13 de marzo de 2014
El país aparece en el centro de disputas comerciales y geopolíticas entre Estados Unidos, la Unión Europea y el gobierno de Putin. La riqueza gasífera de la región, clave del conflicto.
Los soldados ucranianos, con dos grandes banderas de su país y de la extinta Unión Soviética en las manos, caminaban a paso firme cantando su himno. Enfrente estaba la base aérea de Sebastopol, en Crimea, ocupada por militares con uniformes rusos que recibieron a sus colegas con fusiles AK-103 y no dudaron en disparar al aire como señal de advertencia. Se situaron cara a cara. Discutieron. Gritaron. Uno de los coroneles ucranianos señaló la bandera roja de la URSS y preguntó a los rusos: «¿Van a disparar a la bandera soviética?».
La escena –una de las más representativas del clima de extrema tensión entre Rusia y Ucrania, que decantó en una escalada de amenazas bélicas y abrió paso a un posible conflicto armado– fue registrada por las cámaras de la televisión local el pasado 4 de marzo, pocos días después de que el nuevo gobierno ucraniano –acompañado por las potencias de Occidente– denunciara a Moscú por la «invasión y ocupación militar» de Crimea. La estratégica península, una república autónoma dentro de Ucrania, anunció que un plebiscito decidirá si continúa perteneciendo a Ucrania o pasa a formar parte de Rusia, lo que generó aún más tensión en esa conflictiva región.
Pero todo comenzó mucho antes, con un desacuerdo entre el derrocado gobierno ucraniano y la Unión Europea (UE) que condujo a una marea de manifestaciones, violencia y represión; un baño de sangre con decenas de muertos y cientos de heridos. Se trata de una compleja trama política, social y económica en la que –como se verá– no están ausentes los grandes bancos de Europa y el Fondo Monetario Internacional (FMI).
Acuerdo cerrado
La fecha clave fue el 21 de noviembre del año pasado. Ese día, el entonces presidente ucraniano Viktor Yanukovich decidió «interrumpir los preparativos» para cerrar el tratado de asociación con la UE que debía firmarse en la Cumbre de Vilnius, el 28 y 29 de ese mes. Yanukovich justificó su decisión por las «imprecisiones» del tratado; sobre todo, en lo relativo a las compensaciones que obtendría su país por perder dos importantes mercados con la firma del acuerdo: Rusia y la Comunidad de Estados Independientes (CEI, formada por los países post-soviéticos).
La oposición ucraniana convocó a intensas movilizaciones para pedirle al presidente que reviera su postura. La simbólica Plaza de la Independencia de Kiev se colmó de manifestantes pro-europeos. «Ucrania es Europa», fue la consigna principal.
La presión popular no dio resultados. El 17 de diciembre, Yanukovich cerró en Moscú un acuerdo económico con el presidente ruso, Vladimir Putin, que incluía una importante rebaja del precio del gas, suministrado por la compañía Gazprom. De ese modo, abortó toda posibilidad de firmar el tratado con la UE.
La decisión del mandatario provocó la ira de la oposición ucraniana, de raigambre proeuropea y estrechos vínculos con Occidente. Los manifestantes, que acampaban desde el 21 de noviembre en los alrededores de los edificios gubernamentales, ya no pedían un cambio de postura por parte de Yanukovich: sólo exigían su destitución y un llamado a elecciones anticipadas.
La tensión fue en ascenso. Miles de ciudadanos se lanzaron a las calles, tomaron edificios públicos, incendiaron vehículos y enfrentaron a la policía. Yanukovich reprimió las protestas, pero también llamó a un diálogo que la oposición rechazó en reiteradas ocasiones. «Nada de negociaciones con esa banda», sentenció la líder opositora Yulia Timoshenko desde la cárcel. Llevaba dos años y medio en prisión por «abuso de poder» durante su segunda gestión como premier de Ucrania, entre 2007 y 2010. Timoshenko –conocida como la princesa del gas por la empresa que logró armar en la época de privatizaciones tras la caída de la URSS– agitaba a los manifestantes.
La violencia se intensificó con el correr de los días. El 17 de febrero de este año, los enfrentamientos en las calles de Kiev dejaron 26 muertos y más de 1.000 heridos. Yanukovich, por su parte, lanzaba un paquete de leyes para limitar las protestas y denunciaba un plan de desestabilización contra su gobierno. Cinco días después, el número de víctimas fatales ya superaba los 80.
Obligado por la pérdida de apoyo interno y presionado por Occidente, Yanukovich acordó un principio de salida de la crisis, consensuado con negociadores de la UE, Rusia y la oposición. El pacto sellado se trasladó rápidamente al Parlamento ucraniano, que aprobó la puesta en vigor de la vieja Constitución de 2004, la formación de un gobierno de transición, acompañada de elecciones anticipadas, y la liberación de Timoshenko.
Una vez en práctica los principales puntos del acuerdo, la oposición aprovechó la debilidad del gobierno de Yanukovich y, en una rápida sesión parlamentaria, destituyó al presidente, que denunció un golpe de Estado y señaló a la UE y Estados Unidos como «traidores» por no respetar el compromiso firmado tan sólo unos días antes.
Otro líder opositor, Alexandr Turchinov, ocupó su lugar y en su primer discurso dejó en claro el rumbo del nuevo Ejecutivo. «Para nosotros, la prioridad es volver a acercarnos a Europa», enfatizó el actual presidente, estrecho colaborador de Timoshenko.
El flamante gobierno interino convocó a elecciones para el próximo 25 de mayo y Timoshenko, ya en libertad, se anotó en la contienda. Como muestra de su enorme influencia en las decisiones del nuevo Ejecutivo, otro personaje cercano a la princesa del gas fue designado primer ministro. Se trata de Arseni Yatseniuk, un tecnócrata que llegó a ese cargo recomendado directamente por la secretaria del Departamento de Estado de EE.UU. para Asuntos Europeos, Victoria Nuland, lo que dejó al descubierto los intereses de la Casa Blanca en la región y, en particular, en la crisis ucraniana.
El declamado acercamiento con Occidente se hizo realidad en poco tiempo. Con el argumento de hallar un país en «bancarrota» y con deudas que superan los 35.000 millones de dólares, Yatseniuk cerró un crédito por 1.000 millones de dólares con la Casa Blanca. Pocos días después, la UE anunció que discutiría la posibilidad de conceder un préstamo de 11.000 millones de euros al gobierno interino de Kiev, siempre y cuando las nuevas autoridades se comprometieran a firmar un acuerdo con el FMI y permitieran que el bloque comunitario participase en la elaboración de cambios políticos, constitucionales y judiciales en Ucrania; algo que las autoridades europeas, al igual que Estados Unidos y los grandes organismos crediticios, acostumbran llamar «apoyo técnico».
Tropas y sanciones
El epicentro de la crisis se trasladó hacia la península de Crimea, una república autónoma que forma parte de Ucrania, pero con mayoría de población rusa. Ante el cambio de gobierno en Kiev, el Parlamento crimeo acusó a las nuevas autoridades de «extremistas y nacionalistas» que «usurparon el poder».
El nuevo Ejecutivo ucraniano, en tanto, denunció a Rusia por el envío de unos 15.000 soldados hacia Crimea y acusó al gobierno de Putin por «ocupación e invasión militar». Kiev exigió a las autoridades rusas retirar las tropas del territorio y ordenó a su ejército que estuviese preparado para un «eventual combate».
El conflictivo escenario acaparó nuevamente la atención de la comunidad internacional. El 5 de marzo, el gobierno de Barack Obama rechazó la intervención de Moscú en Crimea y acusó a Putin por «violar las normas internacionales», al tiempo que amenazó con «aislar política y económicamente» a Rusia.
Un día después, la Casa Blanca y la UE aprobaron un paquete de sanciones leves para responder a la escalada militar rusa en Crimea. Los máximos líderes europeos consensuaron tres medidas, según anunció, después de una cumbre en Bruselas, el primer ministro británico, David Cameron: «Suspender las negociaciones para liberalizar parcialmente el sistema de visas con Rusia, detener los esfuerzos para alcanzar un nuevo acuerdo integral sobre las relaciones entre Rusia y la UE, y retirarse de las reuniones preparatorias de la cumbre del G8 que se realizará en Sochi, Rusia, en junio próximo». Cameron agregó que la UE no logró acordar sanciones más duras, tal como se esperaba en un principio, por las diferentes posiciones que presentaron los líderes de los países del bloque.
En esa misma jornada, el Parlamento de Crimea volvió a dejar en claro su preferencia y votó una resolución que declaró la incorporación de la república autónoma ucraniana «al seno de la Federación Rusa en calidad de sujeto federal». El planteo es que sólo los crimeos son los responsables de elegir la reunificación con Rusia (que se mantuvo hasta 1954) o si, por el contrario, prefieren conservar el estatus como parte de Ucrania. La última opción tiene todas las de perder, ya que casi el 60% de la población que vive en Crimea es de origen ruso.
La decisión adoptada por el Parlamento crimeo fue, como era de esperar, criticada por Ucrania y Occidente, que la calificaron de «inconstitucional». El gobierno de Kiev, además, subió un nuevo escalón en sus amenazas bélicas y aseguró que, en caso de que se registren «nuevas acciones en territorio ucraniano, las fuerzas militares deberán intervenir».
¿Es posible que el conflicto entre Ucrania y Rusia derive en una guerra? ¿O podrá dirimirse en términos diplomáticos? La escalada de los últimos días no autoriza buenos augurios. Pero también es cierto que Ucrania tiene demasiada importancia geoestratégica para todos los actores involucrados, lo que hace difícil pensar en un escenario de confrontación militar. Sin ir más lejos, por su territorio pasan cuatro gasoductos que transportan desde Rusia el 80% del gas que consume Europa. Y eso cuenta en cualquier mesa de discusiones.
—Manuel Alfieri