11 de junio de 2014
Rodolfo Livingston reflexiona sobre las problemáticas de las grandes ciudades, el mercado del suelo y la necesidad de repensar el rol de los especialistas en los planes de vivienda.
Desde el ventanal del estudio de Rodolfo Livingston, ubicado en un departamento del barrio porteño de La Paternal, es posible ver con claridad dos épocas, dos modelos de ciudad. En las cercanías, predominan las casas bajas, los árboles, las calles adoquinadas. A lo lejos, la otra cara de Buenos Aires: un grupo de torres gigantescas, tipología constructiva estrella de los últimos años, se recorta sobre el horizonte. La escasez de plazas y parques, la falta de planificación urbana y los negocios que se tejen alrededor de los espacios públicos son algunos de los temas sobre los que el arquitecto suele opinar en los medios, no sin generar polémicas. Más allá de su actividad particular, estas problemáticas nunca lo han dejado indiferente. De hecho, en las últimas elecciones, Livingston fue candidato a legislador porteño por el partido Aluvión Ciudadano y hoy es miembro activo de PropAMBA, un espacio de reflexión donde se abordan cuestiones que atañen al vínculo en la Capital y el área metropolitana conformado por asociaciones civiles, intendentes, comuneros, funcionarios, legisladores, técnicos y vecinos.
Autor de 11 libros, en sus casi 60 años de trayectoria (nació en 1931), Livingston hizo de sí mismo una marca registrada, entre otras cosas, por ser creador del método denominado Arquitectos de Familia (con dos premios internacionales), basado en «escuchar al cliente tratando de interpretar sus necesidades» y en la idea de que los arquitectos pueden y deben involucrarse en proyectos pequeños, como una reforma o una ampliación de una casa común y corriente. Ese fue el eje del programa Arquitectos de la Comunidad, que Livingston supervisó en Cuba durante toda la década del 90, y de la filosofía de trabajo que lleva adelante día a día desde lo que él denomina su «consultorio de arquitectura».
–¿Los arquitectos de familia existen en alguna otra parte del mundo?
–No, no hay arquitectos de familia, no existe como especialidad. Hay algunos en las Islas Canarias, en Venezuela, en Cuba y en Uruguay, pero no está generalizado. El estudio nuestro es uno de los pocos que se dedica a reformas de casas, pero generalmente las casas no se reforman con un arquitecto y, por eso, se reforman mal y se terminan convirtiendo en laberintos oscuros. Sin embargo, los arquitectos no trabajan para las familias, en ninguna parte del mundo, salvo para las clases altas. Y para los gobiernos, cuando quieren hacer planes generales. La clase media llama a un albañil; el arquitecto es un animal desconocido. Sucede que la facultad y la historia de la arquitectura pasaron por atender a papas y príncipes. Los arquitectos nunca atendieron a la «gente común» y la facultad sigue preparando a los arquitectos para atender grandes edificios. Salvo excepciones, por supuesto. La gente cree lo mismo que los arquitectos y los profesores: que hemos nacido para hacer cosas grandes. El grueso de la gente no sabe qué es un arquitecto, piensa que es un diseñador que no se recibió de ingeniero. O un decorador. No está incorporado a la vida cotidiana de la gente, como el médico, el psicólogo, el abogado.
–¿Y qué aporta la mirada de un arquitecto a los proyectos pequeños?
–Muchísimo. Una casa, por ejemplo, puede ampliarse sin ampliarse, nada más que reorganizándola. Pero, para ampliar, la gente siempre quiere construir en el patio. Igual que Mauricio Macri: en Buenos Aires, los lugares vacíos son vistos como oportunidades para construir. Lo que se construye es visto y el vacío no es visto. El vacío en las plazas, en la ciudad, en las escuelas, en las casas, se ve como una oportunidad para poner algo. Pero si sólo lleno espacios, se generan lugares sin luz, sin ventilación, cuartos por donde debe pasar la gente para ir al baño. Eso es lo más común. «Le ganamos al patio», dicen. Pero ampliar no implica necesariamente sumar metros cuadrados. Y el primero que no lo entiende es el Estado. Pedís un préstamo para ampliar y equipara eso a más metros. Los créditos se dan con esa condición y hay que mentir y decir que se va a reformar, porque si no, no te lo dan. Esto muestra hasta qué punto están los paradigmas metidos en los gobernantes.
–Cada vez menos personas pueden costear su casa propia, ¿cómo influye este factor en el trabajo de un arquitecto de casas?
–El grueso del país no tiene plata ni para comprarse una casa, ni para hacer una casa nueva, porque el mercado no ofrece eso. Las viviendas están en el mercado, empezando por el suelo; eso pertenece a un mercado inaccesible para el grueso de la población. Por lo tanto, la vivienda es un derecho constitucional, pero en el sistema de economía de mercado no lo puede garantizar. De todas formas, el ProCreAr vino a cumplir una función muy buena, pero no acercó la figura del arquitecto a la gente, porque el Estado propone prescindir de los arquitectos. Hace proyectos de casas «tipo» y le dicen a la persona que con eso puede evitar al arquitecto, cuando, al mismo tiempo, es necesario un arquitecto para firmar el plano que presentan ellos, algo que es completamente antiético: firmar el plano que hizo otro. Eso es lo que propone la Anses y no creo que con mala intención. Diego Bossio está haciendo algo buenísimo, pero desde el punto de vista del dinero. Desde el punto de vista arquitectónico, no se sabe quién maneja eso, no hay una cara.
–¿Eso pasa en todos los proyectos?
–No, a veces hay llamados a concurso para hacer tiras de casas todas igualitas. Como si fueran médicos: recetan un remedio para todo el mundo. Las personas que van a vivir ahí van a vivir mejor, eso seguro. Te entregan una vivienda y si vivías en la calle o en una villa, es un progreso indudable, aunque la casa esté llena de problemas, mal proyectada; o sea, pasa lo mismo, la parte de la arquitectura queda renga. En el caso de ProCreAr, es un proyecto buenísimo, pero trabajaron proyectos de casas prepensadas y le pidieron esos modelos a la Sociedad Central de Arquitectos. La SCA hizo un concurso, y uno lo ganó Clorindo Testa, que no sabía nada de cómo viven los seres humanos normales, sabía cómo hacer bibliotecas y torres. Es lo mismo que pasa en Economía: ¿quién es el campeón? El que saca un premio Nobel. Pero, ¿de qué entienden? De neoliberalismo. A Domingo Cavallo le pagan 50.000 dólares para ir a hablar de algo que está absolutamente perimido. Lo mismo pienso yo de los campeones mundiales de la arquitectura.
–¿Y cuál es la salida a esta situación de divorcio entre la arquitectura y la gente?
–La formación. En Cuba di 70 seminarios, se difundió el sistema en todo el país, y hubo 180 consultorios de arquitectura. Se puede hacer; en Cuba demostramos que se puede hacer esto del arquitecto utilizado por la gente.
–También trabajó asesorando al sector educativo público, a raíz de la falta de aulas en las escuelas, ¿cuál fue el aporte allí?
–Los legisladores de Nuevo Encuentro me están llevando a los colegios de la ciudad de Buenos Aires –al Mariano Acosta, por ejemplo– para ver qué se puede hacer, porque el entrenamiento de la vivienda familiar se puede aplicar a todo. En el caso del Mariano Acosta, un colegio enorme, con patios y todo. Había que poner aulas nuevas, había un patio muy grande, pero si se construía un aula allí, se arruinaba el patio, porque en el único lugar posible había una huerta. Propusimos, sin embargo, construir allí las aulas y a la huerta la pusimos en el techo, al que se accede con una escalinata. No hay que invadir los patios ni los pasillos. El patio es parte de la escuela.
–Volviendo al tema del mercado de la tierra, ¿qué consecuencias trae el hecho de la no regulación?
–Que se vea al piso de la ciudad como un mercado de venta, que se tase en dólares, es un negocio, y otro negocio es hacer torres, porque la gente, para invertir, en lugar de poner dinero en una caja de seguridad en el banco, invierte en ladrillos y no le importa cómo es la casa. De hecho, en Puerto Madero está desocupado el 80% de las viviendas. Habría que reservar una gran parte del mercado para la gente que no puede acceder a eso. Que no son sólo los sectores más humildes, es la clase media: alguien que quiere irse de la casa a los 25 años hoy no puede comprar su vivienda. No puede ser que todo esté regido por el mercado. No puede ser que haya gente durmiendo en la calle; eso es una barbaridad. Cuba, que es un país que tiene muchísimo menos dinero que el nuestro, no tiene ese problema.
–¿Está de acuerdo con un impuesto a la vivienda ociosa?
–Pero, ¡claro! La Constitución dice que la propiedad tiene una función social; no es que lo mío es mío y se acabó. Es lo mismo que con la gente: uno tiene que tener una relación con los demás, además de con su entorno cercano. No puede estar uno mirándose el ombligo. Lo mismo pasa con la propiedad. Hay lugares donde funciona mejor; en Cuba, por ejemplo, tienen muchos problemas, pero no hay desalojos, se construyen viviendas cada vez mejores. No es lo mismo que acá, el suelo no es materia de especulación. En Inglaterra, el Estado se reserva tierras y casas para los jóvenes. O sea, hay lugares donde funcionan mejor las cosas, pero, de todas maneras, el problema de la vivienda no está bien resuelto en ningún lado.
–La Ley de Acceso Justo al Hábitat y la reforma del Código Civil apuntan, de hecho, a la función social de la vivienda.
–Bueno, eso demuestra que hay gente que sabe lo que hay que hacer, pero el capitalismo es muy fuerte, resiste a eso. Hay que hacer cambios, se están haciendo, pero hay que ir por más. Hay muchos terrenos en Buenos Aires y en el Gran Buenos Aires que se podrían utilizar para vivienda; Campo de Mayo, muchos lugares. El Gobierno se está metiendo ahora en las tierras fiscales y esperemos que haga cosas mejores, pero se produce otro conflicto: en Buenos Aires se habla de las tierras fiscales, playas ferroviarias que serían aptas para construir viviendas, pero faltan parques también. Hay mucha gente en los barrios que dice: «Yo acá no quiero más construcciones, quiero una plaza». Y tienen razón, porque acá hay un metro y medio cuadrado de plaza por habitante, y la Organización Mundial de la Salud pide 10 metros cuadrados. Debería haber una plaza a no más de cinco cuadras de cualquier vivienda. Los que tenemos chicos sabemos que no podemos tomar un taxi, un colectivo, para ir a una plaza. Sumado a esto, ahora habrá bares en los parques (ver recuadro).
–Las torres con todos los servicios resueltos puertas adentro florecen en Buenos Aires y en otras ciudades grandes. ¿Qué opina de ese modelo de urbanización?
–Son countries verticales. Y la gente de allí está como un hámster, girando siempre en el mismo lugar. Además, tienen cimientos enormes que traban el flujo del agua, un factor más que tiene que ver con las inundaciones. Pero los arquitectos que defienden eso piensan que Buenos Aires debe crecer hacia arriba. «El vehículo del futuro es el ascensor», dijo uno. Es una tontería decir eso. ¿Qué quieren ver cuando viajan a otros países? ¿Ascensores o lugares? No está mal en sí misma la torre, pero como propuesta para que viva la gente, no tiene lógica: ya hay gente que vive arriba de las nubes, que es como vivir en un avión detenido; no es un buen programa. En un barrio, meter una torre con una medianera que va a tener un aviso publicitario, que oscurece las casas de los alrededores y arruina la visión de la ciudad, no va. Hay que ver dónde se construye la torre.
–¿Qué otros cambios sociales se advierten en el vínculo de la gente con los espacios que habita?
–Veo que la casa ya no es sólo para dormir; muchísima gente, cada vez más, trabaja en su casa: masajistas, gente que hace reiki, psicólogos. Tengo el caso de un cliente que hace vinos, otros que hacían muñecos para la televisión y ganaron un premio con un corto hecho en el living de su casa. El concepto de casa está cambiando: no es más ese living de tres sillones y una mesa ratona donde todo está quieto. La cocina pasó a ser el eje, el centro, como fue en las cavernas el fuego. También hay mucha gente que tiene casas grandes y está pensando en alquilar un pedazo para ayudarse. Tengo una clienta que quiere reformar la habitación de su hijo como consultorio para alquilarla cuando él ya no viva en su casa. Eso, en la Capital, que es donde tengo más clientes, se da mucho.
–La estructura de las familias también ha cambiado. ¿Cómo se incorpora esto a los proyectos?
–Se dan cada vez más lo que se llaman familias ensambladas, gente que forma otra pareja y tiene hijos de los dos matrimonios. Por eso inventé categorías nuevas, pregunto otras cosas en las entrevistas con los clientes: cuando pregunto por la familia, consulto las edades, si hay hijos de matrimonios anteriores, si esos hijos duermen en la casa, cuántas veces por semana. Si es una señora que vive sola, le pregunto si tiene novio, si el novio es «cama afuera», si quiere traerlo o no a la casa, o si tiene a la madre o el padre mayor y piensa en llevarlo a vivir con ella más adelante. Todo eso influye en cómo se piensan los espacios. También hay que pensar en el futuro de la casa: si se la va a vender, cómo se adapta a otras familias; por ejemplo, una habitación de servicio puede ser también la habitación de un adolescente. Y para eso debe ser un cuarto como la gente y no el tipo de cuartos que se hacen para las mucamas, que a veces son espacios similares a un lavadero. Todas las duchas de los cuartos de servicio caen sobre los inodoros, por ejemplo, como si a ellas les gustara bañarse paradas en los inodoros. Todavía se construye así. O sea, la arquitectura también es ideológica, sobre todo para los que creen que no lo es.
—Cora Giordana
Fotos: Jorge Aloy