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Adictos a las pantallas

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María Carolina Stegman

Atrapados por redes, apps y dispositivos, los habitantes del capitalismo informacional padecen nuevas dependencias cuyos alcances son aún difíciles de determinar. Un malestar cotidiano.

Pendientes. Más del 90% de los mayores de 14 años usa un equipo unas 5 horas diarias.

Foto: Shutterstock

«Tenía necesidad de tener el móvil cerca. Tenía ansiedad si estaba lejos. Me tranquilizaba solo con tenerlo cerca». «He tenido más ansiedad que cuando intento dejar de fumar». «Ver a todo el mundo con el móvil en el transporte público me creaba necesidad de usarlo» y «Leí un libro por primera vez en seis años», son algunas de las respuestas obtenidas por un reciente estudio de la Universidad de Málaga, España, que llevó adelante un experimento con casi 100 jóvenes de entre 15 y 24 años a quienes se impidió usar el celular durante una semana.
Las respuestas publicadas por varios medios españoles van en consonancia con los datos surgidos a nivel local de la Encuesta Nacional de Uso del Tiempo (ENUT 2021), dada a conocer por el INDEC por estos días y que indica que el 90,4% de la población mayor de 14 años y más utiliza algún dispositivo electrónico en un promedio de 5 horas 20 minutos diarios. Es casi una jornada de trabajo, de clases o de sueño reparador.
La pregunta que sobrevuela es si este mundo digital, del cual muchas personas son nativas y otras migrantes, creó una dependencia difícil aún de ver en toda su complejidad. Tal vez, un buen punto de partida sea dimensionar cuán impactante fue el cambio y recordar –o descubrir en algunos casos, dependerá del año de nacimiento– cómo era ese universo analógico donde el uso del tiempo, del espacio y las formas de relacionarse con los demás y consigo mismo eran otras.
«La compatibilidad con las tecnologías digitales y con los modos de vida que ellas proponen y suponen es un fenómeno bastante reciente. Los celulares, las pantallas con acceso a redes, cámara, en cualquier momento y en cualquier lugar, son propios del siglo XXI y produjeron un impacto enorme en nuestra forma de vida», asegura Paula Sibilia, antropóloga y comunicadora argentina de paso reciente por Buenos Aires en oportunidad del XXIV Congreso Anual de la Red de Carreras de Comunicación Social y Periodismo.
Para la investigadora, autora de conocidos libros como La intimidad como espectáculo, ¿Redes o paredes? y El hombre postorgánico, la respuesta es clara: «La compatibilidad con estos dispositivos nos terminó convirtiendo en criaturas dependientes de ellos para hacer toda clase de actividades y descompatibilizadas con otros tipos de tecnologías como son el lápiz, el papel o los libros impresos».

El malestar de lo ilimitado
Si hay un momento en que las pantallas atravesaron por completo la existencia humana sin dudas fue el confinamiento a raíz de la pandemia, ya que buena parte de las actividades que se hacían de modo exclusivamente presencial, pasaron a suceder de modo digital.
Para Sibilia, las nuevas tecnologías suponen ciertos modos de usarlas y no otros, ciertos modos de vivir, y en este sentido advierte que cuando hablamos de modos de vivir, hay dos ejes fundamentales: el uso del tiempo y el espacio, que se vieron tremendamente impactados.
Un tercer eje es el modo de relacionarnos con nosotros mismos, con los otros y con el mundo. «Antes había otros dispositivos para comunicarnos, uno de ellos era la carta escrita a mano, con mayúsculas, acentos, en borrador primero y luego se pasaba a limpio. Se enviaban por correo, había incertidumbre si no se recibía una respuesta; hoy somos incapaces de soportar esa incertidumbre si lo comparamos con los mensajes de WhatsApp».
Ciertamente se trata de experiencias diferentes y como afirma la antropóloga radicada en Brasil, las tecnologías «no son neutrales, son históricas y traen incorporados valores de época». Lo que está siendo materia de investigación –incipiente aún– es el cansancio, la ansiedad frente al uso de las tecnologías y las redes, algo que forma parte de un malestar cotidiano.
«Este malestar no se da solo con las noticias que son muchísimas y que hay que procesar para saber lo último que está pasando, sino también con otras cuestiones. Por ejemplo, tenemos toda la música del universo a nuestra disposición, todas las películas, las series, antes había que esperar la película del cine de los jueves, era un ritual además: ir al cine, luego conversar sobre el film, cenar. Ahora tenemos esas maratones de series. El procesamiento de la experiencia se fue, queremos además ver más y más porque hay un montón de cosas, lo mismo con los libros, los PDF, todo es ilimitado, nunca lo vamos a lograr, es inabarcable y crece todo el tiempo, es la dinámica del mercado y el malestar de lo ilimitado. Ya no está el malestar del límite de la era moderna», asegura Sibilia.

Seres ubicuos
Hablar de cómo las personas se volvieron compatibles con la tecnología digital implica también reparar en el cambio producido y que implicó el pasaje de un modo de vida organizado con paredes hacia otro compatible con las redes, que tienen a su vez la capacidad de atravesar las primeras. Otrora, los muros recortaban tiempo y espacio, las sociedades modernas se organizaban en instituciones delimitadas por paredes con determinadas reglas. Hoy los cuerpos se compatibilizan con los dispositivos aún sin estar usándolos.
«Con las redes las paredes se desactivan, estamos en un lugar pero mientras tanto estamos en otros lados. La escuela no es la única institución que se ve desafiada por este atravesamiento de las paredes, hay otras instituciones de confinamiento como las cárceles, fábricas, hospitales, bibliotecas, museos, el hogar, el cine, los teatros, bares, con sus usos rigurosos de tiempo y espacio, con sus códigos, que se ven impactados; hoy para ratearse de la escuela no hace falta saltar una pared, basta con apagar la cámara y silenciar el micrófono; ya no hay acto heroico, transgresor de la vigilancia social y de la sociedad disciplinaria, en romper la pared», subraya Sibilia.
En esta línea podrían ubicarse muchos otros ejemplos como las consultas médicas virtuales, las transmisiones de obras teatrales por streaming o incluso algunos que rozan lo inverosímil, como un preso haciendo un vivo de Instagram.
Así, la digitalización de la vida y el mundo de las pantallas se compatibilizan con la propuesta de vida de la sociedad contemporánea, donde ya los seres humanos no son interpelados tanto como ciudadanos del mundo analógico sino como consumidores y usuarios de servicios.
Otra de las consecuencias de este mundo sin paredes es la pérdida del sentido aglutinador. Hoy las redes, según señala Sibilia, tienen una vocación centrífuga ya que fragmentan y dispersan.
«Cada uno hace lo que quiere, esto me gusta, esto no, también hay una confusión entre la verdad y la mentira, no hay consenso entre lo que está bien y lo que está mal en muchísimos aspectos de nuestras vidas; hasta las notas de la escuela son discutibles, cada uno tiene su opinión y se supone que todas son válidas. Es un mercado de creencias, elijo creer esto, me gusta o no, y esto es un problema porque si queremos vivir en sociedad hay que repensar todo esto y ponerse de acuerdo en algunas cosas», concluye la antropóloga.

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