Sociedad

Ojos bien cerrados

Tiempo de lectura: ...

Mientras el Estado invisibiliza la problemática, la indiferencia y el prejuicio refuerzan la exclusión de las personas en situación de calle y de otros sectores desamparados. Aporofobia: una nueva palabra para designar el rechazo social a los que más sufren.

Buenos Aires. El 70% de las personas sin techo manifestó haber sido víctima de alguna forma de violencia institucional o social. (Jorge Aloy)

Según un censo realizado por organizaciones sociales, 4.394 personas viven en las calles de Buenos Aires, otras 1.478 utilizan la red de alojamiento transitorio nocturno y unas 20.000 se encuentran en riesgo de caer en esa situación. El registro cuadriplicó las cifras admitidas por el gobierno porteño –«El Estado no ignora esta problemática, sino que la invisibiliza», denunció Proyecto 7, la ONG que impulsó la iniciativa, y además desmintió un conjunto de prejuicios y estigmas con que cierto sentido común refuerza la exclusión de los sectores más desamparados de la población y se desentiende de sus problemas. Contra la creencia de que quienes están a la intemperie generan inseguridad, en particular, el 70% de los encuestados manifestó haber sido víctima de alguna forma de violencia institucional y social, entre ellas abusos sexuales, agresiones físicas, maltrato policial, robos y discriminación.
«Estamos trabajando a cama caliente, la demanda es constante», dice Juan Leal, director del operativo del Centro de Integración Monteagudo, una de las sedes de Proyecto 7. La ONG ofrece asistencia y acompañamiento a personas que viven en la calle, pero también realiza un trabajo activo en reclamo de sus derechos y en procura de su reinserción social.
El censo mostró, además, que un 38% de las personas lleva más de seis años en la calle y un 80% duerme a la intemperie todos los días. «Cama y comida no solucionan el problema –advierte Marcelo Castillo, secretario del centro Monteagudo–. Salir de la calle es un proceso largo y complicado, porque trabajamos con distintas cuestiones: adicciones, discapacidades, abandono. Ahí es donde el Estado no se hace cargo y donde damos pelea como organización».
Situado en el barrio de Parque Patricios, el Centro Monteagudo tiene 120 plazas y recibe a hombres de entre 18 y 60 años. En seis años de trabajo, contabiliza 400 «egresados», como se llama a quienes pudieron abandonar la calle y asegurarse un alojamiento y una actividad. Parte de la misma ONG, el Centro de Integración Frida ofrece 60 lugares para alojamiento y contención de mujeres: «No las considera receptoras pasivas de servicios sino personas capaces de formular sus proyectos de vida», advierte la organización.
Entre otras acciones, Proyecto 7 promueve una ley para garantizar los derechos de personas en situación de calle, en tratamiento en la Comisión de Salud de la Cámara de Diputados.
El censo de personas que viven en la calle contrapuso los datos de los entrevistados con las principales creencias que los estigmatizan: la mayoría declaró que saldría de la situación con un trabajo y apenas un 5% pidió un subsidio; solo un 10% manifestó encontrarse en la calle por consumo de drogas, mientras los problemas familiares y socio-económicos aparecieron como causa principal de desarraigo; contra la idea difundida de que no tienen conciencia de los riesgos que corren, la mayoría percibe la necesidad de atención sanitaria.
A la invisibilidad se agregan comentarios de funcionarios y de políticos que remiten a lo que la filósofa española Adela Cortina describió como aporofobia, el rechazo social al pobre. El secretario de salud de la intendencia de Mar del Plata, Gustavo Blanco, comparó así a una mujer que vivía en la calle con un perro «que vuelve a su lugar porque se siente cómodo». Por su parte, el candidato a diputado nacional Ricardo Bussi se preguntó «para qué quiere una chica de La Cocha estudiar matemáticas, si va a trabajar la tierra».
«El rechazo al pobre es un fenómeno global. La subjetividad que produce el neoliberalismo inscribe la idea de que la condición del pobre es resultado de sus acciones, o de lo que no hace. Invierte una lógica que en el siglo XX funcionó de otra manera, la idea de que tenemos responsabilidad por los otros y por su destino», dice Marisa Germain, psicóloga e investigadora de la Universidad Nacional de Rosario.
Se dice que la calle es un lugar de aprendizaje, y algo de lo que Castillo sabe tiene el sabor de las verdades populares: «Esto ya viene de la historia –dice–. Tiene que haber un pobre para que haya un rico». El rechazo a los menos favorecidos es el complemento de la celebración del éxito individual. «El éxito aparece como un signo externo de cualidades positivas para las personas. No importa cuáles son esas cualidades, no hay un patrón de medida en relación con qué produce para el colectivo, sino de cuánto provee al individuo», agrega Germain.
El fenómeno se extiende a otros sectores sociales, como mostró un grupo de madres que festejó la exclusión de un chico con síndrome de Asperger en una escuela católica de la localidad bonaerense de San Antonio de Padua. «Está alcanzado un límite biologicista, darwiniano. La divulgación berreta de la genómica y de las neurociencias va en la dirección de descargar a lo social de la responsibilidad de cada invididuo sobre la suerte colectiva. En este punto, aparece la idea de que el otro es responsable por lo que le pasa. Por eso las madres de los alumnos podían decir barbaridades en el grupo de WhatsApp», destaca Germain.
En ese marco, «la dimensión moral de las relaciones está debilitada por las prácticas sociales más generales, porque se desdibuja la idea de que lo social se hace colectivamente y se impone su visión como sumatoria de individuos», dice Germain. Una frase célebre de Margaret Thatcher, según la cual no hay sociedad, sino individuos y familias, es un elemento fundante del neoliberalismo: «si hay algún lazo entre las personas, es restringido y cercano».
La historia reciente ofrece otros hechos para la reflexión. «Las grandes crisis, como la de 2001, son momentos en que el lazo con los otros se patentiza y se vuelve muy visible –señala Germain–. Es paradójico, pero en situaciones de mayor normalidad, más se acentúa el individualismo».

Una salida posible
Juan Leal recupera un concepto cada vez menos frecuente en el lenguaje político: «Sin justicia social y sin la intervención del Estado esto no se arregla», dice, mientras recibe a una persona y arregla su alojamiento en el Centro Monteagudo.
Las críticas a la burocracia estatal y al funcionamiento de los paradores nocturnos del gobierno porteño son reiteradas entre la gente de la calle. En los centros de Proyecto 7 «el requisito es la sola presencia y que nos digan lo que precisan».
«Los jóvenes y los hombres que llegan al centro pueden recomponer sus vínculos. El proceso empieza a través de la familia. Por más problemas que hayamos tenido, no quiere decir que seamos malos, sino que distintas circunstancias nos llevaron a esa situación, que se puede revertir», plantea Leal.
La recomposición del vínculo requiere, también, una respuesta social. Marisa Germain advierte el riesgo de «dejar correr la comunicación dominante sin contraponer otros mensajes para poner en acto el lazo con el otro, mostrar su presencia».
Germain también subraya la necesidad de un trabajo crítico más profundo sobre creencias de aceptación general. «No nos tomamos en serio una serie de producciones de divulgación, por ejemplo, sobre cómo hacer para que los chicos desarrollen su inteligencia emocional y mejoren sus destrezas –ejemplifica–. Ideas que son presentadas como si tuvieran una referencia a un campo científico, cuando están construidas artificiosamente y tienen por función validar la construcción de un modelo individualizador». Porque la exclusión comienza y se consolida en los discursos y en las palabras de todos los días.

Estás leyendo:

Sociedad

Ojos bien cerrados