Política | CASO LUCAS GONZÁLEZ

Una sentencia histórica

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Adriana Meyer

Nueve policías de la Ciudad fueron condenados, tres de ellos a cadena perpetua, por el crimen del adolescente. El odio racial como agravante de la pena.

Marcha. Zúñiga, el papá y la mamá de Lucas, Dalbón y Huanca reclaman justicia.

Foto: Télam

«Se hizo justicia, estoy feliz, me saqué una enorme mochila, a mi hijo lo condenaron a muerte por ser morocho y llevar visera, y yo también vengo con mi visera, tengo orgullo de mi piel marrón», dijo el papá de Lucas, Héctor «Peka» González, en medio de la euforia frente a los Tribunales de Retiro. Se refería a uno de los cinco agravantes, el odio racial, por el que recibieron la pena de prisión perpetua tres de los nueve policías condenados el martes 11 por el Tribunal Oral en lo Criminal 25, por el asesinato de su hijo, Lucas González, el adolescente de 17 años baleado junto a tres amigos cuando volvían de entrenar con su equipo de fútbol.
Organizaciones sociales, vecinos, familiares, amigos y compañeros de las víctimas de este fusilamiento ocurrido hace casi tres años en el barrio porteño de Barracas, esperaron con ansias y escucharon la sentencia sobre la avenida Comodoro Py 2002: «El inspector Gabriel Isassi, el oficial mayor Juan José López y el oficial Fabián Nieva fueron encontrados coautores de homicidio quíntuplemente agravado por haber sido cometido con alevosía, placer, odio racial, el concurso premeditado de dos o más personas y cometerse abusando de su cargo en una fuerza policial». Además, fueron condenados por el intento de homicidio y la privación ilegítima de la libertad de los amigos de Lucas, Joaquín Zúñiga y Niven Huanca, de 19 años. En tanto, tres comisarios, un subcomisario y dos oficiales –Baidón, Ozán, Du Santos, Romero e Inca– recibieron penas de entre 4 y 8 años de prisión por el encubrimiento del crimen, alterar las pruebas y torturas. El cuerpo de Lucas tenía marcas de quemaduras de cigarrillo. Los cinco policías restantes fueron absueltos, Santana, Chocobar, Espinoza, Martínez y Arévalos.

Sin identificación
El 17 de noviembre de 2021, Lucas y sus amigos salían de entrenar en el club Barracas Central cuando fueron interceptados y atacados a balazos por efectivos de la Policía de la Ciudad sin identificación. Lucas recibió dos disparos en la cabeza y falleció al día siguiente en el hospital El Cruce de Florencio Varela. Sus compañeros fueron trasladados al Instituto de Menores y liberados un día después. Los uniformados adujeron que los confundieron con compradores de estupefacientes.
«Los policías los vieron cuando bajaron a comprar un jugo, se veía que venían de jugar al fútbol, no era por la droga ni por el auto, lo mataron por odio estructural y racismo; porque pueden, no tenían motivo alguno», dijo ayer Gregorio Dalbón, abogado de la familia González. Y destacó que es una «sentencia histórica» porque incluyó el odio racial, incorporado por primera vez como un agravante en el Código Penal en 1960. Dalbón también ponderó que los jueces Ana Dieta de Herrero, Daniel Navarro y Marcelo Bartolomeu Romero hayan mencionado en su fallo que las víctimas, sus familiares y los sobrevivientes fueron objeto de violencia institucional. «Esto significa que lo mató el Estado», aclaró Dalbón.
Eran las 9.30 de aquel día, y los pibes pensaron que les querían robar. Después de los disparos, Joaquín sostuvo la cabeza de Lucas sangrando entre sus piernas mientras le decía «aguantá». Ante el fiscal que investigó el caso, Leonel Gómez Barbella, relató la humillación que vino después de que les dijo a los policías dónde vivía: «Ah, sos un villero, a vos hay que pegarte un tiro de verdad». Cuando Lucas Salas, el cuarto ocupante del Volkswagen Suran azul, contó que era de Quilmes pasó algo similar. «A estos villeritos hay que darles un tiro en la cabeza a cada uno». Después, una policía mujer le preguntó dónde tenía la «falopa» y el arma con la que «mataste a tu amigo».

Plan de encubrimiento
Durante el juicio, que había comenzado el 15 de marzo, quedó demostrado que hubo un plan de encubrimiento que incluyó a las máximas autoridades de la comisaría de la comuna 4. Este armado incluyó plantar una réplica de un arma en el auto de los chicos, y hacer pasar el crimen como un «enfrentamiento» con un «delincuente abatido», tal la versión de la que se hicieron eco al inicio casi todos los medios. En la audiencia del jueves 6, el policía Héctor Cuevas dijo que vio al oficial Isassi plantar el arma en el auto de las víctimas, y afirmó que el subcomisario Roberto Inca dio la orden.
En este sentido, otro de los hechos salientes de la audiencia final fueron las últimas palabras de los policías absueltos, en especial las de Ángel Arévalos, quien fue defendido por su hermana, la abogada Paola Arévalos. «Le creo a Cuevas, repudio todo lo que pasó, pero acá hay personas que nunca quisieron que se sepa la verdad porque no les convenía», dijo con la voz entrecortada. En ese momento miró hacia los familiares. «La familia de Lucas lo tiene que saber, el jefe de la Policía de la Ciudad por intermedio de sus abogados está presionando al personal subalterno para que hablen con sus familiares y digan que no escucharon nada el día de la reunión, que lo que dijo mi hermana es mentira para desacreditarla», expresó. Paola Arévalos había manifestado que el propio jefe de la fuerza le dijo: «Sabemos que sus familiares son inocentes, pero no podemos hacer nada porque esto es un tema político y no queremos que lleguen a nosotros».
El tribunal tomó nota y agregó en la sentencia que se extraiga testimonio para iniciar una investigación respecto de los mandos superiores de la Policía de la Ciudad, con el jefe Gabriel Berard y el subjefe Oscar Cejas a la cabeza. Esos testimonios irían a la causa que ya investiga la jueza Vanesa Peluffo. «Lo que sigue es investigar a los jefes, se condenó a una parte de la mafia», dijo Dalbón, al mismo tiempo que exculpó al exsecretario de Seguridad Mauricio D’Alessando al decir que «declaró y puso todo a disposición». A su criterio, «esto podría haber pasado también en la Policía Bonaerense». 

Enemigo de clase
Para el abogado Ismael Jalil, de la Coordinadora contra la Represión Policial e Institucional (Correpi), «más que racismo fue odio de clase» uno de los agravantes del crimen de Lucas. El letrado describió que los abogados defensores de los condenados están vinculados con el Ministerio de Seguridad que conducía Patricia Bullrrich, con actuación en casos emblemáticos como Chocobar, Rafa Nahuel y Maldonado. «Tardaron 36 horas para admitir que ya no podían sostener el cuentito que sus periodistas estrella habían ayudado a instalar, estaban festejando el octavo aniversario de la creación de la Institución y el hecho les venía de perillas para levantar las copas», dijo Jalil a revista Acción.
«Lucas era hijo de trabajadores, de barrio pobre, jugador de fútbol con tres amigos de sus mismas características. Joaquín logró zafar y llamó a sus padres. Los sobrevivientes estuvieron a poco de quedar presos por el resto de su juventud», recordó. Y en tal sentido se preguntó cuántos de estos casos terminan de otra manera, cuántos Lucas están enterrados y cuántos Joaquines están encerrados sin justicia, cuántos policías siguen impunemente «cuidándonos de la inseguridad» después de hechos que se repiten como un mero daño colateral, como la Masacre de Monte.
A su criterio, «la mano dura y el gatillo fácil son las respuestas clasistas para encubrir la desigualdad que generan los gerentes, como Bullrich, Petri, Larreta, Morales, Espert, Berni, de todas las jurisdicciones y colores partidarios al servicio de la concentración de la riqueza». Por eso concluyó: «No es que matan a un negrito villero, matan a un enemigo de clase que pone en riesgo sus privilegios, la policía aprieta el gatillo pero el cerebro está en los spots de tevé, y la Justicia lo sabe».
El papá de Lucas le volvió a pedir al jefe de Gobierno Horacio Rodríguez Larreta que cambie el 17 de noviembre como día de la Policía de la Ciudad. «Que no manchen más el uniforme, hay un antes y un después en Argentina, esto jamás le va a pasar a otro chico», dijo. Su optimismo choca con la dura realidad de las cifras de un fenómeno que difícilmente cese de golpe. Según las cifras de Correpi, el Estado mata una persona cada 20 horas, en su mayoría con la modalidad de gatillo fácil, la misma que se llevó la vida de Lucas González.

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