24 de enero de 2023
Tras la destitución de Pedro Castillo, el nuevo Gobierno desató una feroz represión contra las movilizaciones que sacuden al país. Radiografía de una crisis sin fin.
Juliaca. Fuerzas policiales apuntan contra los manifestantes, en una de las masivas movilizaciones en el sur andino.
Foto: NA/Reuters
Presidentes que entran y salen de la casa de Gobierno como por una puerta giratoria, millones de familias que no llegan a fin de mes, masivas manifestaciones, huelgas indefinidas, ciudades completamente militarizadas, una brutal represión, ataúdes que pasean por las calles y un grito común: «Que se vayan todos». Apenas un puñado de imágenes pinta de cuerpo entero la gravísima crisis política, social y económica que atraviesa Perú por estos días. Una crisis que ya lleva varios años pero que se agudiza cada día un poco más y que ahora sumó el dramático componente de la muerte: al cierre de esta edición, más de 60 personas habían perdido la vida desde que comenzaron las protestas por la salida de Pedro Castillo del palacio presidencial.
Aunque no todo comenzó ahí, ese fue el momento en que la situación se desmadró por completo: 7 de diciembre del año pasado, horas después de que el expresidente anunciara el cierre del Parlamento y el establecimiento de un Gobierno de excepción. Su posterior destitución y encarcelamiento desataron una serie de movilizaciones, sobre todo en las empobrecidas regiones del sur del país (Ayacucho y Juliaca), con una principal apuntada: Dina Boluarte, reemplazante natural de Castillo en su carácter de vicepresidenta. El problema es que, aún con el clima de tensión que afecta al país, la flamante mandataria decidió iniciar su gestión con los tapones de punta: nada de gobierno interino, mandato por tres años más y bala de plomo para silenciar al clamor popular, ese que exige su renuncia, nuevas elecciones, la libertad del detenido expresidente, el cierre del Congreso y una reforma constitucional.
La represión del Gobierno de Boluarte dejó un río de sangre, con 48 civiles asesinados y más de 600 heridos desde diciembre. El restante fallecido es un policía. La masacre más grande se dio en Juliaca, en la región de Puno, de mayoría aymara: 18 personas muertas en la misma semana. La investigación confirmó que las muertes se dieron a causa de armas de fuego y no por armas blancas o piedras, como sostuvo en un primer momento la versión policial. «Dina me asesinó con balas», se leía en uno de los cajones que los familiares de las víctimas trasladaban hacia el cementerio. La Fiscalía General abrió una investigación contra Boluarte y varios funcionarios por «genocidio» y «homicidio calificado». Organismos de derechos humanos denunciaron que el Gobierno mostró «un total desprecio por la vida» y la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) envió una misión para poner la lupa sobre lo ocurrido en las manifestaciones.
Ante las críticas y denuncias, Boluarte ensayó un tímido pedido de disculpas, pero inmediatamente redobló la apuesta, tensando aún más la cuerda de un país al borde del abismo. «Protestas de qué, no se está entendiendo claro qué están pidiendo (…) lo que están ustedes pidiendo es pretexto para seguir generando el caos», dijo la mujer, quien rechazó cualquier posibilidad de renuncia e incluso llegó a responsabilizar a Evo Morales por «agitar» las manifestaciones en las regiones peruanas vecinas a Bolivia. Un poquito más allá fue Alberto Otárola, recientemente designado presidente del Consejo de Ministros –una suerte de jefe de Gabinete–, quien consideró que los manifestantes se comportaban como «hordas delincuenciales» y defendió a ultranza el accionar policial y de las Fuerzas Armadas. El hombre es uno de los que deberán dar explicaciones ante la Justicia, puesto que en diciembre pasado oficiaba como ministro de Defensa y fue quien declaró el Estado de Emergencia que dio vía libre a la cruenta represión.
Dina Boluarte. La actual presidenta justificó el accionar policial.
Foto: Ángela Ponce
Oscuros horizontes
Sin embargo, y lejos de cualquier cuestionamiento, Otárola fue premiado: recibió el visto bueno de casi todo el arco político peruano en el Congreso, que aprobó su designación para llevar las riendas del Gabinete de Boluarte. Este hecho dejó al descubierto la alianza que la nueva presidenta –sin partido ni bancada propia desde que fue expulsada del marxista-leninista Perú Libre– está intentando tejer con las distintas fuerzas de derecha y ultraderecha que dominan el Parlamento. Las mismas que, con el fujimorismo a la cabeza, durante un año y un puñado de meses empantanaron el terreno para acabar con la destitución de Castillo. Las mismas que ahora se opusieron a formar una comisión legislativa especial para investigar las muertes ocurridas en las protestas.
Castillo, mientras tanto, cumple 18 meses de prisión preventiva. Fue, es cierto, víctima de sus propios errores, de sus promesas incumplidas, y de su debilidad de origen: llegó a la presidencia con escaso apoyo popular –apenas un 19% en la primera vuelta electoral– y sin mayoría parlamentaria en un Congreso tremendamente fragmentado. Pero, además, sufrió un embate tras otro por parte de la derecha y la elite empresarial limeña, que sacó a relucir todo su odio racial y que se opuso, desde el primer día, a cada mínimo intento de reforma con tintes progresistas del encarcelado expresidente. Fue el mandatario que más intentos de «vacancia» –juicio político express– tuvo en la historia democrática del país andino y se vio obligado a cambiar un ministro por semana. Las denuncias en su contra se multiplicaron al punto de convertirse en una pesadilla. A través de mecanismos institucionales, una presión judicial asfixiante y con la complicidad de los militares –siempre listos para el golpe de Estado–, la ultraderecha desplegó todo su poder de fuego antidemocrático. Como lo hizo y lo sigue haciendo también en Brasil, Bolivia y otros puntos de la región.
Castillo estuvo apenas 497 días en el poder. Con su salida del Palacio de Pizarro, Perú retomó la agenda neoliberal de la cual el maestro rural amagaba a despegarse. Ahora, con Boluarte a la cabeza y a punta de rifle si la situación social lo demanda. De esa manera, y contra lo que expresó el pueblo peruano en las urnas en 2021, muchos de los antiguos opositores a Castillo hoy forman parte del nuevo Gobierno, lucen traje de ministro o ya consiguieron algún otro cargo menor. Una clase magistral sobre cómo acceder al poder sin pasar por el filtro electoral, regla de juego elemental en cualquier sistema democrático. No así en la deteriorada democracia peruana.
La derecha supo aprovechar la situación de inestabilidad crónica que atraviesa el país desde hace un largo tiempo. Cabe recordar que en los últimos ocho años, Perú tuvo siete presidentes, cuatro de ellos destituidos. Varios terminaron presos. En la última década no hubo uno solo que logre cumplir su mandato completo de cinco años.
A la inestabilidad política y el clima de convulsión social se suma un oscuro horizonte económico. Según datos oficiales, la pobreza pasó del 20% en 2019 al 30% en 2022, alcanzando a unas 11 millones de personas. Por si fuera poco, la inflación osciló en el 8,46% anual, todo un récord en los últimos 26 años. La delicada situación pone en jaque a Boluarte, cuyos deseos de gobernar al menos hasta abril de 2024 –fecha tentativa para las nuevas elecciones– parecen, a esta altura, toda una odisea.