que simpatizan con el PP publicaron en tapa la trama del espionaje interno y estalló el escándalo.
La noticia tornó rápidamente en una pelea de los dos popes del Partido Popular con golpes por debajo del cinturón. «Nunca pensé que la dirección de mi partido iba a actuar de modo tan cruel e injusto contra mí», declaró Ayuso. «La cuestión es saber si cuando morían 700 personas por día se podían hacer contratos entre hermanos y cobrar 286.000 euros a cambio», replicó Casado, intentando volver a poner la corrupción en escena. Pero es difícil mover el amperímetro de la honradez y las buenas conductas dentro del PP, la agrupación política que, por lejos, es la que más juicios y sentencias acumula por casos de corrupción desde el regreso de la democracia a tierra ibérica. De hecho, Casado llegó a la cima del partido cuando el expresidente Mariano Rajoy tuvo que dimitir al Ejecutivo nacional tras el caso Gurtel: en 2018 se comprobó que el PP se había financiado ilegalmente a través de sobornos, desvío de fondos y adjudicaciones poco transparentes de la obra pública a través de un sistema de contabilidad paralelo que funcionó al menos por tres décadas.

Desenlance inexorable
Convertido en cazador cazado, el líder del PP ofreció bandera blanca. Apenas un día después de incendiarla públicamente, ofreció a Ayuso cerrar todas las investigaciones internas en su contra por el affaire «barbijos» a cambio de que ella desistiera de usar la palabra «espionaje». No tuvo eco. Y sin embargo, el hombre volvió por más: en conferencia de prensa giró sobre sí mismo y dijo que no había nada por qué acusar a la alcaldesa y que tampoco habían existido detectives que fueran tras ella. También falló. El desenlace fue inexorable. Se despidió primero de su banca en el Congreso y luego de la cúpula del Partido Popular. Las encuestas quisieron medir entre los votantes del PP sobre las autoridades que quisieran: Ayuso obtuvo más del 70% de las preferencias.
Cuando las primeras bombas caían sobre Ucrania, desde el Ayuntamiento de Madrid aprovecharon la distracción de la prensa y reconocieron que el hermano de la alcaldesa cobró como intermediario del negocio de los barbijos 283.000 euros, apenas un puñado de billetes menos que los indicados en el inicio de las acusaciones. «No es una comisión por obtener el contrato, sino el cobro de las gestiones realizadas para conseguir el material en China y su traslado a Madrid, que es distinto», había indicado Ayuso, cerrando unilateralmente la discusión.
La disputa entre los dos pesos pesados del PP trae numerosas preguntas. ¿Por qué Casado hizo pública la denuncia meses después de habérsela revelado a su rival? ¿Por qué no concurrió a un fiscal apenas anoticiado del caso? ¿Quiso el Partido Popular sepultar el escándalo si la alcaldesa abandonaba el Gobierno de Madrid? Todas las respuestas son una sola: Ayuso, más a la derecha que los rancios conservadores del PP, amenaza con radicalizarse para competir (o aliarse) a los fascistas de VOX. Había adelantado sus cartas en los comicios de la capital española. Y mal no le fue.

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