Sociedad

La tierra invisible

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Sin cloacas, agua potable ni gas; con servicios de salud y comunicaciones deficientes, los 20.000 habitantes del Delta bonaerense sufren la indiferencia de los municipios continentales a los que pertenecen las islas. Reclamos de los vecinos.

Vivir del agua. Un territorio con necesidades y problemas propios que abarca cuatro partidos. (Jorge Aloy)

El Delta bonaerense, un territorio visitado habitualmente por turistas argentinos y extranjeros desde hace décadas, es una de las maravillas naturales que se admiran por su fauna, por su vegetación y por el río; aunque la contaminación creciente de sus aguas se ha convertido en una amenaza ambiental permanente. Pero hay una versión de estas islas que es mucho menos conocida, la de las personas que trabajan, estudian y se enamoran allí. Se trata de una población no menor, son casi 20.000 habitantes –de los partidos de Tigre, San Fernando, Escobar e Isla Martín García– determinados en buena medida por el territorio en el que viven. Esos modos de vida raramente son tenidos en cuenta desde el «continente», que es donde se hallan los poderes municipales. Por eso, desde hace varios años un grupo de vecinos y vecinas del Delta viene trabajando en pos de la autonomía isleña y desarrollaron un proyecto que prontamente será presentado ante la Cámara de Diputados de la provincia de Buenos Aires. «Lo que buscamos es la resolución de los problemas isleños, tener la capacidad de decisión para resolver sobre nuestros temas, tratando de superar la orfandad que tenemos en este momento por parte de los municipios continentales con el territorio insular», explica Fernando Del Giudice, habitante desde hace tres décadas de la Primera Sección del Delta (Tigre) y uno de los impulsores de la iniciativa.

Al este del paraíso
¿Qué implica esta orfandad con respecto a los municipios continentales? Básicamente, condiciones de vida degradadas. A saber: nadie en las islas cuenta con agua potable, cloacas y gas por red; los servicios de salud son insuficientes; las comunicaciones (telefonía fija, móvil y conexión a internet) y la energía eléctrica son muy deficientes, escasas y en muchos casos ausentes; y faltan puntos de repostaje de combustibles, lo que dificulta la navegación. Además, el transporte fluvial «es monopólico, ineficiente, caro, con unidades antiguas, ruidosas, contaminantes, sobrecargadas de pasajeros y en dudosas condiciones de seguridad, con pocos horarios y recorridos que priorizan al turista sobre el isleño», señalan los vecinos en el texto que presentarán ante los legisladores bonaerenses.
Susana Lucini es vecina de la Tercera Sección (San Fernando), una de las más alejadas del continente, a unos 60 kilómetros. Para llegar a su casa hay que viajar tres horas en lancha de pasajeros, o una hora y cuarto en una embarcación particular. En 2001 comenzó a instalarse junto a su hija en la isla, en ese lugar que considera «un paraíso». Pero hoy dice que ya casi no puede vivir ahí. «Ahora estoy más en continente porque me obligaron. Antes teníamos abastecimiento de combustible y también había una lancha almacenera que pasaba por el lugar. Cerraron todas las estaciones de servicio porque no estaban en condiciones pero tampoco les ofrecieron otra alternativa y los que sufrimos, los que dejamos de tener servicios, fuimos nosotros y el turismo». Por eso Lucini es otra de las vecinas que demanda la autonomía isleña para resolver los problemas presentes y apostar a un futuro posible en el Delta. «Tampoco hay luz eléctrica, las redes tenían que llegar en 2007 a más tardar, pero Edenor nunca cumplió con los contratos de concesión que habían hecho», denuncia.

Desde el asfalto
La desatención hacia las personas que viven en las islas no es nueva. Ya en 1933, Sandor Mikler, un inmigrante del imperio austro-húngaro, lanzaba el primer número de Periódico Delta, desde Villa Paranacito, islas de Ibicuy, en la provincia de Entre Ríos. Ese periódico fue un órgano de difusión de las ideas sobre la necesidad de autogobierno para la gente de las islas. En sus editoriales decía: «Los problemas isleños no tienen nada en común con los sanfernandinos o tigrenses». Y afirmaba: «El Delta nunca será bien gobernado desde el asfalto con el criterio almidonado de los urbanistas». Mikler murió en 1971, pero su prédica autonomista logró su máxima expresión en los isleños de Villa Paranacito, que lograron municipio propio en 1984.
En Buenos Aires, los procesos de creación de municipios forman parte de una larga historia de subdivisión territorial. En 1865 ya existían 72 partidos, hoy son 135. El último partido declarado por ley (en 2009) es el de Lezama, a partir de la subdivisión de Chascomús. Un fuerte impulso a este proceso de creación de nuevos municipios tuvo lugar durante la década del 90 del siglo XX, a partir de una propuesta de reforma político-territorial para el Conurbano conocida como «Proyecto Génesis 2000». De esta manera, por subdivisión de partidos existentes, lograron su autonomía José C. Paz, San Miguel, Malvinas Argentinas, Hurlingham, Ituzaingó, Ezeiza, Presidente Perón y Punta Indio, que al momento de su creación tenía menos de 10.000 habitantes.
El Delta bonaerense abarca un territorio de 1.200 kilómetros cuadrados (aproximadamente seis veces la superficie de la Ciudad de Buenos Aires), cuya mayor parte (950 kilómetros cuadrados) corresponde al municipio de San Fernando, aunque la concentración más fuerte de población se da en la Primera Sección, la más cercana al continente, que es tigrense.
Con respecto a los motivos que suelen dar inicio a los reclamos autonomistas, la profesora Marcela Indiana Fernández, responsable de la cátedra de Geografía Histórica de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, reconoce la desatención que denuncian las localidades más pequeñas y la población rural. «Eso se vincula con la asignación de los recursos, porque en casi todos los municipios hay una hiperconcentración de población en la localidad cabecera (más del 80% de la población total), por lo que es bastante obvio que la mayor parte de los recursos se van a canalizar allí. Entonces, la cabecera acentúa su posición de privilegio en el territorio municipal y la atención de sus demandas reclama cada vez más recursos que se retacean, sistemáticamente, a las localidades pequeñas».
Pero no todos son reclamos, los autonomistas destacan que hay mucho por aprender desde el «continente» de la forma de vida isleña. «La identificación con este lugar, el aceptar las reglas impuestas por el Delta, nos hizo adecuar nuestras construcciones a las recurrentes inundaciones», señala Del Guidice en relación con las construcciones palafíticas. «Por eso nunca han existido evacuados en las islas, caso muy distinto de lo que ocurre en la zona costera del continente tanto sanfernandino como tigrense».
Por su parte, Lucini destaca que lo que les importa es ver qué se puede hacer con los recursos que tiene la isla, «para que no sea una tierra de nadie, una tierra aislada, como si estuviéramos a 1.000 kilómetros. El Delta no es el fin del mundo. Si se quiere y si hay voluntad política esto se puede transformar maravillosamente, no solamente para los que vivimos aquí. Podemos ser fuente de muchos recursos, dar mucha alegría a mucha gente, cuidando y haciendo próspero todo esto. Por eso estamos pidiendo la autonomía, porque las personas que nos gobiernan desde el continente no conocen o no les importa nuestra situación».

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