17 de enero de 2024
Con sus ideas innovadoras, iban a construir una sociedad mejor, pero solo hicieron buenos negocios. Historias de personajes que prometían salvar el mundo y terminaron salvándose a sí mismos.

Musk. La reciente compra de Twitter a un precio absurdo dejó al magnate sudafricano al borde de la quiebra y el ridículo.
Foto: Getty Images
En las últimas décadas se multiplicaron los personajes del emprendedorismo digital, una suerte de tecnohéroes con ideas novedosas que construirían un mundo mejor. Sus antecedentes más importantes y que crearon la figura son Steve Jobs, uno de los fundadores de Apple, y Bill Gates, uno de los creadores de Microsoft.
Ellos representaron, sobre todo desde los años 80, un ideal meritocrático en el que jóvenes audaces con un puñado de ideas innovadoras podrían, desde un garaje, transformar el mundo en un lugar mejor. No es este el espacio para decir que las biografías de Steve Jobs o las actividades más recientes de Bill Gates desmienten esa imagen. En cualquier caso, ese imaginario sirvió para legitimar la ambición de muchos emprendedores de la web de los años 90, cuando numerosos capitales de riesgo se plantearon el desafío de encontrar un modelo de negocios en una internet de protocolos abiertos.
Así fueron construyendo su imagen Jeff Bezos, de Amazon; Larry Page y Serguei Brin, de Google; Mark Zuckerberg, de Facebook; o Elon Musk, de Space X y Tesla, entre otros. Estos emprendedores jóvenes que triunfaron en los negocios explotaron la idea de que, en realidad, no venían a ofrecer un nuevo producto, sino sueños y utopías para construir una sociedad mejor. Google proponía ordenar la información para hacerla disponible para todos y democratizarla; Facebook acercar a las personas y permitirles intercambiar amablemente; Elon Musk viajar a otros mundos o, más recientemente, hacer de Twitter una arena pública para construir una suerte de democracia ateniense, pero a escala global.
Evgeny Morozov creó la figura del solucionismo tecnológico para describir esa mirada de Silicon Valley que aplana problemas sociales complejos para que encajen en recetas tecnológicas. Eso es lo que ocurrió con estas startups mesiánicas que mostraron su potencial para hacer negocios, pero no resolvieron los problemas que pensaban enfrentar o, al final, crearon otros.
Puede fallar
Los sucesivos escándalos que azotaron a estas grandes corporaciones han deshilachado esa imagen utópica que los acompañó en sus comienzos. El escándalo de Cambridge Analytica, además de las sucesivas filtraciones de Facebook, dejó en claro que la prioridad de esa red no era la construcción de una sociedad mejor, sino aumentar los ingresos. Los sucesivos juicios por prácticas monopólicas a las grandes corporaciones tecnológicas, las demandas por evadir impuestos o los esfuerzos por destruir la competencia (como las que condujeron al actual juicio a Google) hablan más de empresas con ambiciones sin límites que de samaritanos intentando construir un mundo mejor.
Lo que está en duda en la actualidad es si el personaje no se ha comido a las personas. Un caso paradigmático es, sin dudas, Elon Musk, quien ya había demostrado comportamientos erráticos con sus empresas, varias de las cuales no generan ganancias, algo que ocultó con su alto perfil de superempresario. Sin embargo, la compra que realizó de Twitter a un precio que lo dejó al borde de la quiebra y el ridículo, además de los intentos fallidos por mejorar la red social, revelaron en tiempo real y a cielo abierto que sus prácticas no solo no hablan de un empresario exitoso si no de una persona con serios problemas de estabilidad psíquica. El más reciente (y probablemente triste) capítulo de su historia incluye, justamente, a otro de estos personajes: Mark Zuckerberg. Ambos se desafiaron públicamente a hacer una pelea. Sí: una pelea a las trompadas.
La desconexión de estos personajes con la realidad es tal que Jeff Bezos agradeció a sus empleados por el viaje que realizó al espacio diciéndoles: «Gracias muchachos: ustedes pagaron por todo esto». No pudo anticipar cómo caería esa frase a sus empleados, quienes reclaman en todo el país por salarios más justos, tener más tiempo para ir al baño o el derecho a sindicalizarse, algo que Amazon boicotea sistemáticamente.
Como era de esperarse, estos personajes han generado un imán para el mundo de la ficción. La serie Superpumped (2019) cuenta la historia de Uber centrándose en la figura de su fundador, Travis Kalanick. Su promesa de encontrar una mina de oro digital en el transporte lo llevó a desplegar un emprendedorismo de shock que rompió leyes y límites éticos. Los financistas que invirtieron en el proyecto o bien creyeron realmente en el potencial de este tecnohéroe o, por lo menos, comprendieron que este les permitiría inflar un proyecto suficiente tiempo como para ganar dinero y retirarse antes de que explote. Es que Uber nunca dio ganancias y hay dudas de que lo haga alguna vez.
Otra serie más reciente es WeCrashed (2022) en la que se cuenta la historia de Adam Neumann, fundador de WeWork. Este personaje promete la disrupción del mercado inmobiliario ofreciendo espacios de trabajo, pero lo hace como un líder espiritual prometería la vida eterna. Gracias a esa aura de exitoso seductor con una confianza infinita en sí mismo consiguió los inversores que le permitieron fundar su empresa en 2010. Este proyecto, que tampoco daba ganancias, llegó a cotizarse en 47.000 millones de dólares. Finalmente, Neumann fue despedido y se llevó una excelente indemnización de una empresa que actualmente está al borde de la quiebra. El sueño al menos funcionó para él.
El reparador de lo que rompe
La lista podría seguir con Sam Bankman-Fried el «genio» de las criptomonedas que pasó de la tapa de Forbes a la cárcel en pocos meses. Pero detengamos esta enumeración que podría seguir: ya está claro que no se trata de excepciones, sino de la sintomatología de un sistema que premia a este tipo de personajes.
Cabe aclarar que algunas empresas que también vendieron espejitos de colores a los inversores lograron encontrar un modelo de negocios. Es lo que pasó con Google o Facebook y el mercado publicitario, o con Amazon y el delivery de productos. Durante años crecieron a velocidades sorprendentes, aunque en los últimos años su crecimiento se desaceleró. Eso sí: sus promesas de un mundo mejor quedaron en el camino.
Pese a todo, algunos de estos personajes siguen subidos al altar de su mesianismo para vender soluciones, incluso, para problemas que ellos mismos generan. Distintos informes señalan que el impacto de la IA generativa en el mundo del trabajo puede ser muy significativa. Claramente, el sistema político actual, con su creciente desigualdad (en la que las grandes corporaciones tienen mucho que ver) no parece en condiciones de resistir más marginación sin implosionar.
Frente a este problema urgente, Sam Altman, el CEO de OpenAI (la empresa que desarrolló ChatGPT) retomó una idea por la que aboga desde hace tiempo buena parte del progresismo global: el ingreso básico universal. Este ingreso pensado para generar un piso de recursos entre los habitantes del planeta le permitió a Altman imaginar una «solución» que combina una criptomoneda llamada Worldcoin con unos dispositivos que registran datos biométricos, entre ellos el iris de las personas, para poder identificarlas de manera supuestamente inviolable. Es decir que su solución para una eventual crisis laboral global, producto en parte de la IA generativa que él promueve, pasa por saltearse a los Estados democráticamente elegidos, dejar en manos privadas datos personales de gente de todo el mundo y usarlos para pagar con una criptomoneda de facturación propia y de la cual sus creadores se quedarían con un porcentaje significativo como compensación por ayudar al mundo.
Cada uno de estos personajes, además de contar con recursos económicos y tecnológicos que les dan un poder desmesurado, muestran una desconexión con el mundo real que sorprende y preocupa.
Al mismo tiempo, la lógica meritocrática los legitima: en el mundo es exitoso quien tiene buenas ideas y se esfuerza para llevarlas adelante; por lo tanto, si ellos son ricos, son exitosos y, por lo tanto, por definición se merecen lo que obtuvieron. El problema es que este tipo de éxito individual parece estar reñido con el bienestar general. Estos personajes están en la cúspide del 1% de los más ricos del mundo que no solo concentran más de la mitad de la riqueza global si no que capturan casi 2/3 de la que se genera en la actualidad; mientras, no dejan de protestar contra los impuestos. La mayor parte del otro 99% tiene dificultades para vivir una vida digna.
Lo que va quedando claro es que los tecnohéroes, a diferencia de los héroes clásicos, en realidad, buscan salvarse solos.
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