De cerca

Viajar con la actuación

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Mercedes Morán recorre el país con un unipersonal en el que desmenuza temas como el paso del tiempo, los padres, los hijos, el sexo y el amor. Protagonista de ficciones que dejaron una huella en la televisión, el teatro y el cine, dice que los personajes que interpreta le permiten entender su propia vida.

 

Hay cosas que solo me atrevo a hacer disfrazada de personaje», dice Mercedes Morán. Y viéndola en ¡Ay, amor divino!, el espectáculo dirigido por Claudio Tolcachir que este año fue un éxito en el Maipo y con el que ahora está de gira por distintos teatros de la provincia de Buenos Aires (ya estuvo en La Plata, Luján, Morón, Banfield, Palomar y Azul), es fácil comprobar que es cierto.
Sobre un escenario, esta mujer que acaba de cumplir 61 años se transforma, luce suelta y carismática, sabe provocar risa y emociones. En cada función del unipersonal de tono abiertamente confesional que también presenta por estos días en Córdoba, Jujuy, Salta y Tucumán (y que pronto la llevará a España), hay grupos de mujeres que celebran juntas y ruidosamente cada ocurrencia de Morán. Otras codean a su compañero, procurando complicidad.
Todas, evidentemente, logran identificarse con lo que la actriz va contando sobre su relación con los padres, los hijos, las parejas y la sexualidad, entre otros tópicos. Pero también hay espacio para la inevitable referencia a la actuación. Desde los detalles del nacimiento de la vocación hasta el trabajo necesario para su posterior desarrollo, a todas luces eficaz: hoy es una de las actrices más populares y respetadas del país. Morán sintoniza con el gusto del público masivo y es valorada por sus colegas y por la prensa especializada, que elogió mucho este espectáculo con características de memoria y balance.
«Cuando empecé con esta idea del unipersonal, me preguntaba todo el tiempo de qué quería hablar. Y la primera respuesta fue “de lo que me pasa ahora”. Con la edad, con el paso del tiempo, con la sexualidad, con el amor, con los hijos que crecieron, con el hecho de ser abuela, con mi trabajo», cuenta. «Pero para hablar de todo eso, tenía que revisar cómo me había construido como persona. Al principio tenía mucho sobre mi padre, corría el riesgo de que la obra pareciera un homenaje a él. Después lo fui reacomodando y, más que un balance, me parece que es un viaje. Y ese viaje está atravesado por el amor, porque el amor siempre me ha rescatado, a pesar de que durante mucho tiempo lo asocié con el sufrimiento, con el llanto. Hasta había pensado que el espectáculo se llamara El amor me hace llorar».
–Hay algo de catarsis en la obra.
–Sí, es una obra que me está resultando muy sanadora porque me puedo reír de las cosas que me hicieron sufrir en el pasado. Algunos sucesos más cercanos, como la pérdida de mi padre, me generan un tipo de emoción muy gratificante: cada vez que voy a hacer la función, siento que me voy a encontrar un poco con él. Y es un gran consuelo. Entonces voy con muchas ganas al teatro. También estoy muy entusiasmada con la gira. Ahora que mis hijas están grandes, puedo hacer algo que antes no podía.
–¿Te preguntás por qué actuás, por qué elegiste esta profesión?
–Sí, es algo en lo que siempre pienso. Creo que muchos de los personajes que interpreté me ayudaron para mi vida. Siempre he obtenido de ellos respuestas para asuntos personales. Se me reveló eso en la primera obra que hice, El efecto de los rayos gamma sobre las caléndulas, mi debut en teatro, allá por los 80. En esa obra investigábamos el vínculo materno. Y me ayudó a resolver muchas cosas con mi propia madre. Ahí vislumbré la posibilidad fantástica de que el teatro sirviera para dar respuestas a temas personales. Ojo, no hablo de psicodrama. Los personajes me han permitido hacer cosas que en mi vida personal no me animé a llevar a cabo. Siempre fui una persona bastante tímida, y actuar me ayudó a vencer la timidez. También a abrir la cabeza, como los viajes. La actuación en sí es un viaje.
–¿En algún momento sentiste que te exponías demasiado con esta obra, que revelabas muchos asuntos personales?
–No, para nada. Si hubo algo a lo que le tuve miedo, fue a ponerme solemne, a decir «vean lo importante que es mi vida que la tengo que contar en una obra». Necesitaba que estos relatos que venía contándole a gente cercana adquirieran un nivel teatral, correrme del lugar de decirles a los demás cómo son las cosas o de presumir de una sabiduría que te haga hablar desde un pedestal. Fue muy importante el trabajo de Claudio Tolcachir en ese sentido: es alguien con mucho sentido del humor.


–¿Qué debe tener para vos un buen director?
–Esto del humor me parece fundamental. Y también tener muy claro lo que está contando, armar bien el famoso cuentito. Personalmente, necesito un director que se atreva a decirme si hay algo de lo que estoy haciendo que no está bien. Lo digo porque hay un falso concepto del respeto que a veces inhibe a algunos directores a decirte: «Che, por acá no». Esa confianza de poder confrontar y decirnos las cosas es clave. El apoyo y el aliento sirven, pero también sirve, y mucho, decir la verdad. Un director debe generarme esa confianza para que me pueda tirar tranquila a la pileta. Con Tolcachir habíamos trabajado en Agosto, que era una obra larga, de tres horas, con todos los riesgos que eso implica para un espectáculo del circuito comercial. El público argentino no está habituado a las obras tan largas. Los productores tenían miedo de que la gente se fuera en el intervalo y no lo querían hacer, pero funcionó muy bien porque Claudio supo manejar muy bien el humor. Leer bien el humor en un material es una virtud que no tienen muchos directores, aunque parezca raro.
–¿En la televisión encontraste un buen ámbito de trabajo?
–Yo me la rebusco para dar siempre una vuelta más de rosca. Cuando hice Gasoleros luché mucho para convencer a los productores de que mi personaje tuviera imperfecciones. No fue fácil convencerlos de que la protagonista de una comedia familiar del prime time tuviera un poco de oscuridad y mintiera repetidamente. Aun en plan de comedia, eso fue complicado. No se corren muchos riesgos en la televisión, y menos en ese horario. En Guapas había un libro interesante, con personajes bien delineados, pero mi rol era el de una simple puteadora. Yo preferí profundizar un poco, agregarle violencia al personaje. Que además de causar gracia, esa mujer pagara precios. Y que le pasaran las cosas que nos pasan a las mujeres de mi edad. Con su sexualidad, por ejemplo. Está bueno esquivar tabúes, aunque en la televisión cueste bastante. A mí me gusta que mis personajes sean creíbles, no una maqueta. Después, es cierto que hay menos tiempo de ensayo que en el teatro, pero la frecuencia que tenés con el personaje es más alta. Estás metido en un personaje cinco días por semana. Y ese personaje, en una tira, pasa por una cantidad tan extraordinaria de situaciones que, si hacés bien tu trabajo, tenés un conocimiento enorme sobre sus motivaciones, deseos, dudas. Si  encarás ese laburo como laboratorio, como lugar para investigar, es fantástico. Para una persona tan obsesiva y tan enrollada con el trabajo como yo, la televisión es útil, te corre de ese lugar, te pone más práctica. Igual, me gusta bandearme de un lado a otro: hacer televisión, cine, teatro.
–Ahora tenés unos cuantos trabajos en cine.
–Sí, voy a trabajar en la ópera prima de María Alche, que escribió un guión que me parece fantástico. Para mí, es la gran discípula de Lucrecia Martel. También voy a estar en la próxima película de Ana Katz, que es la historia de una familia que se va de viaje a una playa de Brasil en los 90. Y en una comedia coral muy divertida que se va a rodar en Uruguay, con la gente que produjo Whisky. El cine es demandante, exige un compromiso de muchas horas por día durante un período corto, pero intenso. Pero me entusiasma. Sobre todo cuando hay previas interesantes con el que dirige. Si tenés la suerte de encontrarte con un director o una directora interesante, con talento, que necesite expresar algo en su película, aprendés un montón y se genera alrededor tuyo un campo muy creativo, con una energía contagiosa. A mí me gusta mucho hacer ese viaje que te propone el cine, me gustan las películas que me llevan a otra realidad, que me sacan de los parámetros habituales y me sumergen en una historia que me tome por completo. Cuando volvés a tu casa después de una jornada de un rodaje de ese tipo, hay una parte tuya que está ausente, que sigue enganchada con ese viaje del que hablaba recién. Y esto de ir combinando trabajos me resulta muy funcional. Me acuerdo de que hice La ciénaga cuando recién había terminado Gasoleros, el arquetipo de un éxito televisivo, popular. Tenía muchas propuestas para seguir haciendo televisión y decidí hacer una película con una directora independiente que todavía no era conocida. Me enamoré de la cabeza de Lucrecia y me fui a Salta. Todos me decían que estratégicamente no era lo mejor, pero hice lo que necesitaba. Si hay algo que me da miedo es la pérdida del deseo, y creo que corrés más riesgos de ese tipo cuando te quedás estancada en algo seguro. Finalmente, La ciénaga me permitió trabajar con una directora extraordinaria, entender algo del cine que hasta ahí no había entendido como espectadora ni con mis trabajos anteriores. Fue la primera película con la que salí a girar por el mundo. Me permitió encontrarme con gente como Roman Polanski y charlar un rato sobre la película. Fue un proceso muy enriquecedor.
–¿Alguna vez perdiste el deseo de actuar, aunque sea temporariamente?
–No, pero porque siempre estuve muy atenta para activarlo. No me dejé guiar por la estrategia, por lo que supuestamente le podría dar seguridad a mi carrera. Es algo que tiene que ver con mi naturaleza. Cuando recién empezaba, no tenía claro si iba a poder vivir de mi profesión. Fui a un casting en el San Martín y había que mostrarle unas escenas a un jurado integrado por Carlos Gandolfo, Agustín Alezzo y Alberto Ure. Los mejores directores de ese momento, con los que yo anhelaba trabajar. Quedé seleccionada en el elenco y pensé de inmediato que la estabilidad del teatro oficial me podía matar el deseo. Entonces decidí no hacerlo. Kive Staiff, que dirigía el San Martín, lo vio como una actitud de mucha pedantería y se enojó. Creo que yo quería sobre todo que me vieran, que supieran quién era. Y de hecho me funcionó, porque después esos directores me llamaron para trabajar.
–Hablando de trabajo, muchos de tus colegas han declarado públicamente que este año bajó la oferta laboral, que es menor comparada con los años anteriores. ¿Es así?
–Sí, hay menos trabajo. En las producciones que financió el Estado en los últimos años se cobraba menos que en otros proyectos solventados por privados, pero había una posibilidad creativa enorme, eran productos de muy buena calidad. No conozco las cifras exactas, pero sé que hoy se produce menos y que también cayó el número de gente que va al teatro. Hay menos plata en el bolsillo, es tan simple como eso.

 

–¿Te cansa que te pegunten por temas politicos?
–No, para nada. Lo que cansa no son las preguntas de los periodistas, sino lo que ocurre cada vez que hacés una declaración política. Son tantas las agresiones y las amenazas que no dan ganas. No tiene que ver con el cansancio o el desinterés, sino con esto que pasa después, que no se limita a las redes sociales. Voy a visitar a mi vieja al geriátrico y cuando salgo tengo un papelito con una amenaza en el parabrisas. Nada más que por haber apoyado algunos proyectos y criticado otros.
–Volvamos a tu actividad como actriz, ¿sentís que todavía tenés debilidades?
–Sí, tengo muchas. Todos las tenemos. Somos dominados por los complejos, los prejuicios, las zonas oscuras. Una de las tareas que te impone la vida es la de ir derribando todo eso. Yo todavía tengo muchos miedos, complejos y prejuicios. Hago cada trabajo nuevo con la expectativa de sortearlos, pero estoy lejos de tener el cuaderno completo. Sí puedo asegurar que me da lo mismo hacer de Lady Macbeth que de Lady Di. Es el mismo trabajo: meterte en la cabeza de un personaje, pensar de otro modo. No es más interesante uno que otro, al menos en ese sentido. Sí hay personajes de ficción que están mejor escritos que otros. Pero lo que me interesa es el viaje, algo que me dé ganas de tomarme el buque. Y eso te lo puede propiciar cualquier personaje. Actuar es como jugar. Cuando sos chico, te da igual ser un indio, un cowboy, una nena, un nene, un rey o un pordiosero. Es clave la disponibilidad, estar dispuesto a tirarte a la pileta, a caminar en cuatro patas, a cambiar la voz, a morirte, a matar, a creerte que sos Superman o el rey Lear. Hay un acto de fe que tenés que llevar adelante como un niño.

 

Fotos: Jorge Aloy

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