11 de agosto de 2021
El nuevo presidente del Perú, Pedro Castillo, juró el 28 de julio «por los pueblos de Perú, por la lucha contra la corrupción y por una nueva Constitución». Aunque las realidades difieran, lo último remite al famoso juramento de Hugo Chávez en 1999 sobre la «moribunda Constitución» de Venezuela. La primera diferencia que salta a la vista es que Chávez había triunfado por amplio margen y tenía un gran apoyo popular. Hábilmente convocó un referendo para iniciar un proceso constituyente que derivó en la consolidación de su poder político y la posibilidad de realizar cambios estructurales.
La segunda diferencia es que la Constitución aprobada poco después del «autogolpe» de Alberto Fujimori en 1992 tiene numerosos mecanismos legales que dificultan su modificación.
La redacción de una nueva Carta Magna no es un capricho de Castillo ni la búsqueda de la perpetuidad en el poder. La Constitución actual fue diseñada para favorecer a los sectores más poderosos que apoyaron a Fujimori ya que este les garantizaba la aplicación de políticas neoliberales dejándolas plasmadas en las leyes.
El gran problema de Castillo es que no cuenta con mayoría en el Congreso, más bien todo lo contrario. La crisis institucional que afecta al Perú con sus cinco expresidentes involucrados en diversos casos de corrupción detonó el sistema político. El fantasma que ya sobrevuela es que se le pueda aplicar a Castillo la vacancia presidencial y la disolución del Congreso para destruirlo, forzar nuevas elecciones y apartarlo del camino.
Las élites políticas, económicas y comunicacionales desprecian al campesino devenido presidente y harán la imposible para evitar que el «otro» Perú pueda ser incluido por primera vez en la historia. Lo votaron en las urnas, ahora el presidente los necesita en las calles.