11 de julio de 2014
Fue víctima de varios intentos de desalojo y se convirtió en un símbolo de la lucha por la tierra en Córdoba. La resistencia a un modelo agrario que arrasa con bosques y culturas.
Un árido camino prepara el encuentro. Kilómetros de paisaje dominado por la soja y el maíz sembrados a gran escala agotan la vista. De golpe, manchones de monte irrumpen en la escenografía. Los árboles, añosos, se muestran dignos ante la avanzada de la agricultura moderna. Una tranquera da la bienvenida. A unos 100 metros, un rancho. Adentro, una mujer, campesina, símbolo de la resistencia a los desalojos rurales: Ramona Orellano de Bustamante, de 88 años. «He vivido toda mi vida, desde que he nacido, en este campo», se presenta. A diez años de haber evitado dos desalojos que ganaron la atención de medios nacionales e internacionales, vuelve a ser demandada por empresarios del agro que pretenden su tierra. No baja los brazos: «¡De acá no me voy a ir!». El paraje Las Maravillas se ubica en el noreste cordobés, a 20 kilómetros de la localidad de Sebastián Elcano (Departamento Río Seco). Allí habita desde su primer respiro esta mujer, nacida en 1926. Ramona se crió junto con cinco hermanos, entre largas caminatas a la escuela de Puesto de Castro, situada a 5 kilómetros, y el cuidado de cabras y ovejas, práctica que mantiene vigente hasta la actualidad. Con el paso de los años, los Orellano «se fueron desparramando, unos para un lado otros para otro». En cambio, ella construyó su propia historia en esta tierra.
Una joven Ramona, de 22 años, se casaba con Raúl Bustamante, quien se convertiría en padre de sus tres hijos. La pareja pasó casi cuatro décadas de vida compartida en el paraje. La tranquilidad rural que la rodeó durante tres cuartos de siglo fue arrasada en minutos. El fin de año de 2003 no sólo cerraba un ciclo en el calendario. Para Ramona, ese día terminaba la profunda paz que sólo la vida del monte sabe dar. La casa de esta abuela, ya viuda y de 77 años entonces, era destruida por la fuerza de una máquina. La vivienda se convirtió en escombros, luego de una orden de desalojo que partió del juzgado de Deán Funes. Los impulsores de la demanda eran los hermanos Edgardo y Juan Carlos Scaramuzza, empresarios agrarios de Oncativo y gestores de un proceso de compra de 236 hectáreas vendidas por familiares de Ramona. Ella estuvo ajena a esta transacción. Días después de ser expulsada, vecinos y miembros del Movimiento Campesino de Córdoba (MCC) la acompañaron otra vez a su campo. La respuesta: otro violento desalojo.
Un caso testigo
Ramona invita a pasar a su rancho. El humo del brasero perfuma el ambiente. El mate, tibio, corre de mano en mano. Los rayos de sol se filtran y dibujan sombras en la cara de la mujer, que no da rodeos para contar su historia. «Me voltearon todo. ¡Todo!», dice con una profunda angustia que persiste a pesar del paso del tiempo. Ramona rememora esos instantes en que todo cambió. «Yo no creía que vinieran. Cómo iban a venir si sabía que no habíamos vendido a nadie, y llegaron…», suspira. Luego del segundo desalojo, Ramona retornó una vez más a su tierra. «Volví… ¡Tenía mucho miedo!» Entonces, la abuela campesina se instaló como pudo y padeció «siete meses bajo unos nylons» hasta que le hicieron un rancho.
La causa tomó estado público, como nunca había ocurrido con estas historias de campo adentro. Ese mismo verano de 2004, Ramona subió al escenario del festival de Cosquín junto con el cantor santiagueño Raly Barrionuevo para contar su verdad. A partir de allí, el caso fue registrado por medios nacionales y del exterior. La vida de Ramona se convertía poco a poco en símbolo de resistencia a un modelo agrario que no sólo arrasa con bosques originarios sino que también arranca vidas y, tras de sí, culturas.
En el transcurso del proceso, el caso de Ramona fue acompañado, entre otros organismos, por la Defensoría del Pueblo de la Nación y de la Organización Internacional por el Derecho a la Alimentación (FIAN), con estatus consultivo en Naciones Unidas. Esta institución constató en 2004 la situación «crítica» de la campesina, «tras los desalojos violentos por parte de la policía», que «ha destruido su vivienda y afectado el pozo (de agua) donde se abastecía».
El proceso siguió su curso en el Poder Judicial y en 2011 desembocó en la máxima instancia provincial, el Tribunal Superior de Justicia, donde se analizó si Ramona había sido engañada o no al firmar, años antes del desalojo, un convenio en el que aceptaba dejar su campo. El tribunal no pudo probar si la mujer fue estafada. Ramona permaneció en su tierra, pero la cuestión de fondo, la posesión de la tierra, nunca fue resuelta. Hoy vive cada día con el temor de que vuelvan por sus 150 hectáreas, las que ella habita. Salir del campo para Ramona era mucho más que dejar una casa. Para quien vive rodeada de monte, perder esa cotidianeidad es perecer. Toda la atmósfera que envuelve a esta mujer remite al contacto con la tierra. En un breve fraseo expresa la variedad de alimentos que sabe elaborar a partir de las especies nativas, esas que son arrancadas para dejar el suelo servido a la agricultura industrial. «De las pencas saco la tuna. Hago el arrope, la jalea y la conserva. De la algarroba negra sé hacer la jalea y el patay. Sé hacer también arrope de piquillín y de chañar, pero ahora hay poco. Son ricos los arropes; el de piquillín es más rico, pero el de chañar es remedio para la tos».
A la alimentación cotidiana, el bosque agrega otros rasgos de generosidad: «Para teñir hilo de lana de oveja, sé sacar tinta de la retama, de mistol, de albarillo, de jarilla. Y con la cáscara de mistol se tiñe muy lindo, se hace un hilo hermoso azul». Y si hay algo que el monte sabe brindar es salud: «Para remedio se usa el tala, el quebracho rojo, el chañar. Todos son para hacer té». Es esta conexión umbilical con la tierra la que pone a Ramona frente a frente con «la gente que viene a topar, a voltear monte». «A mí no me gusta eso porque hace falta también para las cabras, para que coman. ¿Cómo van a voltear monte?», pregunta desconcertada, sobre la permanente desaparición de esa diversidad de especies que nutren su vida.
La problemática a la que se enfrenta Ramona trasciende los intentos de desalojo. Hay un modelo agrario que por una vía u otra desplaza la vida campesina. «Ahora la soja abunda», se queja sobre la oleaginosa y su paquete tecnológico, que inundaron de plaguicidas tierras donde décadas atrás sólo sabían aprovechar el monte. Desde su experiencia, aporta uno de los porqué de ese rechazo al producto estrella del agro argentino: «La semana pasada se han metido acá unas cabritas preñadas, que se comen los granos de soja, y han tenido dos “chivatitos” muertos. Es malo eso. Y siguen jodiendo con la soja». Las familias de la zona sabían aprovechar el bosque nativo para alimentar sus cabras, hacían uso comunitario de los campos y movían sus majadas sin mayores limitaciones. De un tiempo a esta parte la ganadería campesina está en peligro de extinción. «Ya no se puede vivir como antes, porque los animales ya no son dueños de ir a comer; que uno los corre de allá, o este otro lo roba de acá», dice en tono de queja, y eleva su voz.
Banderas en el corazón
«Diez años resistiendo», fue la frase elegida por el Movimiento Campesino de Córdoba para mantener vigente la lucha de Ramona. Con esas tres palabras estampadas en remeras y banderas llegaron hasta el último festival de Cosquín, que una vez más tuvo a la abuela campesina como anfitriona. Del otro lado, también había personas que creían que a diez años de aquel emblemático desalojo, el caso debía volver a tener un lugar protagónico. Los Scaramuzza presentaron en marzo una nueva demanda de desalojo en contra de Ramona. Los abogados del Movimiento Campesino rechazaron este planteo basados en la vida que lleva la campesina allí, desde hace 88 años, de forma ininterrumpida. El Código Civil contempla que a quien habita un sitio «durante 20 años sin interrupción» no puede negársele la titularidad del inmueble. El conflicto permanece sin resolución.
Ramona está enojada, dolida, indignada. No lo oculta. «Nunca los vi a esos infelices, no pusieron la cara nunca ni vinieron», dice acerca de quienes la denuncian. «A mí me hubiese gustado hablar con ellos. Ellos sabían bien cómo era todo», suelta. Y comparte desde su más puro interior qué les diría si los tuviese frente a su curtido rostro: «¿Por qué tenían que hacer esas cosas?». Ramona levanta la pava del brasero, ceba un mate más. Levanta la mirada y la clava en la lejanía del monte. «No sé hasta cuándo he de estar acá. Hasta que Dios diga. Dicen que hay un Dios que uno le pide algo, y yo le he pedido que si tienen que darme algunas hectáreas, que me las den». Ramona toma aire, exhibe una dura mirada, y lanza: «Yo estoy encima de las 150 hectáreas. He dicho que no voy a salir, no voy a ir a otro lado. A mí me gusta el campo, desde que nací».
—Texto y fotos: Leonardo Rossi