27 de diciembre de 2025
19 años después, con la causa prescripta, surgieron nuevas revelaciones que apuntan al esclarecimiento del femicidio. Una saga de mala praxis judicial y el jury contra tres fiscales que actuaron en la investigación.

Villa Golf. Reconstrucción del hecho en el barrio privado de Río Cuarto. Una investigación plagada de errores.
Foto: NA
Durante la mañana del 26 de noviembre de 2006 hubo una gran conmoción en la ciudad de Río Cuarto, 225 kilómetros al sur de la capital cordobesa, con una población –según indicaba el primer Censo Nacional del siglo– de 183.562 habitantes. Desde aquel día, por cierto, había uno menos. El epicentro del asunto era un chalet en la calle 5 del barrio cerrado Villa Golf.
Allí, en un espacioso dormitorio, policías de civil y peritos realizaban su trabajo en torno a una cama donde yacía una mujer sin vida. Era Nora Dalmasso, de 51 años, la dueña de casa.
Desde entonces transcurrieron casi dos décadas sin que su muerte fuera esclarecida, pese a las hipótesis que, en ese lapso, llegaron a esgrimir, de modo escalonado, tres de los fiscales que intervinieron en la pesquisa; a saber: Javier Di Santo (de 2006 a 2015), Daniel Miralles (de 2016 a 2017) y Luis Pizarro (de 2017 a 2019). En resumen, ellos cometieron errores garrafales enlazados por un denominador común: atribuir aquel crimen a personas inocentes.
Pues bien, esta trama ya olvidada acaba de resucitar desde las brumas del tiempo con dos giros de 180 grados.
Por un lado, esos fiscales enfrentarán un jury (juicio político) por «mal desempeño» y «negligencias graves». Por otro lado, el cuarto (y actual) fiscal de la causa, Pablo Jávega, parece haber dado en el clavo, ya que acaba pedir el procesamiento de Roberto Bárzola, un parquetista que, al momento del hecho, efectuaba su trabajo en esa casa. Lo compromete un rastro de ADN.
En este punto, es necesario retornar a ese lejano sábado, cuando policías y peritos trabajaban en torno a la cama donde yacía la víctima.

Víctima. Nora Dalmasso, su femicidio sigue impune 20 años después.
Foto: NA
La metodología del «garrón»
La imagen de aquella mujer era singular: su rictus mortuorio, entre sorprendido y anhelante, sugería que había sido malograda con suma delicadeza durante una relación sexual. El cinto de una bata enrollado en el cuello fortalecía tal idea.
En tanto, el joven fiscal Di Santo miraba atentamente el procedimiento de hisopado vaginal que efectuaba un legista.
Ese hombre impostó una expresión cargada de profesionalismo al exhibir la muestra capturada: una gotita blanquecina de naturaleza viril.
El fiscal, casi por reflejo, sonrió.
Luego alzó la mirada hacia la pared, donde había un pesado crucifijo de madera y bronce. Su sonrisa se disipó.
A su vez, el legista metía en un sobrecito de nylon lo que parecía un vello público, hallado en la zona inguinal de la señora Dalmasso.
Pero Di Santo continuaba absorto en el crucifijo.
A la derecha de la difunta, en la mesita de luz, había un libro. Era una novela de Paulo Coelho titulada A la orilla del río Piedra me senté y lloré. Su portada despertó el interés de un sujeto con gafas espejadas, aire torvo y traje gris. Era el jefe de la División Homicidios de la Policía de Córdoba, comisario Rafael Sosa. Con manos no enguantadas, revisó el volumen. Y fue minucioso, como si sus páginas tuvieran alguna pista del crimen. Luego dejó sus huellas en un cenicero y en un vaso de agua a medio tomar. Finalmente, atendió una llamada, mientras encendía un cigarrillo, cuya ceniza fue depositada en aquel cenicero. Su expresión ahora irradiaba cierta impaciencia.
Minutos más tarde, ya en la calle, enfrentó a la prensa. Entonces, para el regocijo de los movileros, supo revelar la coincidencia temporal entre el acto amoroso y el deceso de la víctima, puntualizando que, en el instante del crimen, su esposo, el médico Marcelo Macarrón, estaba en Punta del Este, donde había ganado un torneo de golf.
Por último, endureció su rictus al rematar:
–El caso está en vías de esclarecerse, señores. Los rastros genéticos que levantamos nos llevarán al asesino.
Se refería, claro, a la muestra de semen obtenida por el hisopado vaginal. Toda la pesquisa estaba ahora cifrada en su análisis. Por lo tanto, el nombre del matador afloraría en unas horas. Pero no fue así.
Es que hubo una circunstancia imprevista. Y la explicaremos en términos policiales: de aquella muestra, los espermatozoides «se habían dado a la fuga».
En realidad –según se dijo luego–, esa gotita era tan pequeña y frágil que el proceso de análisis la consumió. Para colmo, la muestra de vello púbico se había precipitado en el olvido.
En ese preciso instante, la investigación cayó en picada. El resto solo fue una serie de patadas al vacío por parte de los fiscales.
Tal sentido tuvieron las antojadizas acusaciones a las siguientes personas: el pintor de brocha gorda Gastón Zárate, quue trabajó en esa casa durante los días previos al hecho; el asesor del Gobierno provincial Rafael Magnasco, quien estaba sospechado de haber sido amante de la víctima; su propio hijo, Facundo Macarrón, quien la habría asesinado en el contexto de un conflicto inherente a una –jamás comprobada– relación incestuosa con ella. El lote de «culpables» se completaba con su esposo, el médico Marcelo Macarrón, quien –según el olfato del fiscal Pizarro– habría encargado su muerte a terceros –sin determinarse el motivo–, mientras él, a los efectos de la coartada, había viajado a Punta del Este con la excusa del torneo de golf.
Fue un verdadero festival del «garrón». Pero todos fueron sobreseídos. El viudo, tras un juicio oral efectuado en 2022.
Así era el –diríase– tablero de ajedrez que encontró el fiscal Jávega, luego de que la Cámara del Crimen de Río Cuarto le autorizara, a fines de aquel año, la reapertura de la investigación.
No obstante, nadie apostaba a que el enigma del caso pudiera revertirse.
Todo por un pelo
La clave del trabajo de Jávega fue haber encontrado, entre los elementos de la causa, el sobrecito de nylon con aquel pelo púbico levantado en la zona inguinal del cuerpo de la pobre Nora, cuya importancia sus antecesores soslayaron.
Así reapareció en esta historia el parquetista Bárzola. Sí, reapareció, dado que, durante la etapa del expediente instruida por Di Santo, llegó a brindar una declaración algo anodina que, después, repetiría en el juicio al viudo.
Entre ambos testimonios hubo más de tres lustros.
Desde una perspectiva lombrosiana, nada hacía suponer que ese hombre menudo y levemente entrado en carnes a sus 45 años, fuera capaz de asesinar. Sin embargo, su perfil genético coincide con el de dicho pelo. Y este es el gran hallazgo de Jávega.
De modo que en el dictamen de 400 páginas que acaba de entregar pide la elevación del expediente a juicio con Bárzola en el banquillo. ¡Un bombazo!
Pero su iniciativa tiene un impedimento: la prescripción del caso. Y con la consiguiente polémica al respecto.
Porque el fiscal argumenta que, de la totalidad del tiempo transcurrido desde el momento del crimen, debe descontarse el plazo en que la pesquisa solo persiguió a Facundo y Marcelo Macarrón, ya que –según su planteo– aquel fue «un intervalo que no puede ser tomado como un avance temporal».
Desde luego que la defensa de Bárzola discrepa con esta tesitura.
Por lo tanto, será la Cámara y, después, eventualmente, la Corte Suprema, las que tendrán la última palabra.
Ya se sabe que esa no es la única novedad.
En paralelo, está en juego el destino de Di Santo, Miralles y Pizarro por el jury que ahora pende sobre ellos. De hecho, el fiscal general de Córdoba, Juan Manuel Delgado, tiene un plazo de 30 días para realizar la acusación.
En definitiva, sobre este océano de dudas sobrevuela una certeza: a veces, la realidad imita a la literatura.
